Cualquiera de los refugiados que entrevisté querría tener la suerte que ha tenido Mamadou. Es un joven de modales suaves que responde a mis preguntas con amabilidad. Habla italiano mucho mejor que los demás chicos a los que he entrevistado.
Nos conocimos hace unos días en el SaMiFo, el centro de asistencia médica para inmigrantes forzados donde atiende Emilio y en el que Mamadou trabaja como intérprete intercultural entre los médicos italianos y los pacientes que hablan wolof, uno de los idiomas que se hablan en Senegal, Gambia y Mauritania.
Fue Mamadou quien hizo de intérprete entre Bilal y Emilio en cada una de sus citas. Este chico sabe tanto de Bilal como el mismo Emilio y, muy probablemente, mucho más de lo que nunca sabré yo. El día que lo conocí, Mamadou me dijo que cuando Bilal venía a las primeras citas estaba como ido. “Llegaba una o dos horas antes y se quedaba sentado en la sala de espera, hablando solo.”
Hoy nos encontramos en un café desde el que se ve la Basilica di Santa Maria Maggiore y nos sentamos en una mesa en la vereda. Es el primer día que no llueve desde hace dos semanas. El cielo es de un celeste inmaculado y el sol refulge sobre la torre y la majestuosa fachada a dos alturas de la iglesia. Mamadou la mira y me cuenta que estuvo allí hace algunos años, en un paseo organizado por su escuela. Se enorgullece de haber entrado y me explica que muchos chicos musulmanes de su clase se negaron a hacerlo.
Mamadou es hijo de un imán. Ese fue su primer golpe de suerte. Nació con esa estrella. Me explica que en Gambia, su país, no es obligatorio ir a la escuela. Los niños van a estudiar a una dhara, un lugar "iluminado con fogatas" en el que viven desde los siete años hasta pasada su adolescencia. Ahí estudian el Corán bajo la tutela de un imán. Las madres no tienen derecho a visitar a sus hijos en la dhara. Los padres, en cambio, pueden verlos una vez al año. Algunas familias le pagan al imán por la educación de sus hijos, pero hay muchas que no pueden hacerlo y, en ese caso, después de las horas de clase, los niños deben trabajar o pedir limosna para pagar por su comida y su educación coránica.
-Mi padre es un hombre famoso: van a escucharlo desde otras ciudades- dice Mamadou. –La dhara quedaba al lado de mi casa. Tuve suerte: no tuve que separarme de mi mamá.
Mamadou fue muy estudioso desde pequeño: iba a la escuela inglesa, además de a la dhara.
-Nunca tuve tiempo para jugar –dice, pero en su voz no descubro ni un atisbo de lamento.
Cuando Mamadou cumplió dieciocho, su padre lo envió a estudiar a Banjul, la capital de Gambia y lo encomendó al cuidado de otro imán.
-Mi padre tenía miedo de que yo fumara, de que empezara a beber o saliera con chicas y de que siguiera mi vida sin religión. Pero gracias a Dios nunca he hecho esas cosas.
Corría el año 2010 y en Gambia gobernaba el dictador Yahya Jammeh, que había dado un golpe militar en 1994.
-La dictadura le hacía mal a las personas, -dice Mamadou, sin entrar en detalles. -Incluso si estudiabas, no podías hacer lo que querías.
Aunque él no tuvo grandes problemas, decidió ir a Nigeria porque pensó que allí podría "desarrollarse más". Estudió dos años de economía en Abuya, mientras trabajaba en una oficina “sacando cuentas” hasta que un día robaron todos los equipos de la compañía y él se quedó sin trabajo. Fue entonces cuando decidió venir a Europa sin decirle nada a su padre.
-Si le hubiera dicho, habría tenido que volver.
La astucia de Mamadou hizo que su paso por Libia fuera de apenas un mes y sin grandes infortunios.
-Tuve suerte porque fui durante Ramadán y en ese mes los libios no te hacen tanto daño.
Él lo llama “suerte” pero supongo que es la forma elegante y modesta que tiene de decirme que decidió viajar en esa época precisamente por eso. Tampoco me lo dice explícitamente, pero me doy cuenta de que averiguó muy bien los pormenores del viaje antes de partir.
-En el camino desde Nigeria hasta Saba, en Libia, y luego de Saba a Trípoli, a través del desierto, la policía te para a cada rato y, si tienes plata, te la sacan, -dice. -Yo tuve suerte porque nadie descubrió mi dinero. Había descosido la parte del jean en donde va el cinturón y lo tenía escondido allí. Muchos chicos tienen problemas porque si no tienen dinero para pagar el viaje, los libios los obligan a trabajar para bandas de criminales o llaman a sus familias para pedir rescate.
