“¡No sabés! Hoy corrí tan fuerte que se me aflojaron las piernas y me caí”. El padre de Alan no pudo devolverle a su hijo la sonrisa entusiasta con la que este le contó su novedad. Como médico, sabía que aquello no era un buen síntoma en un chico de 12 años.
Más de dos años y muchos estudios después, Alan Kalbermatter supo por qué cada vez tenía menos fuerza: le diagnosticaron atrofia muscular espinal (AME), una enfermedad incurable y poco frecuente (en el país se estiman 400 casos) que daña las neuronas motoras de la médula espinal e impide que los impulsos nerviosos se transmitan correctamente a los músculos, que se terminan atrofiando.
Alan lo explica así: “Es el Alzheimer de los músculos”.
“Pensé que a los 17 ya iba a estar con bastón”, recuerda Alan, ahora de 35, sentado en un sofá de la casa de Libertador San Martín, Entre Ríos, en la que vive con Natalia, su esposa, y sus hijos: Tom, Lara (mellizos, de 4 años) e Ivy (de año y medio).
En su caso, tiene AME tipo III: puede caminar con dificultad y despacio, y en ocasiones usa silla de ruedas. Solo puede pararse sin ayuda si su asiento es alto y levanta los brazos apenas por encima de la cabeza (sin sostener objetos).
“Es una enfermedad con una evolución impredecible. Hay chicos que mueren al mes, otros lo hacen de viejos. El médico que me diagnosticó no descartaba que no pudiera caminar al poco tiempo. Era ir viendo cómo seguía”.
¿Cómo siguió la vida de Alan?
Minutos después del diagnóstico, su padre le presentó sus dos opciones: negarse a vivir la vida o hacerlo un día a la vez, según las respuestas de su cuerpo y las oportunidades que Dios le diera. “Fue la charla TED más importante de mi vida”, dijo, precisamente, en una charla TED de 2019.
Alan optó por ir día a día. Así –mientras se mudaba entre Hohenau (Paraguay), Alem (Misiones) y Balcarce (Buenos Aires)–, terminó el secundario y se recibió de médico. Así insistió para que Natalia, su amiga de la infancia, fuera también su novia y, desde hace 10 años, su esposa.
Él continúa su relato: “Pensé que algún día no podría mover los dedos, así que descarté ser cirujano. Entre lo que podría hacer, me gusta escuchar y hablar, así que opté por la psiquiatría”.
“Cuando proyecto lo hago de la forma más realista posible, aunque sea duro”, agrega. Aunque no proyecta demasiado: “Miro lo que pude hacer antes, y eso me ayuda a poder vivir ese día. Pero, a su vez, sé que no poder hacer algo una vez no significa que no pueda hacerlo nunca”.
La carrera de Alan estuvo llena de obstáculos. Como esos pasillos de 100 metros en los hospitales donde hizo las prácticas, que le parecían cada vez más largos. “Me decían: ‘Alan, andá a buscar tal cosa’ y yo por dentro pensaba: ‘Por favor, no me lo pidas’. Pero luego me serenaba y pensaba: ‘OK, voy a ir, pero a mi ritmo’”.
Durante su crecimiento, Alan también aprendió que “lo más importante es que uno mismo se incluya. Hubo veces en las que me autoexcluí y eso es malísimo. Por ejemplo, en el viaje de egresados, en Mendoza, a veces mis amigos me llevaban cargado a las excursiones en la montaña. Pero un día me quedé en el colectivo. Después pensé: ‘¿Por qué no fui? Hay 30 compañeros que pueden cargarme’. Cuando me digo ‘no puedo’ lo siento más fuerte que cuando lo dicen desde afuera”.
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Las lecciones aprendidas, hoy Alan las vuelca como psiquiatra, principalmente en el Sanatorio Adventista del Plata (Libertador San Martín), y en menor medida en los hospitales San Blas (Nogoyá) y Santa Rosa (Lucas González), todos de Entre Ríos, y en la plataforma de psicoterapia online Psyson.
También es docente de Medicina en la Universidad Adventista del Plata. Fue allí donde convivió y superó los miedos de no poder completar sus estudios. Y es allí donde ahora ayuda a alumnos con problemas emocionales –como ansiedad o depresión– desde el Centro de Asesoramiento Estudiantil.
“En lo que elegí desempeñarme no hay nada más lindo que ver avanzar a la gente que está trabada de algún modo, tanto los chicos con su carrera o a un paciente con problemas personales o familiares”, cuenta.
En ocasiones, su experiencia le ayuda a empatizar. “Lo hago solo si sirve para construir o reforzar algo que quiero transmitir, o para hacerle saber a quien se siente incomprendido que no es la única persona que atraviesa sentimientos como el dolor”, aclara.
Por ejemplo, un paciente había perdido a su hijo. Entonces, Alan le contó de otro de sus momentos duros: que su hija mayor, Maia, falleció con 3 años.
