Autorretrato sin mí
Fernando Aramburu
Tusquets
Uno (mi comentario)
Para leer Autorretrato sin mí hay que hacer el ejercicio de imaginarse en una habitación que da a un parque otoñal, con álamos al fondo. El lugar de la lectura sólo está iluminado por la luz solar que entra por una ventana amplia, a través de la cual se contempla ese paisaje melancólico. Entonces, la voz del escritor, gracias a una prosa cuidada y muy trabajada, llega hasta nosotros para forzar un pacto de lectura que consiste en que si aceptamos su invitación predominarán los sentimientos antes que cualquier otra cosa.
No hay un hilo argumental en este libro, con excepción de los retazos biográficos que Aramburu deja asomar aquí y allá, en un tejido mucho más vasto que conforma una reflexión sobre el ser humano y su posición ante cuestiones esenciales. Hay entonces un doble juego posible: un recorrido emocional por las reflexiones que el autor organiza en torno a imágenes muy potentes pero a la vez simples: una cena, un paseo por la playa, una acera conocida que ve en un noticiero televisivo a cientos de kilómetros de distancia. Otro, el de adivinar e imaginar las situaciones potentes que lo llevaron a la necesidad de elaborar sus textos.
Autorretrato es una colección de textos que funcionan perfectamente de manera independiente. Algunos, potentísimos y conmovedores, otros, incitaciones a la nostalgia. Es un libro sobre la experiencia. Experiencia adquirida por lo vivido y lo leído, por la posibilidad que la emigración da de poner en perspectiva lo cotidiano y naturalizado. Es un libro que arranca sonrisas, pero a la vez es triste, fruto de alguien que elige muy cuidadosamente cómo y hasta dónde exponerse. Si el lector acompaña esas decisiones, el efecto es el de la propia introspección, acaso no buscada por el autor, pero efectivamente lograda.
Dos (la selección)
Auxiliado por la luz de la mañana y el bastón, logró sentarse. Mirándolo sin que advirtiese mi presencia tras la ventana, presentí que el cupo de sus días estaba próximo a su cifra postrera. No era nuevo en mí aquel aciago pensamiento. Hacía tiempo que sonaban en su voz, de día en día más pequeña, los susurros de la muerte. Al observarlo desde arriba, entreví en sus ojos hundidos, en sus huesos pronunciados, al difunto que ya no tardaría en salir de él.
Antes de perderlo para siempre, quise hurtarle a su destino inevitable, que es el destino de todo el que ha nacido, una imagen suya de aquel momento. Entonces, desde la escalera hoy tan triste, sin que se diera cuenta, le hice una fotografía. Semanas más tarde falleció.
Veo ahora a mi padre sentado en aquel banco con la calva encendida por la luz de la mañana.
Tres
De niños, cenábamos a menudo pescado en la casa familiar. El padre, a un costado de la mesa, se inclina sobre el plato con su pedazo de pan. Yo he visto al padre de este hombre en que habito comer macarrones con pan. Pan con todo. Pan. Él mismo era un pedazo de pan. Y la madre está ahí delante, en un presente perenne. Es buena y lleva delantal. Nuestros alimentos saben sin excepción a modestia. En casa no hay libros, pero ya me voy a encargar yo de que los haya.
Cuatro
Mi ventana da a la nieve que cae en mansos copos sobre la hierba marchita. Va para una semana que la nevada le arrebató al campo su última brizna de color. El paisaje aparece desde entonces recubierto por una capa de pureza desolada, aquietado en sus cristales gélidos. No hay para el residente de tan inhóspita belleza otro consuelo que el ajetreo en el refugio caldeado. el hombre nórdico, tan pronto como asoma el invierno con sus garras, está condenado al recogimiento en la penumbra, al trabajo perseverante del que sueña, como los pájaros negros que se afanan en los abedules sin hojas, con el regreso de la primavera.
Mi ventana y mi vida dan al norte.
Cinco
¿Qué haces ahí? ¿No te habías muerto como muere todo lo que un día se puso en pie sobre la tierra? Después de tu mañana última te prolongas en las cosas que en vida utilizaste. En mi muñeca giran las agujas del reloj que marcaron tus horas y ahora marcan, con idéntica impiedad, las mías. Veo un vaso y te veo beber. Veo tu cama y de pronto me da como un temor al despertarte.
Seis
Desde entonces no la había vuelto a ver. Una vez, alguien, seguramente un amigo de los viejos tiempos, la mencionó; pero ya no recuerdo cuándo ni qué dijo. En nuestros días de pasión física, ella y yo hablábamos a menudo de un porvenir compartido que luego no se consumó, pues éramos jóvenes, demasiado jóvenes, y yo, inmaduro hijo del ansia, sacudido de obsesiones, ignorante e inquieto, soñaba con salir al mundo y perderme en sus prometedoras lejanías.
Siete
Yo vengo en busca de un pedazo de cristal, resto tal vez de un espejo que se rompió. Tentando el suelo, tarde o temprano doy con él y lo levanto. Su tamaño alcanza para abarcar mis ojos solamente. Me miro y sé lo duro y humillante que es mirarse algunos días en el reproche del reflejo. salgo entonces de mí corrido y apenado, con los pensamientos atados de cualquier modo a los tobillos. En ocasiones de mejor fortuna, subida la escalera cotidiana sin torcer los pasos, me obsequio con un instante de mirada absolutoria.
En SIETE PÁRRAFOS, grandes lectores eligen un libro de no ficción, seleccionan seis párrafos, y escriben un breve comentario que encabeza la selección. Todos los martes podés recibir la newsletter, editada por Flor Ure, con los libros de la semana y novedades del mundo editorial.