La noche en que Emilio y yo nos conocimos, en diciembre, estuvimos a punto de besarnos. La segunda vez que nos vimos, me agarró la mano cuando terminamos de cenar.
-¿Puedo? -dijo.
Respondí que sí, pero me sentí incómoda. Mi cuerpo no estaba ahí. Estaba mi corazón -mi corazón prendido de la historia de Bilal- pero también estaban mis dudas. Yo estaba en Roma sólo por unos días y había conocido a este hombre cuyo trabajo con refugiados me conmocionaba pero no estaba lista para dar un paso más. Emilio me agarró la mano y yo la dejé porque habíamos hablado mucho y me había emocionado tanto que sacar la mano hubiera sido como negar todo lo que nos acercaba. Sin embargo, mi cuerpo no estaba en la mano.
Es una lástima, pero no estaba.
Cuando salimos del restaurante, Emilio me preguntó algo y yo, para no herirlo, sin pensarlo, sin darme cuenta de lo que decía, sin saber qué estaba haciendo, inventé una historia. La inventé, es cierto, pero mientras la inventaba creía realmente en mis palabras. Es decir: aunque lo que estaba diciendo no fuera cierto, yo no estaba mintiendo. Al menos, no a propósito.
-Tengo miedo del contacto físico -dije. -Mi cuerpo tiene miedo.
Esa fue la historia que me escuché inventando para Emilio y que, a fin de cuentas, tenía algo de verdad porque era cierto que me había dado un poco de miedo que él me acariciara la mano pero, al mismo tiempo, no era verdad porque no siempre me pasa algo similar.
Espero que se entienda lo que trato de decir.
Hoy no alcanzo a comprender por qué todo sucedió de esa manera pero, así fue, y ya es tarde para enmendarlo.
Así que Emilio me soltó la mano y, cuando llegamos a donde me hospedaba, se despidió sin siquiera besarme en la mejilla.
-Para que no te asustes -dijo, e hizo un gesto de saludo con la mano.
Su voz sonaba triste.
Entré a casa –triste yo también- convencida de que tenía un problema muy serio. Sólo después de algunas horas me di cuenta de que en realidad no tenía un problema porque lo que le había dicho a Emilio no era verdad. O, quizás, sí tenía un problema pero el problema no estaba relacionado con lo que había contado sino, más bien, con por qué había contado algo que no era cierto.
A partir de entonces, Emilio y yo fuimos solamente amigos. Mejor dicho: él creyó que éramos solamente amigos porque estaba convencido de que mi mano tenía esa dificultad y yo acepté el derrotero que sin querer había trazado para nuestra relación. De todas maneras, en diciembre nada de esto me preocupó demasiado.
En febrero, cuando volví a Roma, Emilio y yo nos vimos casi a diario. En el tiempo libre entre una entrevista y otra nos encontrábamos en su consultorio, o íbamos a almorzar, a cenar o a tomar vino. A él le gustaba que yo le contara mis encuentros con refugiados que él no conocía y a mí me gustaba escuchar su opinión sobre las personas que yo había visto. A veces, me decía: “Eso que te dijeron no es verdad.” O decía: “Ese no te cayó bien, ¿verdad?” Algunas de las historias que le conté que me habían contado lo hacían enojar: “¡Eso no es así! ¡Eso no es así!” decía, y trataba de reconstruir la vida de mis entrevistados a su manera. Por lo demás, le gustaba hablarme sobre historia romana antigua, sobre sus teorías casi siempre pesimistas acerca del ser humano y sobre nuestro futuro aquí en la Tierra. Yo me sentía a gusto con Emilio. Si tenía ganas de hablar le hablaba y, si no, me limitaba a escuchar. No tenía que impresionarlo. Al fin y al cabo, éramos sólo amigos. Creo que él también se sentía cómodo. Quizás fuera esa comodidad, esa soltura mutua, lo que hizo que con el correr de los días yo empezara a sentir algo distinto. Digámoslo así: mi mano dejó de tener miedo.
