Por los estragos de la COVID‑19, la profunda recesión económica y el aumento de las tensiones raciales, muchos observadores predijeron (esperanzados unos, resignados otros) que la elección de 2020 en Estados Unidos iba a producir un cambio importante en el contrato social del país. Y felizmente, parece que no se equivocaron. Se ha formado un consenso en torno de fortalecer el estado de bienestar y las redes de seguridad social, y no sólo en Estados Unidos.
En mayo de 2019 sostuve que Estados Unidos estaba listo para un estado de bienestar más sólido. Y mucho antes del inicio de la pandemia, las plataformas y promesas de muchos de los precandidatos presidenciales demócratas (incluidos Elizabeth Warren y Bernie Sanders en el ala izquierda del partido, centristas como Joe Biden y Andrew Yang, y Michael Bloomberg en la derecha) ya indicaban un marcado giro a la izquierda en muchos temas.
Los precandidatos propugnaron programas para la provisión universal de atención médica y servicios de cuidado infantil, gratuidad de la educación pública superior y aumento de las pensiones y de las prestaciones por desempleo. También se habló de fijar el salario mínimo en quince dólares por hora, un impuesto no inmobiliario a la riqueza, el ingreso básico universal y prestaciones familiares por hijo. Además, varios precandidatos prometieron combatir el extendido racismo presente en el mercado inmobiliario y en el sistema judicial, promover un Green New Deal e incluso garantizar a toda persona que lo requiera un puesto de trabajo dependiente del gobierno federal.
En general, los comentaristas dudaron de que estas propuestas llegaran a tener peso en la campaña por la elección presidencial (o una vez asumido un gobierno demócrata). Más allá del amplio interés en la idea de recrear un estado de bienestar estadounidense, casi nadie lo creía posible.
Pero la pandemia alentó un renacimiento del keynesianismo y del estado de bienestar en Europa occidental, Japón, Canadá y partes de América Latina, y modificó los términos del debate en Estados Unidos en formas que antes parecían casi impensables. Se calcula que los gobiernos gastaron 13,8 billones de dólares (el 13,5% del PIB mundial) para contrarrestar los efectos de la pandemia, incluido en esto las sumas enormes destinadas a medidas sanitarias, pago de salarios a trabajadores suspendidos y programas de apoyo a pequeñas empresas, mujeres y niños.
En un primer momento se pensó que la mayor parte de este gasto sería una necesidad temporal, hasta que hubiera vacunas contra la COVID‑19. Pero al prolongarse las crisis sanitaria y económica, quedó cada vez más de manifiesto que muchas de estas medidas provisorias se tornarían permanentes, o que en su defecto iniciarían un gran debate mundial sobre la necesidad de tener una nueva clase de estado de bienestar.
Hay tres ejemplos que muestran el cambio de discurso imperante. El primero es el Plan de Rescate de Estados Unidos del presidente Biden, con un presupuesto de 1,9 billones de dólares, que el Congreso aprobó en marzo. Como su nombre indica, no es un paquete estratégico a largo plazo para reconstruir Estados Unidos y revertir la situación de abandono y disfuncionalidad de su red de seguridad social, pero incluye algunos de sus posibles ingredientes.
Los más importantes son los cambios propuestos por Biden al crédito fiscal por hijo, que podría convertirse en el equivalente estadounidense de la allocation familiale en Francia o de las prestaciones por hijo en Canadá. Aunque el plan de Biden prevé financiación para un solo año de la nueva prestación, el presidente y los legisladores demócratas buscan que sea permanente.
A diferencia de los esquemas aplicados en Francia y Canadá, que son universales, en la propuesta de Biden el acceso al crédito fiscal por hijo estará limitado a familias que cumplan ciertos requisitos económicos. Pero aun así, el proyecto aumentará hasta un 80% la prestación máxima por hijo en la mayoría de los casos, y extenderá el alcance de la prestación a millones de familias que no ganan el ingreso mínimo requerido por la legislación actual, abarcando a más del 93% de los niños estadounidenses (69 millones). Según algunas proyecciones, la nueva prestación puede reducir la pobreza infantil en Estados Unidos un 45% en la población general y un 50% en la afroamericana. El plan de Biden también lleva a casi el doble (unos 100 000 millones de dólares por año) el presupuesto asignado al crédito fiscal por cuidado infantil.
Un segundo indicador elocuente es que el influyente semanario británico The Economist (tradicionalmente promercado) dedicó hace poco la tapa, un editorial y un largo informe al renacimiento del estado de bienestar. Pese a que la revista cuestionó las políticas de algunos países y sugirió diversas reformas a la implementación del estado de bienestar en Europa, es evidente que reconoció la necesidad de una remodelación general (o una reconstrucción) de las redes de seguridad social en la mayoría de los países ricos. Además, The Economist reconoció que con tipos de interés cercanos a cero y una recesión profunda en casi todo el mundo es razonable financiar gasto público con déficit, e incluso mencionó el creciente apoyo al ingreso básico universal.
El tercer ejemplo viene de América Latina, donde ya antes de la pandemia era cada vez más evidente que la inadecuación de las redes de seguridad social (restrictivas, destruidas, caras, debilitadas por grandes recortes presupuestarios) estaba alimentando la agitación y el descontento. Por ejemplo, las grandes protestas que hubo en Chile en octubre y noviembre de 2019 fueron un indicador del malestar de la población ante las deficiencias del sistema de salud, el bajo nivel de salarios y pensiones, y el costo exorbitante de la educación superior.
Asimismo, en 2018 los votantes mexicanos rechazaron por amplia mayoría a los dos partidos que habían gobernado al país desde el inicio de la democracia, y en su lugar eligieron a Andrés Manuel López Obrador. El nuevo presidente es un agitador populista de izquierda, que apela al comprensible resentimiento de la ciudadanía frente a la gran desigualdad, el estado deplorable de los servicios sociales, la mediocridad del sistema educativo y la enorme informalidad económica que deja a la mitad de la población sin acceso a la red de seguridad social.
En agosto del año pasado, la división para América Latina del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo comenzó a organizar una serie de reuniones virtuales sobre la (re)construcción del estado de bienestar en las Américas, el impacto de la pandemia sobre las redes de seguridad y las derivaciones fiscales de una redefinición de la protección social. A tal fin, el director regional del PNUD Luis Felipe López‑Calva, el exsenador chileno Carlos Ominami, el escritor mexicano Héctor Aguilar Camín, Gaspard Estrada (del Institut d'études politiques de Paris) y yo convocamos a un grupo de políticos e intelectuales de centroizquierda latinoamericanos y estadounidenses (incluidos funcionarios de gobierno y dirigentes opositores) para discutir estas cuestiones. El mero hecho de que este debate sobre la creación de un nuevo estado de bienestar tenga lugar es muy significativo y da prueba de la importancia regional de la cuestión.
El camino hacia un estado de bienestar más sólido será largo y complicado, sobre todo en Estados Unidos y América Latina. Pero lo que sucede en Estados Unidos suele trasladarse en poco tiempo al resto del mundo, para bien o para mal, y en tal sentido el reciente fortalecimiento de la red de seguridad social estadounidense es sin duda una buena noticia.
Jorge G. Castañeda, ex ministro de asuntos exteriores de México, es profesor en la Universidad de Nueva York.
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