El 20 de febrero es el Día Mundial de la Justicia Social. Fue propuesto por la Asamblea General de las Naciones Unidas a finales de 2007 aunque su observancia data de 2009. En cualquier caso coincide con la Gran Recesión iniciada en 2008, cuyos lesivos efectos económicos y laborales, sociales y políticos perduran. Este undécimo aniversario es una buena ocasión para volver a preguntarnos en qué puede consistir la justicia social. O más bien su reverso: la injusticia.
Quiero responder inicialmente a esta cuestión con los tres principios que, según el filósofo ilustrado Immanuel Kant, deben definirnos como ciudadanos, a saber: libertad, igualdad e independencia o autonomía. Estas tres condiciones no pueden verse disociadas porque se necesitan y complementan mutuamente. Estamos ante el anticipo del concepto de Egaliberté acuñado por Étienne Balibar.
La elusiva igualdad de oportunidades
Sin igualdad no puede haber libertad. Y esto exige a su vez ser autónomo en términos económicos. Porque nadie cuya subsistencia dependa de otro podrá ejercer su libertad y disfrutar de la igualdad. En términos kantianos, la justicia social consiste en que nuestra capacitación y nuestro esfuerzo, las aptitudes que perfilamos mediante nuestras actitudes, sólo precisen de la suerte para promocionarnos.
Es decir: si los talentos y el talante, conjugados únicamente con el azar de una u otra coyuntura, no sirven por sí solos para permitir ascender –o descender– en la escala social, no podrá decirse que exista una mínima justicia social. Esta no quiere decir que todos debamos tener exactamente lo mismo. Ni tampoco que debamos obtenerlo en función de nuestras necesidades o cosas parecidas. Determina que hemos de tener las mismas oportunidades, sin que nuestras metas queden condicionadas, para bien o para mal, por nuestros orígenes y nuestro punto de partida.
Moral del esfuerzo y del éxito
Cuando nuestra cuna, etnia, género, diversidad funcional o cualquier otra circunstancia de partida, totalmente ajena a nuestra voluntad, sella nuestro destino para bien o para mal, esto significa que la justicia social brilla por su ausencia. No deberíamos considerar la pobreza como un estigma, ni la riqueza como algo envidiable de suyo, porque a veces esto último dista mucho de ser algo merecido, al no haberse ganado a pulso. Menospreciamos la moral del esfuerzo y sobredimensionamos la del éxito. Menoscabamos lo que depende de nosotros, y de lo que por consiguiente somos responsables, en aras de aquello que nos viene dado sin más.
Todavía se aclaman los fundamentos del Estado de derecho, pero al mismo tiempo se desmantelan las bases del Estado de bienestar. Esto es un craso error. Porque se trata de las dos caras de una misma moneda, como la libertad y la igualdad. Al finiquitar el Estado de bienestar es más fácil que se conciten los populismos de ambos signos. También se abona el terreno para la demagogia y los caudillajes. Los años treinta del siglo XX nos recuerdan cómo suelen terminar ese tipo de procesos, bien analizados por Ernst Cassirer.
Mientras que la Gran Depresión de 1929 genera nuevos contratos sociales e intenta poner coto a la improductiva especulación financiera, mediante la regulación bursátil y un reparto proporcional en el pago de impuestos, la crisis de 2008 ha buscado soluciones completamente opuestas. Basta recordar las tablas impositivas que tuvieron los norteamericanos durante décadas tras el desastre de Wall Street en 1929. Y comparar ese dato con la tendencia actual de imposibilitar o procrastinar cualquier gravamen tributario a las grandes corporaciones, al tiempo que se devalúan las condiciones de los contratos laborales y se incrementa la precariedad laboral.
Buscar el beneficio propio, sin daños colaterales
A juicio de Kant, la caridad y la beneficencia no dejan de ser una impostura, porque no debería ser necesario ejercerlas. La necesidad de hacerlo proviene de alguna injusticia social cometida previamente, al acaparar los recursos disponibles en unas pocas manos y privar de los mismos a la inmensa mayoría.
Tal como plantea Rousseau, también para Kant la política y la ética deben coincidir en restringir el perjuicio que podamos causar a los demás. Las reglas de juego del ámbito político no deben pretender procurarnos la felicidad. Han de establecer las condiciones en que podamos buscarla causando el menor daño a los demás al perseguir nuestro provecho y beneficio.
El imperativo de la disidencia
Como advierte Javier Muguerza, siempre nos cabe decir que no, y negarnos a secundar las injusticias, aunque no podamos instaurar aquello que consideramos justo salvo dando ese rodeo. De ahí su célebre imperativo de la disidencia, con el que quiso actualizar la formulación kantiana de no instrumentalizar al ser humano en general.
Ante un conflicto entre nuestra propia conciencia moral y una presunta obediencia debida, siempre podemos atender a los dictados de nuestra conciencia. Lo haremos desde luego sin pretender imponer nuestro parecer por la fuerza, y apechando con las consecuencias que conlleve nuestra desobediencia, antes de acatar la obediencia debida. Esto último es lo que presume hacer Adolf Eichmann para escándalo de Hannah Arendt, quien ve aquí una banalización del mal.
“Mientras quede tanto por hacer con ideales como la paz, la justicia o la democracia –escribió el recientemente desaparecido Javier Muguerza-, no creo que nos hallemos en situación de jubilar al pensamiento utópico. Por lo que a mí concierne, declararía mi preferencia por la ‘vía negativa’ consistente en luchar por ideales como la paz, la justicia o la democracia ‘jugando a la contra’, es decir, oponiéndonos a las guerras, tratando de erradicar las injusticias y rebelándonos contra las tiranías”.
Javier Muguerza
Quizá el mejor modo de contribuir a instaurar y mantener la justicia social sea en efecto luchar contra las injusticias sociales desde todos los frentes y a cada paso que damos, como sugiere Muguerza. La ventaja adicional es que, aun cuando debiera tratarse de una tarea primordial para las instituciones políticas, siempre podemos intentar atenernos contra viento y marea a ese criterio en nuestras pautas procedimentales, a nuestra cuenta y riesgo, contracorriente. Al margen de lo que piensen o hagan los demás.
Pues siempre nos cabe disentir de lo que consideremos inicuo. Por muy hegemónica que sea la rapacidad propia del robotizado homo oeconomicus de corte ultra-neoliberal, cuya miopía cortoplacista le impide apreciar que a todos nos trae más cuenta evitar situaciones radicalmente injustas en el seno de cualquier sociedad. Parece obvio que nadie puede ganar a largo plazo con las reglas de juego del más exacerbado darwinismo social de sesgo economicista. Porque la baraja termina rompiéndose y los tahúres acaban tan mal como aquellos a quienes han timado.
Roberto R. Aramayo es profesor de Investigación IFS-CSIC. Historiador de las ideas morales y políticas, Instituto de Filosofía, España.
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