De todas las veces que nos vimos hay dos que recuerdo especialmente. La primera es un paseo de noche por las calles de Roma. La segunda fue una tarde de lluvia en su casa. Quisiera que esto que voy a escribir sirva también como una especie de confesión porque Emilio es el primer lector de cada uno de estos textos.
Hoy no voy a dejar que mi mano mienta, Emilio. Hoy diré la verdad.
La primera verdad es así: casi siempre, cuando estoy con Emilio, estoy al borde del llanto. No es tristeza. Es que por alguna razón que no acierto a descubrir, hablar con él me pone en contacto con un lugar inmensamente vulnerable en mí. Vulnerable y fuerte al mismo tiempo. Es un lugar verdadero que mira el mundo con todos los sentidos abiertos y que tiembla y se conmueve y ríe y llora, todo en simultáneo. Si hay un alma, ese lugar tiene que ver con el alma. Sería imposible vivir permanentemente en ese lugar porque después de un rato uno está agotado de tanto sentir y de no encontrar palabras para expresarlo. Creo que ese lugar puede llamarse amor. Pero no creo que sea amor por una persona. Es otra cosa. Es algo así como estar desnudo en la noche bajo una llovizna suave. Desnudo, solo, y en silencio bajo la luna.
La segunda verdad es que hubo una noche, en Roma, en que Emilio y yo caminamos tomados del brazo hasta la madrugada y que, durante toda esa noche, fui muy feliz.
Ocurrió más o menos así.
Hacía mucho frío. Dos días antes había nevado y todavía quedaba nieve en los tejados y en algunas esquinas. Hacía tanto frío que Emilio me fue a buscar a Monti y nos metimos en el primer bar que vimos en Via Urbana. La comida no nos importaba tanto. Lo que nos importaba era el vino. Y a mí lo que me importaba era verlo, claro. Pero a él quizás le importaban otras cosas: no lo sé. Cenamos y bebimos y hablamos y reímos y al fin tuvimos que salir de ahí porque éramos ya los únicos y todas las sillas del bar estaban sobre las mesas, salvo las nuestras.
-¿Caminamos? -dijo Emilio.
-Claro -dije.
La noche era límpida y traslúcida como son límpidas y traslúcidas las noches heladas después de la nieve.
-¿Puedo agarrarte del brazo? -dije.
-Claro -dijo él.
“Claro”, nada más. Si a su brazo le dio miedo como dos meses antes le había dado miedo a mi mano es algo que no tengo manera de saber.
Lo agarré del brazo, pero él no me agarró a mí. Cosa por demás comprensible porque recordemos que yo había dicho que padecía un problema con la cercanía física.
Felicitaciones, Mori.
La noche era tan fría y había tanto silencio y tenía a Emilio tan cerca que un par de cuadras después me colgué con los dos brazos de un brazo suyo. Me sentía profundamente feliz.
Quizás el vino tuviera algo que ver con esa felicidad. Y quizás también Roma tuviera algo que ver. No soy tonta: no puedo decir que haya sido feliz esa noche sólo porque estaba con él.
Es cierto que cuando estoy con Emilio me dan ganas de llorar de alegría y de tristeza y de pura emoción, pero también es cierto que estar en Roma, aunque esté sola, me hace llorar a cada rato de alegría y de tristeza y de emoción.
Roma, esa ciudad de tres mil años. Roma, caput mundi: “capital del mundo”. Roma y sus plazas medievales, y sus iglesias renacentistas, y sus ruinas imperiales. Roma construida una y otra vez sobre sí misma, en niveles, en pisos, sobre escombros. Hay una Roma sobre otra y luego otra más y uno camina y a veces está caminando en el medioevo y de pronto da vuelta en una esquina y está caminando en el Imperio y una cuadra después estás caminando por los mismos adoquines por los que anduvieron Vivaldi y Leonardo o de pronto estás frente a una fuente de Bernini o a orillas del mismo río Tevere en el que setecientos años antes de Cristo una loba amamantó a Rómulo y Remo.
