De un lado del cuadrilátero, La Flor. De un lado del cuadrilátero, la película argentina más larga de la historia. De un lado del cuadrilátero, infinita como Siberia, gigante como un monstruoso molino de piedra y madera, La Flor. Del otro lado, yo. Del otro, mi humanidad expectante, un ser con pocas ideas que llega al BAFICI solo para pertenecer, un ser más bien adormecido por la similitud de todo lo que no es arte, enfrentándose a una maquinaria desconocida y misteriosa.
Desde la llegada de Netflix, nada más peligroso que un artefacto que no promete eficacia. Nada me asusta más que adentrarme en una historia que no me atrape. Ya no le pido nada a la cosas, salvo adicción. Busco un suceder simpático en todo, edulcorado por la diplomacia de lo intrascendente. Ya no quiero, desde Netflix, probar suerte. Ya no quiero algo cuyo destino penda de mi sensibilidad ¿No les pasa, congéneres? ¿No tienen miedo a que todo los aburra? ¿No han dejado de creer en el arte como la fuente de las revelaciones más hermosas que nos reserva la vida? Desde Netflix, lo igual. Desde Netflix, lo probado. Desde Netflix, lo “fenomenal” y lo exitoso. Y de pronto, La Flor.
De pronto, una película de 14 horas con escenas de belleza infinita. Una película rodada a lo largo de casi 10 años en Rusia, en Londres, en la Provincia de Buenos Aires, en Bruselas. Una película dividida en tres partes y seis episodios que fue elegida ganadora de la competencia internacional del BAFICI que acaba de terminar. Una película dirigida por Mariano Llinás, producida por El Pampero y protagonizada por las actrices del grupo Piel de Lava: Laura Paredes, Pilar Gamboa, Valeria Correa y Elisa Carricajo. De pronto, la primera obra maestra argentina del siglo XXI.
Pero detengámonos un momento.
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“¡Modernidad, modernidad!”, grita Mariano Llinás en el inicio del episodio IV. Van cerca de 10 horas de película y faltan poco más de 4. Tengo los ojos abiertos como tachos. Ya vi la parte de la momia, la de los Pimpinela, la película de espías y ahora me dispongo a esta nueva película dentro de la película, una especie de ensayo sobre lo que estamos viendo. Después vendrá un episodio mudo en blanco y negro, y sobre el final una historia experimental sobre cautivas -un experimento dentro de un experimento-. En 14 horas veremos todas las películas posibles, todos los géneros.
Ahora hay una cámara fija en un departamento. Llinás discute con las actrices. Ellas le dicen que los capítulos anteriores fueron distintos, que no se entiende lo que quiere hacer. Él les grita modernidad, modernidad, como un pacto de lectura, como un chiste que aminore la pretensión.
Lo que quiere decir, supongo, es que no hace falta que todo siga igual, que no hay un tótem al que parecerse porque la película, al final, no se parecerá a nada más que a sí misma. Las actrices actúan estar indignadas. ¿Actúan? En algún punto, ya nada se sabe. “Las chicas”, como las llama, son solo mecanismos de ficción al servicio experimental de Llinás. O viceversa.
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Pongamos que es sábado a la tarde. Entramos al cine a las 2 de la tarde y vamos a salir a las 8 de la noche. Entramos, digo, aunque hablo de mí y de un montón de desconocidos, todos como comunidad subidos al barco de La Flor. Mientras avance el episodio 3, se anunciará en otro lado que es la película ganadora (premio que le fue esquivo a Historias Extraordinarias en el 2008, la película previa de Llinás).
