Me escribía todas las mañanas: me preguntaba cómo había dormido y me deseaba un buen día. Me escribía todas las noches: preguntaba cómo había estado mi día y me decía: “Ahora tienes que descansar”.
Él, que había atravesado el desierto, él, que había estado en Libia, él, que había pedido una reunión con el gobernador de Bamenda para reclamar porque en la universidad los obligaban a estudiar en francés aunque el inglés también fuera una lengua oficial en Camerún, él, que había perdido a sus padres porque la policía lo había ido a buscar y no lo había encontrado, él, que tenia veintitrés años, me decía: “Tienes que alimentarte bien”.
No sé cuánta responsabilidad tengo en lo que pasó después. Quizás hice las cosas mal. Quizás no debería haberle hablado de la manera en que lo hice. Quizás tendría que haberme limitado a hacer como con las demás personas que entrevisté: tendría que haberme bastado con hacer preguntas y escuchar, sin hablar de mí, sin mostrarme. Quizás el error estuvo en acercarme demasiado. Pero él me había hablado entregándome algo suyo, hondo y verdadero. A diferencia de los otros chicos y chicas que entrevisté, Bryan no sólo me había contado los hechos, sino que me había mostrado su dolor, sus miedos, su incertidumbre… y yo no supe mantener cerrada la frontera entre su sensibilidad y la mía. La noche en que lo conocí sentí que la mejor manera de responder a su confianza era confiando en él. Hablarle de mis propios miedos y de mi dolor me pareció un modo de devolverle algo de todo lo que él me estaba dando. El único modo de darle algo verdadero. Ocurrió naturalmente. Nos acercamos demasiado sin premeditarlo.
"Cuando hablo contigo me acuerdo de mi mamá," me dijo en un Whatsapp, algunos días después de que lo conocí. "Cuando me escribes siempre pienso en ella."
Yo no le escribía tanto. Por lo general le contestaba horas después de recibir sus mensajes porque durante esas semanas pasaba todo el día afuera, haciendo entrevistas. Sin embargo, cuando él me decía que no estaba bien, yo intentaba hacerlo sentir mejor de alguna manera. "Qué mundo extraño," le dije una vez. "Tú no querías dejar tu país ni a tu familia pero tuviste que irte. Mi hijo, en cambio, decidió dejar su país y vivir en el otro lado del mundo, lejos de todos lo que conoció. Pero la vida siempre sigue. Acuérdate de eso: la vida sigue." Cuando le decía cosas como esa, yo no buscaba comparar su dolor con el mío: apenas intentaba hacerlo sentir menos solo. Intentaba darle algo de mí. "Me gustaría conocer a tu hijo," dijo una vez.
Dos chicos de veintitrés años. Uno de Bamenda, viviendo en Roma. Uno de Buenos Aires, viviendo en Tokio. Sin darme cuenta, de a ratos, sentía que había empezado a tener dos hijos.
Faltaban pocos días para irme de Roma. De allí iría a Napoli, a Sicilia y a Lampedusa. Me quedaban varias entrevistas por hacer, gente a la que ver, lugares a donde ir. Vi a Bryan una vez más: almorzamos juntos el día de mi cumpleaños. Un joven negro y una mujer blanca comían en una pizzería romana en la que sólo había gente blanca. La moza, una chica rubia, nos miraba. Mejor dicho: me miraba y hacía todo lo posible por no mirarlo a él. Traté de hacerlo reír mientras comíamos. A la salida, nos hicimos selfies. Le quité su gorra roja y me la puse. "Eres muy graciosa," decía. Yo estaba contenta de que se riera. Vi en él al chico que había sido alguna vez. Al chico no contaminado por la política y las pérdidas que vinieron después. Vi al chico alegre que podría llegar a ser si algún día lograba superar todo lo que le había pasado.
"Por favor, ¿tienes que irte ahora? Me gustaría volver a verte." Eso me dijo en un Whatsapp cuando yo ya estaba en el tren que iba de Roma a Napoli. "Por favor, ¿puedo verte antes de que te vayas de Italia? Contigo siento como si tuviera una familia." Eso me escribió una mañana cuando yo estaba ya en Sicilia. Le expliqué que volvería a Roma sólo por unas horas antes de tomar el avión que me traería a Buenos Aires. Esa noche, cuando volví al hotel, encontré una llamada perdida suya pero era tarde y no se la devolví. Al día siguiente, llamó cuando yo estaba en camino al aeropuerto de Palermo para ir a Lampedusa. Yo estaba hablando con mi madre, que está en Argentina. Mi madre tiene 90 años y cada vez que viajo me voy con miedo. Pensaba llamar a Bryan en cuanto terminara de hablar con ella, pero Bryan seguía llamando una y otra vez. "¿Puedes atender el teléfono?" me escribió en un mensaje y, en seguida, volvió a llamar. "Tienes que atender mi llamada. Tengo algo importante que decirte." En total, llamó seis veces. Una después de la otra. Me despedí de mamá y atendí a Bryan. Me dijo que necesitaba verme otra vez. También dijo que se sentía muy mal. Yo le preguntaba qué le pasaba exactamente, pero él no me daba detalles. Sonaba desesperado. Intenté decirle que yo no podía hacer nada. Intenté hacerle entender que acababa de llegar al aeropuerto y que tenía que tomar un avión. No recuerdo con exactitud qué más me dijo. Sólo recuerdo la urgencia. Sólo recuerdo que me pedía algo que yo no podía darle y que yo no sabía cómo responder. Estaba frente al mostrador de la línea aérea en el aeropuerto y Bryan no quería despedirse. No me dejaba terminar la llamada. Probablemente me decía que no tenía razón para vivir. Probablemente me decía que en mí había encontrado una razón pero que ahora yo me había ido. No sé. He olvidado por completo el contenido de esa conversación. Sólo recuerdo que mis opciones eran perder el avión o seguir hablando con Bryan. Sólo recuerdo que le dije que tenía que colgar y que, cuando al fin colgué, llamé a Emilio inmediatamente.
-Bryan está amenazando con suicidarse, Emilio. ¿Qué hago?
La calma de Emilio me dejó helada.
-Ese no es tu problema, Mori. Si Bryan se mata, no hay nada que hacer. Si lo intenta y no lo logra, ya me ocuparé yo. Te has involucrado demasiado.
Cuando terminé de hablar con Emilio recibí un Whatsapp.
"Olvídate de que conoces a alguien que se llama Bryan."
Eso decía.