Cada vez que Mamadou necesitaba pagar por un tramo del viaje, descosía sin que nadie lo viera la pretina de su pantalón, sacaba dinero, y la volvía a coser. Así viajó desde Nigeria a Trípoli sin grandes inconvenientes.
-Lo primero que hice cuando llegué a Trípoli fue ir a rezar a una mezquita. Allí un imán me vio leyendo el Corán. Me preguntó si sabía árabe y le dije que podía recitarlo de memoria y que también sabía inglés.
El imán quedó tan impresionado con Mamadou, que enseguida lo ayudó a encontrar trabajo y le permitió dormir escondido por las noches en el baño de la mezquita.
-Tenía que esconderme porque en Libia no quieren a los negros. Por las mañanas, el imán me llevaba al trabajo en su auto para que yo no estuviera solo en la calle.
Al cabo de un mes, Mamadou había ganado suficiente dinero como para pagar por el viaje en la barca que lo llevaría desde Trípoli hasta la costa italiana. Se apresuró a partir antes de que terminara el Ramadán y la maldad de los libios volviera a desatarse en toda su magnitud.
Mamadou aprendió italiano con facilidad y, en vista de que en Gambia había una dictadura, Italia le concedió asilo humanitario. Actualmente, además de trabajar algunas horas por semana como intérprete en el SaMiFo, también trabaja todos los días en una pizzería de Via dei Serpenti. Ha viajado a Francia, Holanda y Finlandia y piensa cambiar pronto su status de refugiado por una visa de trabajo. Continua haciendo sus oraciones cinco veces al día y ayunando durante el Ramadán.
Le pregunto si ha hecho amigos italianos y me dice que no.
-Soy tímido y no voy a discotecas. Mi padre no me dejaba salir con chicas. Aquí la gente joven prefiere disfrutar, tener dinero, manejar un auto, pero a mí esas cosas no me interesan. Conozco muchos chicos africanos que desde que llegaron aquí han cambiado completamente: al principio los veía rezando, pero ahora ya no les importa.
Mamadou se queda callado después de que responde a cada una de mis preguntas. El silencio no parece incomodarle y aunque contesta con detalle, nunca habla nunca más de lo necesario.
Le pregunto qué es, para él, la felicidad.
-Yo soy feliz cuando cumplo mis metas -dice. –Cada año me propongo algo y, cuando lo cumplo, soy feliz. El primer año aquí aprendí italiano. El segundo, conseguí trabajo. Ahora me gustaría empezar a estudiar Derecho en la universidad pública. Creo que estamos en el mundo para alabar a Dios y para trabajar. No para transgredir.
Se acerca la hora en que él debe entrar a su trabajo y pido la cuenta. Quisiera preguntarle por Bilal, pero sé que no debo hacerlo. En cambio, le pregunto de qué manera le afecta ser testigo de los encuentros de Emilio con sus pacientes.
-He escuchado a gente que ha sufrido tanto que a veces me parece que eso me está pasando a mí -dice. –Aprendo algunas de esas historias de memoria. Hay chicos que ni siquiera quieren comer después de todo lo que les ha tocado vivir.
Estamos a punto de levantarnos de la mesa cuando, de pronto, Mamadou dice:
-Extraño mucho a mi mamá.
Es la primera vez en nuestra conversación en que ha tomado la iniciativa de hablar sobre algún tema.
-Quiero ir a visitarla a fin de este año –agrega. -Pero tengo miedo de ir.
-¿Qué es lo que te da miedo? -pregunto.
-Creo que me van a tender una trampa y que, en cuanto llegue, mi papá me va a decir que me tengo que casar. Quiero ver a mi mamá pero eso no me gusta tanto.
-¿No puedes hablar con tu padre y explicarle que no quieres casarte?
-Es muy difícil hablar con él. Esas personas están acostumbradas a mandar. Ellos mandan y tú no decides nada –dice Mamadou. –Si me pide que lo haga, no voy a tener alternativa. Para él este es el tiempo justo. Después de los veinte años, te tienes casar para no hacer las cosas fuera del matrimonio. Antes yo no podía decirle que no y ahora me va a pasar lo mismo.
Cuando nos levantamos de la mesa, al fondo suena una canción de Madonna.