Pediatra y militante social, fue clave en la lucha de los vecinos de un pueblo del Chaco contra las fumigaciones con agrotóxicos. Hoy jubilada, sigue colaborando en la red de salud que fundó junto a otros colegas hace más de treinta años. Cree que el éxito se consigue sólo si se trabaja en equipo. “Es tan grave lo que pasa con el hambre, que a veces la patología es el último problema”, dice.
Tenía nueve años cuando decidió que iba a cambiar el mundo. Su abuelo Abel era el médico de La Vicuña y ella lo acompañaba en la recorrida “casita por casita” después de uno de los tornados que asolaban al pueblo, al sur del Chaco. No entendía por qué había otros chicos de su edad descalzos y con hambre. “Quería hacer algo y mi abuelo me decía que había que saber dar una mano. Mientras atendía a los heridos, preguntaba qué faltaba: ‘Cuatro chapas, dos tirantes… ¿De qué vale que yo los atienda del tobillo que se torcieron, si mañana llueve y se enferman de neumonía?’ Así aprendí la medicina social”, dice por teléfono desde Resistencia la doctora Ana Lía Otaño.
Pienso de antemano en la Doctora Otaño como en una Erin Brockovich chaqueña, por el freno histórico que logró su lucha contra las fumigaciones en La Leonesa, un caso en el que la Justicia provincial falló en dos instancias a favor de la demanda colectiva de los vecinos que denunciaron el aumento de casos de cáncer, malformaciones y leucemia en los chicos y vecinos expuestos a los agrotóxicos. Me dirá que las luchas nunca son individuales; es casi lo primero que aclara al atender: “Mirá que esto no lo hice sola. Las cosas se hacen siempre en conjunto, es el grupo lo que lleva a que tengas éxito. Y yo jugué en equipo desde chica”.
La infancia de Otaño transcurrió entre el monte chaqueño y Resistencia hasta que se mudó con su familia a Rosario. En la secundaria hizo sus primeras armas en la acción colectiva; ella dice que fue ahí también donde aprendió de verdad la solidaridad: “En plena dictadura no había centro de estudiantes, pero con el Club Colegial me empecé a movilizar a los trece años en defensa de la escuela libre y laica. Todos los cursos nos unimos para hacer actividades sociales y ayudar en un hogar de huérfanos. En esa época ya me di cuenta de que a veces en conjunto se pueden mover montañas”.
La medicina fue un paso natural, la militancia también. “Mi abuelo fue intendente, él me inculcó la militancia social. Era discípulo de Yrigoyen y en mi familia eran bastante gorilones. Pero a mí me marcó ver que en las casitas más humildes había siempre un altarcito con la Virgen y la foto de Perón y Evita. Pensé que si estudiaba medicina podía llegar a algún cargo que me permitiera modificar algo de esa desigualdad. Yo le decía a mi abuelo que quería cambiar el mundo, no estudié medicina por él: estudié medicina para cambiar el mundo”. Al comenzar la carrera, en Rosario, también empezó a colaborar en el salón comunitario del sacerdote tercermundista Santiago MacGuire en el barrio de emergencia del Bajo Saladillo, donde vivían los empleados del frigorífico Swift, porqué ahí vivían muchos chaqueños. “Era gente que vivía en cuevitas, arrasada por las inundaciones. El padre Santiago les enseñaba cómo reclamar por sus derechos, cómo hacer sus casas de material. Yo daba actividades prácticas, bordado… Mi novio, que ya era practicante, empezó a atender pacientes con lo mínimo”. Se casaron en la villa, pero no en la Iglesia, porque ese día llovió a cántaros. Fue el último casamiento que ofició MacGuire (que después sería secuestrado por la dictadura) antes de dejar los hábitos para casarse: Ana Lía y Santiago Montalvo están casados hace cincuenta años y tienen cinco hijos y nueve nietos.
