El tiempo regalado, comentado por Mauro Libertella- RED/ACCIÓN

El tiempo regalado, comentado por Mauro Libertella

 Una iniciativa de Dircoms + INFOMEDIA

Un especialista invitado comenta un libro de no ficción y elige los seis párrafos de ese libro que más le hayan llamado la atención.

El tiempo regalado, comentado por Mauro Libertella

El tiempo regalado
Andre Köhler
Libros del Asteroide

Uno (mi párrafo)

A nadie le gusta esperar. Esa es una de las pocas certezas incontrastables que hay en este mundo: todos odian esperar. Hay gente más paciente, es cierto; hay quienes, incluso, que se han entrenado en la escuela de las esperas (el yoga o los votos de silencio son técnicas para apaciguar la ansiedad). Y sin embargo, la espera es un componente cotidiando de nuestras rutinas; bien pensada, la vida es mitad acción, mitad espera. Eso afirma El tiempo regalado. Un ensayo sobre la espera, escrito por la alemana Andrea Köhler, en el que ataca muchas de las varientes posibles que tiene el tema. La espera como aburrimiento, como expectativa, como inminencia, como deseo.

La espera está en todos lados: en los textos de Kafka y en un colectivo que no llega; en los nueve meses del embarazo y en un teléfono que no suena. La tecnología, por supuesto, modificó muchas de estas instancias, pero creó otras. Ya no esperamos que llegue una carta desde el otro lado del continente, en trabajosos viajes en barco que a veces demoraban tres meses el arribo de alguna noticia importante. Ahora todo es más inmediato (“no se lo que quiero pero lo quiero ya”, cantaba Luca Prodan) y en este nuevo contexto las esperas son aún más insoportables: nos hemos ido desacostrumbrando a la lentitud. Hay algo paradojal ahí: la tecnología vino a resolver muchos de los traumas de la espera, pero finalmente terminó recrudeciéndolos. “Al sincronizarse la expectativa y la velocidad de su cumplimiento –escribe Köhler– la impaciencia parece haber aumentado. Esto vale sobre todo para las misivas románticas. No solo esperamos una respuesta inmediata, sino que maldecimos lo mucho que se tarda en redactar un correo electrónico”. El problema de la espera es un problema incurable, y ahí hay una enseñanza mayor, algo casi atávico que nos dice que el tiempo, finalmente, es una de las pocas cosas que no podemos manipular. 

Dos

¿Por qué es la primera frase de En busca del tiempo perdido de Proust una de las frases más prometedoras de la literatura? Qué bien suena en nuestros oídos, incluso en español: “Durante mucho tiempo me acosté temprano”. Unas palabras sencillas que olcutan un incomparable panorama imaginario. El actio voluntario que dirige el irse pronto a la cama hacia otr destino, más alto, se asemeja a un rito sacrificial. Desde su primera fase, la odisea proustiana por el tiempo erige al narrador en piloto en las lagunas del sueño; la cama es su nave, el sueño, su mar, y la espera, su vela. 

Tres

Esperar es una lata. Y, sin embargo, es lo único que nos hace experimentar el roer del tiempo y sus promesas. Hay infinitas formas de demora: la que llega con el amor, la visita al médico, la espera en el andén o en el atasco. Esperamos: al otro, la primavera, los resultados de la lotería, una oferta, la comida, al adecuado, y a Godot. Esperamos la llegada del cumpleaños, del día festivo, de la suerte, del resultado del partido y del diagnóstico. Una llamada, la llave en la cerradura, el próximo acto o la risa tras el chiste. Esperamos a que cese el dolor, a que nos encuentre el sueño o se aplaque el viento. Holganza, desvarío o aburrimiento: en el apretado calendario de las horas regladas, la espera es el folio en blanco que hay que llenar. Y que, en el mejor de los casos, nos premia con la libertad. 

Cuatro

“En mi opinión, los niños son los que mejor esperan porque aín no recelan (de la espera), porque todavía no la ven como algo culturalmente falto de valor”, dice Wilhelm Genazino en sui ensayo Der gadehnte Blick. Pero aunque los niños aún no la experimenten como tiempo dilapidado, en la niñez se suele percibir la espera como impotencia. A fin de cuentas, la existencia nos confronta en primer lugar con el aprendizaje de la postergación: es asumir un plan de estudios ajeno, adiestrar los esfínteres, introducirse en el ritmo del día y la noche. La primera lucha por el poder de la vida del ser humano se libra en el terreno de la espera, codificando el cuerpo. El cuerpo se convierte ya en las primerísimas horas de vida en un instrumento que se repolariza para obedecer al reloj. Lo primero que entrenamos en esta existencia terrenal es la paciencia. 

Cinco

Hacer esperar es privilegio de los poderosos. Entre lo más granado de los que nos hacen esperar están los que custodian nuestro tiempo y lo consumen, voraces y displicentes. El que nos hace esperar celebra su poder sobre nuestro tiempo de vida, y el hecho de que jamás lleguemos a saber si nos están haciendo esperar a propósito es lo que le confiere a este poder un carácter ominoso. La prohibición de moverse ha sido siempre prerrogativa del poder patriarcal. El que nos hace esperar nos ata a un lugar. Esto ya era así en el paraíso, violar este mandamiento nos acarreó la expulsión. Cuando esperamos a alguien, experimentamos siempre, como si fuera la primera vez, que uno no se puede marchar sin ser castigado; y si a pesar de todo lo hacemos, se nos impedirá el regreso. Todo confinamiento se caracteriza por la retirada de esa disposición que uno tiene sobre los propios ritmos y espacios. La cárcel es el lugar en el que hasta el interruptor de la luz obedece a otro dedo. El carácter totalitario de las medidas disciplinarias que enajenan al preso de cualquier segundo y de todo movimiento lo analizó en detalle Michel Foucault en Vigilar y castigar. En el contexto militar, donde a menudo la espera entraña un alto valor estratégico, el frente de batalla consiste a menudo en una exasperante inactividad. Quizá por eso se castiga con la pena de muerte la deserción en tiempos de guerra. 

Seis

¿Esperar sería seguir dándole vueltas a la escena original del abandono, una interminable dilación de la separación que siempre fue? Yo aquí, tú ahí. Atado al potro de la incertidumbre, el que espera experimenta a cada segundo que está en manos del tiempo. Merma instante a instante. Va encogiéndose a medida que espera hasta formar un único punto candente: ¡nunca más! 

Siete

Warten, «esperar» en alemán, es, según la definición del Diccionario Grimm, un verbo que significaba «mirar a algún lugar, dirigir la atención hacia algo, atender, cuidar, servir a alguien, guardar, perseverar, etc.». También se afirma allí que la expresión esperar a alguien no se desarrolla hasta el siglo xvi. Este vistazo al diccionario nos muestra además que las transformaciones de la palabra trazan por sí mismas una historia de la espera. Este «guardar» en el sentido de «servir», va declinando junto con los grandes poderes, y su forma más civilizada se conserva hoy en el bello y anticuado verbo «guarecer». En la acepción vinculada al servicio se ha retirado enteramente al mundo del catering. Y, sin embargo, la vigilancia y la custodia permanecen en el «guardés», aunque su oficio represente lo contrario de la espera, puesto que promete presencia.


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