—Con todo lo que superaste, ¿no te parecen minúsculos muchos problemas ajenos?
— No, porque el problema de cada uno es grande según cómo uno lo toma o cómo está preparado para enfrentarlo. A mí me cuesta caminar, a otros enfrentar otros problemas, y no es su culpa. No busco comparar sus problemas con el mío, sino darles herramientas para superarlos.
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Alan me atendió en un hueco de sus consultas virtuales. El COVID-19 también modificó sus hábitos: aunque en Libertador San Martín se permiten las reuniones de hasta 10 personas, su consultorio sigue siendo por videollamada.
“Desde mi experiencia puedo entender a quien se frustra por no poder hacer cosas. Pero también entiendo que, en lugar de quedarnos en la frustración, siempre podemos encontrar alternativas o ser pacientes hasta que la alternativa aparezca, porque a veces hay que aprender a esperar”, analiza.
Alan aplica esto a la pandemia: “Hay que aprovechar la situación en la que estoy parado, como quedarme en casa y mejorar los vínculos con mi familia. A nosotros nos permitió pasar más tiempo juntos y hacer cosas de la casa pendientes”. Y bromea: “Acá el ritmo es lento, así que los pendientes son pendientes de verdad”.
Alan vive en una casa de dos pisos. Curiosamente, instaló su consultorio virtual en la habitación superior. “Era un cuarto de visitas y no subía nunca. Ahora me obligo a subir dos veces por día la escalera, lo cual me sirve como medida de cómo estoy”, me cuenta.
En un día normal, el recorrido le lleva 5 minutos. Pero, si se siente “bien”, puede “bajarlo a 3 minutos o 2 y medio”.
Miro su casa y no veo un lugar adaptado para facilitarle la vida: ni apoyos especiales o distribuciones raras de los muebles. “La idea es vivir una vida lo más normal posible”, dice.
Sus hijos tienen naturalizada la condición de su papá. “Hay días en los que me cuesta incorporarme de la cama y pido ayuda a Natalia. Los chicos quieren ayudarme: me empujan desde la cabeza, se transforma en un juego para ellos”.
Eso sí, Alan y su familia tienen varios recaudos. “Esa alfombra es nueva, tengo que tener cuidado de no tropezarme”, me dice apuntando a la alfombra que apenas eleva la altura del piso. Sus hijos saben que cuando él camina no tienen que tocarlo porque pueden desestabilizarlo, y que no pueden dejar juguetes tirados, porque podría caerse. “Una vez que se me aflojan las rodillas me doy re fuerte contra el piso”, explica.
En algunas caídas, Natalia lo reta. “Cuando me olvido de que tengo una enfermedad me caigo. Siempre le digo que no ando pensando todo el día que tengo un problema”.
De todas formas, hace más de un año que no se cae: desde que comenzó un tratamiento de punciones cada 4 meses con nusinersen, una droga que cuesta 125 mil dólares por aplicación (en Argentina, por un acuerdo, el precio es menor). “Tuve que hacer un amparo a mi obra social para acceder a este tratamiento, que, más que mejorar, ayuda a frenar la enfermedad”.
Como Alan, muchas personas, con el apoyo y asesoramiento de la fundación Familias AME, luchan por este medicamento. De los 350 casos que tienen registrados, 114 están en tratamiento.
Cuando terminamos de hablar, Natalia ayuda a Alan a incorporarse. “Ella desarrolla la técnica para ayudarme según la altura de mi asiento”, me explica. Y me cuenta del acuerdo entre ambos: “Lo que puedo hacer solo, me deja hacerlo, pero está al pie del cañón para ayudarme si no puedo”.
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“Creo que las cosas malas tienen el objetivo de enseñarnos algo: hay muchas circunstancias que escapan a nuestro control. En ese momento entendemos que somos finitos y que nuestra vida depende de algo superior. Esto me lleva a lo espiritual y la esperanza de que va a venir algo mucho mejor”.
Alan es adventista del séptimo día y, entre otras cosas, tiene la esperanza de que el Jesús del que habla la Biblia va a volver para darnos una vida eterna y mejor. Una fe que para él es más que teoría: es su sostén y motor.
“Que no pueda cambiar algunas cosas del presente no significa que no pueda encararlo de la forma más positiva posible. Y lo hago entregándome en los brazos de Dios. Sé que en esta vida o en la venidera se va a acomodar todo. Eso me ayuda a avanzar”, dice.
Un método que, aclara, puede servirnos a todos: “Aliento a las personas a mirar más allá del momento duro que pasan. La esperanza de que las cosas tristes de este mundo son pasajeras ayuda a destrabar las situaciones complejas de la vida”. Un sentido parecido tiene este mensaje que grabó para los lectores de RED/ACCIÓN:
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