Volvió al Chaco recién recibida de pediatra, con su marido, sus hijas mayores, y una idea muy clara, no tan diferente de la que había aprendido de su abuelo Abel: “La medicina no es la atención de una patología, es la atención de todo lo que rodea a una persona. Es tan grave lo que pasa con el hambre, con la miseria, que la patología a veces es el último problema”. Así formaron la Red de Salud Popular Dr. Ramón Carrillo, la misma con la que años más tarde llevaron adelante las investigaciones por la contaminación de los fumigadores. “Nos agrupamos con esa visión de medicina social antes de los 80, en plena dictadura. Por entonces yo trabajaba en el Hospital de Pediatría, y empezamos a hacer consultorios en barrios humildes.” Bajo su dirección se crearon centros de salud comunitarios con una escuela deportiva “porque los chicos venían a jugar al fútbol pero también tenían las vacunas al día, estaban desparasitados, sin piojos; encontraban una contención, ¡son tantas las cosas que los afectan que no son la fiebre alta! Las mamás planteaban lo que necesitaban, armábamos talleres, campamentos, se hacían cumpleaños de quince y fiestas de egresados en los consultorios”.
Otaño fue delegada sanitaria federal y participó de las juntas médicas para ex detenidos de la dictadura y ex combatientes de Malvinas. “Conocí mucho esa guerra –dice sobre Malvinas–. Vi a esos muchachos destrozados, a sus familias. Todos con problemas psiquiátricos. Cuando les preguntabas por el problema ya sabías que se desencadenaba una crisis: era la impotencia de ver vidas destruidas”.
Nada –y sin embargo todo, desde la infancia en el monte chaqueño– la preparó para esa otra impotencia, la de ver morir chiquitos con cáncer o con malformaciones terribles. Pero entonces transformó la impotencia en lucha y aquello de “cambiar el mundo” cobró más sentido que nunca.
–¿Cuándo empezaste a ver los efectos de los agroquímicos en los chicos?
–En el 2000 ya empezaron los casos de cáncer, otro chiquito sin manitos, después sin pies, sin brazos, con hidrocefalia, muy malformados... Había un grupo de cirujanos de Buenos Aires que viajaba cada vez más seguido a hacer cirugías programadas por malformaciones. Y nosotros también fuimos abriendo los ojos. Los chicos eran de las mismas zonas del desmonte, de Las Palmas y La Leonesa, lo que había sido la primavera del Chaco. Ahí se fumigó con agrotóxicos tan tremendos que los mismos banderilleros venían con intoxicaciones agudas. Las embarazadas recibían esos químicos encima. Fuimos estudiando, fundamentando. Con Horacio Lucero, del Instituto de Medicina Biomolecular y Andrés Carrasco, de la Universidad del Nordeste: ellos llevaron adelante una investigación de décadas. Denunciábamos y nos tapaban, porque el poder económico es enorme.
A fines de 2008, un grupo de madres de Ituzaingó, en la periferia de Córdoba, denunció los efectos de la contaminación sojera. En 5000 habitantes, había 500 casos de leucemia linfática aguda. “Hicieron un estudio del dosaje de sangre y vieron que los niveles de glifosato eran altísimos. Se procesó al dueño del campo, al dueño del avión y al piloto. El día que leímos eso en el diario, para nosotros fue una alegría: enseguida formamos un grupo acá”, dice Otaño. Laura Mazzitelli, la mamá de un chiquito de dos años con leucemia a la que le confirmaron en el Garrahan que había sido por glifosato, “vio que había otro caso a media cuadra, y otro a media cuadra… adultos con enfermedades bronquiales, en la piel. Empezamos a reunirnos todos. Ya estábamos pidiendo autorización para investigar. No nos hacían caso, pero con eso nos tuvieron que escuchar. Le pedimos al gobernador que hiciera una comisión como la que había en Nación a raíz del caso de Córdoba. En el medio, vino la ministra de Salud y le contamos el caso a ella: en menos de una semana se creó la primera Comisión de Investigación”.