El camino que seguimos aquella noche debe haber sido más o menos así:
Via Urbana. Via degli Zingari y su pequeña plaza con una fuente. Via dell'Angeletto. Via Leonina. Via dei Serpenti.
Caminar por Roma es escuchar a los muertos. Caminar por Roma es andar por los mismos caminos por los que anduvieron Augusto, Marco Aurelio, Claudio, Adriano. Caminar por Roma es escuchar los versos de Dante, de Bocaccio y de Petrarca como si estuvieran vivos y recitándotelos al oído. Caminar por Roma es caminar por las mismas piedras que pisaron miles y miles de esclavos, miles de hombres y mujeres que se enamoraron y mintieron y fueron felices algunos días y tristes otros días y que después, siempre, siempre, siempre, murieron. Eso es Roma. Roma es la inmensidad del Tiempo. Roma es el descomunal Mausoleo a Adriano y es el Coliseo y es los Fori Imperiali enseñándote, sin necesidad de palabras, que esta lucha nuestra contra la mortalidad es una guerra perdida desde el inicio y, sin embargo, también es una guerra ganada porque ninguna otra especie deja monumentos y sinfonías y sonetos y murales y comedias y lágrimas y templos.
De a ratos, Emilio hablaba. De a ratos, íbamos en silencio.
¿Cómo no llorar en Roma si al final de una calle angosta, que parece que no va a desembocar en ninguna parte, doblas y de pronto ves, allá, al fondo de Via degli Annibaldi, la belleza inmensa del Coliseo iluminado bajo el cielo estrellado? El mismo Coliseo construido por 100.000 prisioneros de guerra traídos desde Jerusalem que se inauguró hace dos mil años con una matanza de nueve mil animales salvajes ante una multitud de ochenta mil personas. El mismo Coliseo que se llenaba de agua para simular batallas navales. El mismo Coliseo en el que se representaban tragedias griegas, pero también el mismo en el que se dio muerte a los primeros cristianos y a miles y miles de esclavos que intentaron escapar de la misma manera en que Bilal intentó escapar. A Bilal en el siglo XXI lo atraparon y amarraron en un hueco en la tierra para castrarlo al día siguiente. A los esclavos romanos los arrojaban a la arena del Coliseo antes de abrir la puerta a tigres, osos y toros enloquecidos. A veces se los ataba a la cola de un caballo que los arrastraba mientras las fieras los devoraban. "Damnatio ad bestia" se llamaba a esta forma de ejecutar la pena de muerte.
Cuando llegamos al Coliseo, Emilio tenía las manos en los bolsillos. Las mantuvo allí toda la noche. Yo, en cambio, estaba pegada a su cuerpo, agarrada de un brazo suyo con los dos brazos míos. Por el frío, claro. No me pegaba a él por ningún otro motivo que no fuera el frío. “El ser humano es igual en todos los siglos y en todas las regiones,” decía Emilio. “Pertenecemos a la misma especie a pesar de todas las diferencias en el color de piel, en la altura, en el idioma o la cultura. La historia humana es una historia hecha de horrores. Y cuando digo “horrores” no me refiero sólo a las guerras, a los lugares donde se ha combatido, ni a la sangre de los muertos. Me refiero a todos los horrores. Horrores de traiciones. Gente que cambia de bando y mata al hermano. Padres que no reconocen a los hijos. Hijos que matan a los padres. Nos pavoneamos de nuestra cultura, pero la cultura no es más que una especie de guinda sobre el pastel. No dominamos nada y, a pesar de eso, este ser que somos ha podido sobrevivir con una crueldad que no tiene ningún otro animal. ¿Y sabes por qué hemos sobrevivido? Porque al mismo tiempo que tenemos ese punto feroz, tenemos una increíble capacidad de aguantar y de olvidar todo y de seguir adelante.”
