Voy a visitar la Scuola di Italiano en donde Bilal aprendió el idioma. Es la misma escuela gestionada por maestros voluntarios en cuyo sitio de Internet encontré, dos meses antes, el pequeño artículo en el que una maestra hablaba de un alumno mauritano que había conseguido trabajo como pastor en las afueras de Roma.
La misma a la que el 22 de diciembre llamé por teléfono para hablar con Bruna Fioramonti, esa maestra. Hoy es 7 de marzo y estoy aquí, en esta escuela, invitada por Bruna para conversar con sus alumnos.
Siento que entre diciembre y hoy han pasado siglos. No soy la misma de entonces. He escuchado cosas que jamás pensé escuchar. La clase es de nueve a doce y Bruna me ha dicho que a esa hora iremos a Mercato Centrale para que me presente a Bilal. Yo no se lo pedí. Ella lo decidió así.
Más que una escuela, son tres habitaciones en un edificio viejo y lleno de humedad. La primera habitación queda en la planta baja y tiene una puerta de vidrio que da directamente a la calle. Desde afuera, se ven las sillas, la pizarra, los alumnos sentados mirando hacia adelante. No hay una entrada propiamente dicha: abro la puerta y ya estoy en el aula. Una maestra de mediana edad me saluda con un gesto y continúa la lección frente a un grupo de adultos. Bruna me está esperando en otra de las aulas pero, antes de ir, decido sentarme aquí a escuchar la lección en la última fila. La maestra conjuga el verbo “ser” en la pizarra y, mientras escribe, va leyendo en voz alta.
Io sono
Tu sei
Lui è
Lei è
Noi siamo
Voi siete
Loro sono
Es una mujer de mediana edad, seguramente jubilada. Cuando termina de escribir gira hasta quedar mirando a la clase y dice: “Io sono italiana.” A continuación, pronuncia una oración simple con cada pronombre, señalando a distintos alumnos según el caso. "Tu sei del Bangladesh." "Lui è dell´Eritrea." Luego pide a los alumnos que construyan, ellos, una oración conjugando el verbo. Como ninguno levanta la mano, la maestra señala a una chica joven con aspecto hindú que con gran esfuerzo empieza a leer de la pizarra. "Io sono..." dice, pero no logra agregar nada más. La maestra la ayuda y luego le hace repetir la oración. El segundo es un hombre que debe rondar los cuarenta. "Tu sei italiana," dice, refiriéndose a la maestra. Ahora le toca el turno a una mujer negra de la primera fila. La maestra la señala, pero ella niega con la cabeza y se niega a intentar el ejercicio. Por la manera en que lo hace, adivino que es analfabeta, incluso en su lengua madre. Tal vez, como Bilal, esta sea la primera vez que va a la escuela.
Me gustaría hablar con cada uno de ellos. Me gustaría saber de dónde vienen y cómo llegaron aquí. Me gustaría saber qué sienten del invierno, preguntarles cómo era su vida antes de venir, si tuvieron miedo en el camino y si les gustaría volver a sus países. Me gustaría saber qué sueñan, qué anhelan. Si sienten que han encontrado lo que buscaban.
En un rincón del aula hay una escalera de metal en forma de caracol. Cuando subo, me encuentro en una habitación dividida en dos aulas mediante un tabique. En la primera hay un maestro y un grupo de alumnos. En la segunda, Bruna me recibe con alegría y me presenta a sus alumnos: una mujer de China, otra de Mali, un chico joven de Senegal, uno de Somalia, uno de Nigeria, uno de Camerún, dos peruanas, una ecuatoriana y una eslovena. Este grupo es el más avanzado de los tres y también Bilal estuvo sentado estas sillas plásticas alguna vez. Les cuento a los alumnos qué he venido a hacer y les pregunto si quieren contarme algo de sus vidas para que la gente de mi país los conozca.
La primera en hablarme es Lidia. Tiene sesenta años y nació en Ecuador. Llegó a Italia en 2001 con visa de turista, escapando de un marido golpeador. Es la décima hija de una familia muy pobre. “Mi mamá me regaló a otra familia cuando yo tenía ocho años,” dice, en un italiano con acento latinoamericano. A los dieciséis años, Lidia empezó a trabajar como empleada doméstica y su patrona le enseñó a leer y escribir. Se casó cuando tenía veinte y aguantó los maltratos del marido hasta que decidió venir a Italia. Poco tiempo después de llegar a Roma, conoció a un italiano que trabaja en el correo y está casada con él desde hace cinco años. Viene a la escuela porque es gratis y porque quiere aprender a hablar mejor el italiano.