Se había fumigado sobre el pueblo, sobre las escuelas, en una secundaria agrícola donde vivían alumnos, sobre ríos y lagunas. “Recorrimos todo: todo estaba fuera de la ley. No había arboledas para detener el viento que llevaba los productos. Los aviones pasaban bajísimo. El agua estaba contaminada. Documentamos todo y todo salió a la luz. Y así y todo seguimos peleándola, porque así son las luchas”.
La comisión investigadora conformada en el Ministerio de Salud del Chaco que integró la Dra. Otaño determinó que entre 1991 y 2007 se duplicaron los casos de cáncer infantil, que treparon de ocho cada 100 mil a 15,7 cada cien mil. Esa cifra no incluye los casos que se atendieron en Buenos Aires y escaparon a la estadística provincial, el 25% del total. En La Leonesa, donde “no sólo se fumigaba, sino que se desagotaban desechos en la laguna de la que se toma el agua”, se triplicaba la media de casos de cáncer infantil. Las malformaciones congénitas pasaron de 19,1 por 10 mil en 1991, a 85 por 10 mil en 2008. En seis localidades del Chaco, el 85% de las muertes infantiles se relacionaban con malformaciones.
Hoy se respeta la ley y ya no se fumiga sobre La Leonesa ni sobre Las Palmas. Pero las malformaciones aún se repiten, y los estudios dicen que la contaminación del agua tardará años en revertirse. “Sin embargo, hay historias que a mí me emocionan –dice la doctora Otaño–. El nene de Laura terminó el secundario. Nos mandó el video de cuando se recibió. Dice cómo todos estamos presentes en su vida.”
Ana Lía está jubilada hace cinco años y tuvo dos operaciones de columna por las que tiene que usar un bastón canadiense que no le impide seguir su trabajo en la Red de Salud Popular Ramón Carrillo. Es la madrugada y seguimos hablando. Antes de cortar, me dice que hay una canción de Blas de Otero que para ella es casi un lema: “Si me muero, que sepan que he vivido/ luchando por la vida y por la paz.[...] Si me muero, será porque he nacido/ para pasar el tiempo a los de detrás.[...] Un niño, acaso un niño, está mirándome/ el pecho de cristal”.
1. ¿Cuál es tu motor interior? ¿Qué te inspira a hacer lo que hacés? ¿Qué cosas te sacan energía?
–Lo que me inspiró siempre fue la desigualdad, ver tanta desigualdad. No puedo ver chicos con hambre, criaturas descalzas. Mi lucha es por la igualdad de oportunidades: hay genios entre los chicos más humildes. Es muy frustrante la falta de respuestas, cuando uno cree que van a resolver algo y no lo resuelven, sentir el freno de la corrupción y los intereses económicos que hay detrás, cuando no interesa la salud, ni la vida. Pero a mí encontrarme con esa gente que está en lugares importantes y no da respuestas me da fuerzas para seguir luchando. Yo veo ejemplos de chicos de barrios muy humildes que han logrado mejorar su situación, cuando la señora de la familia más humilde se sienta en el consultorio al lado de la de la de la familia más rica, eso para mí es igualdad de derechos y oportunidades.
2. ¿Qué te hace feliz? ¿Podrías contarme cuál es el recuerdo más feliz que primero te viene a la memoria?
–Tantas cosas… Soy un poco egoísta con esto, pero pienso en el nacimiento de mis hijos. Y en las dos adopciones. La última fue un feriado largo: “Está esa beba, tengalá usted que es feriado largo, me dijo el juez” (Se le entrecorta la voz por única vez en toda la conversación). Entonces la trajimos a casa, y quedó el moisés al lado de mi cama. Y cuando pasó el fin de semana, todos mis hijos se me plantaron al lado del moisés pidiéndome que no la llevara. Yo fui al juzgado con un nudo en la garganta porque esas cosas son difíciles, hay mucha gente que espera chiquitos. Terminamos pudiendo adoptarla. Mis nenas le eligieron el nombre: María de los Milagros se llama. Es bailarina, ama la vida. Tuve muchos momentos felices en mi carrera también. Cuando los pacientes y las madres (son siempre las madres y las mujeres las que llevan el timón) me esperaron con un camión en la puerta del Centro Pediátrico que dirigía porque querían que me quedara… a veces pienso que me tendría que haber guardado los recortes, pero en mi mente están todos.