Yo escuchaba en silencio y me dolía escucharlo. Me preguntaba cómo hacía Emilio para vivir en paz pensando de esa manera. Hubiera querido abrazarlo aún más y decirle: “Emilio no sólo estamos hechos de crueldad.” Pero no dije nada porque el silencio, a veces, me gusta tanto que prefiero callar para escuchar el silencio mismo. Sólo ahora que escribo me doy cuenta de que el Coliseo no fue sólo un escenario de horrores. Caído el Imperio, albergó talleres de zapateros y carpinteros, albergó viviendas, pequeños negocios y capillas. Más adelante, la misma arena que antes surcaban las fieras, se convirtió en el cementerio de la ciudad. Siglos después fue el castillo de la familia Frangipani y, luego, por orden de un Papa cuyo nombre ahora no recuerdo, estuvo a punto de convertirse en una inmensa fábrica de lana donde trabajarían las prostitutas de Roma hilando en telares en vez de vendiendo sus cuerpos. Estamos hechos de crueldad, sí. Pero también estamos hechos de luz.
Quamdiu stat Colisæus, stat et Roma; quando cadet colisæus, cadet et Roma; quando cadet Roma, cadet et mundos.
Eso escribió el Venerable Bede en el siglo VIII.
"Mientras el Coliseo esté en pie, también Roma estará en pie: cuando el Coliseo caiga, Roma también lo hará; cuando Roma caiga, el mundo caerá".
Dos mil años después de construido, el Coliseo sigue en pie.
En Via Sacra, nos detuvimos frente al Arco de Tito iluminado. Avanzamos por una calle lateral a los Fori Imperiali y subimos por la colina Palatina hasta el Convento di San Bonaventura hasta llegar a un de jardín secreto flanqueado por muros antiguos y pinos piñoneros que impedían el paso de la luz de la luna. Era un lugar fuera del tiempo. Lo único que se escuchaba eran nuestros pasos, suaves, sobre la tierra húmeda y helada. Cuando bajamos vimos el Arco de Constantino y, del otro lado del Foro, dos iglesias construidas sobre ruinas romanas: la Basilica di Santi Cosma e Damiano, que antes de ser iglesia fue un templo pagano, y la Chiesa Santa Francesca Romana que se levanta en el mismo lugar en el que murió Simon Magus, ese amigo de los apóstoles que decía que sus poderes eran más grandes que los de ellos. Para probarlo, empezó a levitar delante de Pedro y Pablo, con tan mala suerte que murió en el preciso momento en que Pablo y Pedro caían de rodillas al ver que empezaba a volar. No miento. Esto es verdad y no algo como lo que inventé acerca de mi mano. Ocurrió en el siglo I después de Cristo y está contado en parte en los Hechos de los Apóstoles y en parte en los textos de Justiniano Mártir.
Si yo hubiera vivido en el siglo I, en vez de escribir la historia de Bilal, quizás me habría gustado escribir la de un mago. Pero si yo hubiera vivido en el siglo I seguramente no habría podido ser escritora, ni ir por la calle colgada del brazo de un hombre a quien probablemente no volvería a ver nunca más después de este viaje. Además, muy probablemente, en el siglo I yo habría muerto de una infección cualquiera, o de malaria, viruela, sarampión o apendicitis, aun antes de llegar a la adultez. Y si no hubiera muerto, y si no hubiera nacido mujer, lo más probable es que fuera analfabeta así que escribir cualquier historia estaría fuera de mis posibilidades. Quiero decir: no todo es horror en la historia. También hay lugar para la esperanza.
Caminamos y caminamos y caminamos y finalmente volvimos a casa a las tres o cuatro de la madrugada. Al día siguiente yo tenía una entrevista muy temprano. Para despedirme, le di a Emilio un abrazo fuerte y un beso sonoro en cada mejilla. Él se quedó quieto como supongo se habrán quedado quietos Pedro y Pablo al ver que Simón el Mago podía volar.
Subí al departamento infinitamente feliz y me quedé dormida sin desvestirme, llorando, como tantas otras noches de este viaje inolvidable.