Yo estaba sola. Y él también estaba solo. En las demás mesas del bar había parejas y grupos de amigos que hablaban con esa alegría extrovertida de los romanos. Él y yo éramos los únicos sin compañía.
Cuando lo vi, deseé que no estuviera esperando a nadie; que ninguna otra persona viniera a sentarse a la barra en los taburetes que nos separaban. No estoy segura qué me atrajo de el.
Quizás sentí algo parecido a una premonición. Yo estaba sola en Roma y ese bar en Trastevere se había convertido en mi segunda casa. "Ciao, cara", me decía la moza cada vez que entraba. "Hola, querida."
No importa si fui yo la que habló primero o si fue él quien tomó la iniciativa: desde que nos miramos los dos supimos que, juntos, beberíamos mucho más que una copa de vino. Sin embargo, lo que no podíamos sospechar entonces era que esa conversación se convertiría no sólo en la primera de tantas otras sino, también, en el inicio de esto que empiezo a escribir ahora, varios meses después. De esto que aún hoy tiene un final incierto pero que, aunque lleve sólo mi firma, en realidad debería llevar también la suya.
Emilio es medico psiquiatra especialista en estrés postraumático. En la jerga especializada se lo suele llamar PTSD, por sus siglas en inglés: “Post Traumatic Stress Disorder”. La condición cobró notoriedad después de la guerra en Vietnam, cuando los soldados norteamericanos no lograban superar lo que habían vivido allá ni retomar eso que, en apariencia, debería resultarles tan sencillo: la vida cotidiana. Pero Emilio no trabaja con soldados. Sus pacientes han llegado a Italia desde China, desde Ghana, desde Siria, desde Camerún. Sus pacientes son hombres y mujeres que, para salvar sus vidas, se han visto obligados a dejar la tierra en la que nacieron y a partir sin nada: sin documentos, sin pertenencias, sin certezas. Sus pacientes son refugiados: personas que han dejado atrás -o que ya han perdido- a sus amigos, a sus hermanos, a sus padres, a sus hijos. A veces vienen a verlo adolescentes, niños casi, que han huido después de perder a sus padres, o niños a quienes sus familias han enviado solos, a atravesar el mar en una barca, confiando que en Italia estarán a salvo aun cuando no tengan a nadie conocido que los cuide.
"¿Cómo llegan a ti? ¿Quién los envía? ¿Saben lo que hace un psiquiatra?” le pregunté. Emilio respondía sin prisa, minuciosamente. Si tuviera que hacer una lista de las preguntas que le hice -de todas las que se me ocurrían, de todas las que todavía hoy tengo por hacerle- no acabaría jamás. “¿Qué te dicen? ¿Cómo haces para ayudarlos? ¿Cómo se hace para rescatar a alguien que se está hundiendo, no ya en el Meditarráneo, sino en la marea de un pasado que no cesa y de en futuro que parece no llegar jamás?”
Esa noche Emilio me hablo de Ouria, una mujer que después de un año en Italia no podía dejar de escuchar la voz del hombre blanco que la separó de sus padres cuando ella tenía doce años para convertirla en una esclava sexual.
Esa noche Emilio me hablo de Huang, una mujer china que trabajaba en un negocio con su familia y que habría llevado una vida normal si no hubiera sido porque pertenecía a una secta cristiana prohibida en su país. Una tarde, la policía entró al negocio familiar para llevarse a Huang pero ella había salido un rato antes. Su familia no tuvo manera de avisarle que la estaban buscando. Horas después, cuando Huang estaba por entrar a la casa donde se reunía con sus correligionarios, escuchó gritos que venían desde dentro. Agazapada detrás de la esquina del edificio, escuchó lo que le estaría pasando también a ella si hubiera llegado unos minutos antes. Cada golpe que la policía daba con sus bastones sobre sus compañeros golpeaba de alguna manera también el suyo. Huang vio cómo arrastraban los cuerpos ensangrentados hacia afuera, atados de pies y manos. Más tarde, cuando estuvo segura de que la policía estaba lejos, entró a la casa y se escondió en un sótano húmedo, diminuto, donde ni siquiera podía estirarse por completo. Permaneció allí cinco meses. Cuando Emilio la conoció, en su consultorio en Roma, Huang no podía hablar. Apenas si movía los labios, como si rezara una plegaria. Una plegaria muda.
Esa noche, Emilio también me habló de Bilal. Bilal era un niño de nueve años y vivía en una aldea en Mauritania cuando, una mañana, cuatro árabes con machetes irrumpieron en su casa. Bilal se escondió bajo la cama. Su hermana estaba en la escuela. Bilal escuchó gritos. Escuchó golpes. Escuchó súplicas. Nada sirvió: los hombres mataron a su padre, primero, y a su madre, después. Luego, uno de ellos sacó a Bilal de abajo de la cama. Estaba a punto de dejar caer el machete sobre su cuello, cuando el otro árabe lo detuvo.
-A este será mejor venderlo -dijo.
Ese mismo día, el niño de nueve años se convirtió en esclavo. Lo fue hasta las treinta y cuatro, cuando logró escapar. La primera vez que lo hizo lo atraparon, lo golpearon con palos, le fracturaron los dos brazos y lo metieron en un hueco en la tierra, el mismo donde ponían a los animales para castrarlos. También a él lo castrarían al día siguiente: era el castigo para los esclavos que intentaban huir. Pero Bilal tuvo suerte: esa noche, otro esclavo lo desató y lo ayudó a salir del hueco. Los brazos de Bilal colgaban, deformes, inertes, como si no le pertenecieran. "Vete," le dijo el compañero. "Y si te agarran, no digas nunca que fui yo quien te ayudó." Bilal atravesó a pie el desierto. Después, estuvo escondido dos años en un barco sin ver el sol. Después, mucho después, llegó a Italia, ese país al que tantos otros llegan con historias tejidas por la materia más oscura de la que estamos hechos pero, también, por la tenacidad y la esperanza de una vida mejor.
Mientras terminábamos una botella de Sagrantino di Montefalco, Emilio me contó que la primera vez que vio a Bilal parecía una persona muerta en vida. Alucinaba. Sufría de flashbacks continuos. Sabía que estaba vivo pero, al mismo tiempo, estaba convencido de que había muerto en el desierto. Yo no podía creer lo que escuchaba. O, mejor dicho, no podía creer lo que estaba sintiendo. ¿Era amor? Y en ese caso, ¿amor hacia quién? Cuando uno se enamora, ¿llora? ¿Por quién lloraba yo? Había llegado a Roma de paso hacia la Feria del Libro de Sofía donde presentaría una novela. Había llegado a un país desarrollado desde nuestra Argentina siempre en vías de desarrollo y, allí estaba, frente a una botella de vino ya vacía, hablando con un hombre que me hablaba de otro hombre que había sido esclavo por veinticinco años en la misma época en la que el Voyager I llegaba a los confines de nuestro sistema solar.
Creo que durante un instante estuvimos a punto de besarnos. Pero yo no pude dejar de hacerle una pregunta.
-¿Cómo está ahora Bilal?
-Está mejor -dijo Emilio. -Mucho mejor.
El momento en que podríamos habernos besado había quedado atrás.
-¿Puedo conocerlo? -dije. -Me gustaría escribir su historia.