3. ¿Qué no te deja dormir? ¿Cuándo fue la última vez que no dormiste o te costó hacerlo? ¿Qué hacés cuando te pasa eso?
–Generalmente, apoyo la cabeza en la almohada y me duermo. Las épocas terribles fueron las de la dictadura. Nosotros estamos vivos de casualidad. Mi marido y yo nunca estuvimos en un grupo armado, peleábamos con los compañeros porque decíamos que nuestro pueblo no estaba preparado para eso, pero luchábamos por la igualdad. Fueron épocas de mucha angustia. Estaba en Rosario en la casa de una amiga y allanaron mi casa y dejé a mi nena de dos años y salí corriendo: estaban para llevarnos y desaparecernos. Tenía terror de que se llevaran a la chica que me ayudaba. Me avisaron justo, agarré a mi hija y a volar. En ese momento uno pensaba en ayudar a los otros, había mucha solidaridad en el terror. Pasamos momentos muy feos. Lo enfrentamos, sacamos fuerzas no sé de dónde, y no no nos quedó resentimiento. Ahora porque me haces acordar, pero cuánta lucha hay. Tengo la fuerza de mi bastón para decir Nunca más y para seguir luchando contra las injusticias y por los Derechos Humanos, que es lo que corresponde.
4. ¿Qué te gustaría cambiar del mundo? ¿Qué haría falta para que eso ocurriese? ¿A quién le pedirías ayuda?
–¡Que haya mayor igualdad social! Que no haya criaturas y ancianos pasándola mal. En la Cuba que yo viví, donde estuve en una casa de familia, todos tenían salud, educación, casa... El muchacho que nos llevó, me dice: “Yo no tengo documento, tengo libreta de trabajo, si no tengo voy preso, y no puedo viajar como ustedes”. Y yo le dije: “En mi país, algunos viajan y algunos comen. Acá todos comen y todos tienen salud y educación. No hay chicos pidiendo, solo una birome o un chicle”. Ojo, yo no quiero Cuba, no digas que yo quiero Cuba. Pero quiero salud e igualdad social. Eso me gustaría cambiar del mundo, me gustaría que se ampliara la clase media. Quiero que tomemos conciencia de eso cuando votamos para que nuestros representantes sean lo más sanos posibles, entonces le pediría ayuda a la sociedad. Podría decir a Dios. Pero el milagro lo hacemos nosotros. Les digo siempre eso a mis pacientes, que Dios los va ayudar si ellos hacen su parte. Tenemos que liberarnos nosotros. Y en equipo, en conjunto. Yo no hice nada sola. Lo hice con las enfermeras, con los compañeros. Eso es lo que da poder y fortaleza para concretar.
5. ¿Cuándo eras chica, qué querías ser de grande? ¿Quién te inspiraba? ¿Quién sentís que marcó tu carácter entonces?
–Me marcó mucho ver a otros nenitos como yo con hambre. Quería darles algo, no podía entender por qué no tenían lo mismo que yo. Me rebelaba eso. Después, la persona que inspiró fue mi abuelo: por lo que fue, lo que era humanamente, por su lucha. Desde su lugar como médico, como director del hospital, por cómo usaba su oficio y después su cargo de intendente para cambiar las cosas. Tuve ese ejemplo y desde chica quise eso: ser médica para cambiar las cosas. Mi abuelo me llevaba con él a todos lados y yo también hice lo mismo con mis hijos. Me decían: “Doctora, ¿no tiene miedo de ir a la villa de noche?” No, porque la gente es noble. Y mis hijos mamaron eso. Todos en su vida hacen algo relacionado con lo social.