Pamela tiene veinticinco años y es peruana. Es la segunda en hablarme. Ya van a ser casi las doce y algunos de los alumnos piden permiso para irse: almuerzan en Caritas, cerca de la escuela, y si se demoran en llegar quizás la cola sea ya demasiado larga y no alcance la comida antes de que les toque el turno. Pamela está en Italia desde hace menos de un año. También ella ingresó con visa de turista y ahora está aquí ilegalmente. En Perú dejó tres hijos pequeños a los que extraña mucho. Trabajaba como peluquera, pero el marido la dejó sola con los niños y a ella su sueldo no le alcanzaba para mantenerlos. Por eso decidió dejarlos con su madre y probar suerte en Italia. "Una señora que fue a la peluquería me convenció de que viniera. Los que viven acá parecen millonarios cuando van a Perú y te hacen creer que aquí todo es fácil." Pamela pidió plata prestada para comprar el pasaje y ahora está ahorrando para poder devolver ese dinero. Trabaja cuidando a una anciana desde las cuatro de la tarde hasta las nueve de la mañana. A esa hora, sale y viene a la escuela. A mediodía, almuerza en Caritas. Luego pasea por Roma hasta la hora de entrar de nuevo a trabajar.
Julia también es peruana, tiene cuarenta años y ha dejado allá a un hijo de de tres y a otro de seis. "Los extraño mucho," dice, y empieza a llorar. Hace apenas cuatro meses que está en Italia y, desde entonces, no ha encontrado trabajo. Antes de venir aquí vivió cinco años en Venezuela pero cuando la situación allá se tornó insostenible, ella y su marido decidieron volver a Perú. Al poco tiempo de regresar, una amiga la convenció de venir a Italia y le prestó plata para el pasaje. Julia solloza mientras cuenta su historia. No sabe qué hacer con su vida. No tiene dinero para comprar un pasaje de regreso a Lima y le angustia no poder devolver el monto que le prestaron. Querría, al menos, poder mandar plata para sus hijos. Se le mezclan las ideas. Está en un laberinto sin salida: quiere volver pero no tiene dinero para hacerlo y, al mismo tiempo, no quiere volver porque sentiría que ha fracasado. Vive con una señora mayor que le da una habitación a cambio de que ella limpie su casa. El sólo recuerdo de sus niños la sume de nuevo en llanto.
Favour tiene veinticuatro años y nació en Obegwu, una aldea en el estado Imo, en Nigeria. Tiene un rostro precioso, facciones armónicas y ojos enormes y vivaces. “Trabajaba vendiendo agua,” dice. Llegó a Italia en 2015. "Nunca fui feliz en Nigeria. Aquí, en cambio, todos me tratan bien." Cuando recién llegó, Favour vivió en una "casa famiglia", luego trabajó cuidando a una anciana, y ahora está sin trabajo. Le pregunto si pasó por Libia y me dice que estuvo allí seis meses. Me mira con intensidad, como si ella y yo supiéramos algo que los demás no saben. “Me han contado cosas espantosas de Libia,” digo. “Es un infierno,” dice ella, y mira a las demás mujeres de la clase. “Me tenían en un cuarto, encerrada con llave. Venían hombres todos los días. Sólo abrían la puerta para dejarlos entrar y salir. Un día, uno de ellos me ayudó a escapar, pero le dispararon y se murió ahí mismo. Yo seguí corriendo y me escondí en una casa abandonada.”
Favour vivió varios meses en esa casa. “Salía sólo de noche a buscar comida en la basura.” Pero un día la policía la encontró escarbando en la inmundicia. “Me llevaron a un lugar donde había miles de personas. Hombres, mujeres, niños. Unos sobre otros, amontonados. No nos daban comida. Nos pegaban. Nos…” Favour se detiene. No puede seguir hablando y yo no pregunto nada más.
A las doce, los alumnos se despiden y salen del aula.
Bruna me toma del brazo.
-¿Vamos a conocer a Bilal? –dice.
Agarro mi cartera y me la cuelgo del hombro de la misma manera en que lo hago siempre. Bajo las escaleras con la misma facilidad con que las subí hace un rato. Nada indica que este sea un día especial. Mientras cruzamos Via Giolitti, tomadas del brazo, voy en silencio. No le cuento a Bruna que ya he visto a Bilal de lejos. No le digo que cuando lo vi preferí no hablarle. Camino como si este fuera un día cualquiera, con los mismos pasos y los mismos movimientos de siempre. Tampoco le digo que hoy, 7 de marzo, es mi cumpleaños y que esta es mi manera de celebrarlo.