Somos muchos, ahora. Pongamos que es viernes o sábado o domingo, y estamos en la maratón. Algunos festejan los chistes internos del mundillo cinéfilo: la referencia bicolor a las productoras teóricamente exitosas, cuyo éxito está basado en la mediocridad; los ronquidos de Casterman; la discusión entre el director y el sonidista sobre para qué quiere sonido si después es todo voz en off. Otros miran a su alrededor con el esnobismo propio del público del BAFICI, queriendo ver quién los ve. Otro -a mi lado- chequea el celular cada media hora para ver el resultado de Godoy Cruz-Banfield (y hará lo propio el domingo con el partido de Boca). Otro tuitea “cómo rinde el día cuando no vas al cine a ver La Flor”. Otro está boquiabierto genuinamente. Otro está boquiabierto por influencia del que lo hace genuinamente. Otro come un sanguche de jamón crudo y rúcula, haciendo migas pero no pochoclos. Y todos silenciosos, todos mudos en la maquinaria, siendo víctimas del truco. Objetos patafísicos en el revólver de un mago.
La dinámica nunca es igual. Cuando cansa, Llinás sabe que cansa. Cuando emociona, sabe que emociona. Cada tanto, aparece el director en escena y hace un guiño tranquilizador. Hay chistes constantes respecto a la duración de la película, como si sucediera en vivo, como si fuera un espectáculo al que asistir, un espectáculo en el que van a pasar cosas asombrosas, desbordantes. Un espectáculo que empieza y termina, o que tal vez no termina nunca, uno al que tal vez entramos pero del que no nos vamos nunca, o nos vamos con la maldición de la mosca tsé tsé, ya convertidos, ya mutantes despiertos en un mundo de artificio y celebridad. Tal vez esa sea la mayor obra de Llinás: habernos convertido en la guerrilla, una resistencia contra la espectacularidad, una resistencia contra Netflix y contra las muecas carismáticas de Suar, una tropa de vietnamitas guardados en los túneles de la narrativa dispuestos a dar la vida.
Laura Paredes y Mariano Llinás durante el rodaje.
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Mientras Szifrón busca historias perfectas aferrado a formas clásicas, Llinás escribe un eterno borrador en el que todo cabe, que convierte todo lo que toca en aparato ficcional. Y lo reproduce, después, en su entrañable formalismo, siempre de modos distintos. Y a veces, claro, se copia a sí mismo, como se copió Bolaño, como se copió Borges. El estilo, después de todo, no es otra cosa que la capacidad de copiarse a uno mismo, y la imposibilidad de que lo haga el resto.
Lo mismo pasa con las actuaciones. Cuando Pilar Gamboa deja de pavear con personajes costumbristas aparece la actriz brillante, la actriz que incluso muda puede conmoverte, fumando un cigarrillo mientras mira la ventana, convertida en espía soviética o en cantante melodramática, ejecutando eso que ella llama “el milagro” y que ahí, sentado tras 14 horas, uno puede entenderlo. El caso de Pilar es el más emblemático porque es la única en la que se evidencia la distancia entre dos formas de hacer cine. A Laura, Elisa o Valeria no acostumbramos verlas en la pantalla de El Trece. A Pilar sí. Su presencia resalta la diferencia entre la mano del artesano y el taladro de la industria. Cada cual puede elegir por sí mismo. Yo la elijo infinitamente acá.
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De un lado del cuadrilátero, La Flor. De un lado del cuadrilátero, una película imposible hecha de un modo imposible para un público imposible. De un lado del cuadrilátero, como en una trama de espías que se pasan de bando una vez tras otra hasta olvidarse a quién responden, La Flor. Del otro lado, nosotros. Del otro lado, un público acostumbrado a la comedia romántica y al rock, al misterio de unos zombies que poblaron el mundo y a la fanfarria de un atraco maestro en la casa de la moneda en Madrid.
Si Mariano Llinás hubiera muerto antes de tiempo, alguien podría haber elegido hacer de La Flor seis películas distintas, seis estrenos, como quien vende una bicicleta por partes sin que haya un mecánico que la arme. Podría haber sido, entonces, la novedad del mes de Netflix. Un hecho extraño, sí, pero no una obra maestra.
La película está hecha para las salas de cine y no tiene sentido si no es proyectada en su totalidad, aunque sea en tres días. Entre las seis partes no hay un hilo oculto que las una, más allá del espectador. Eso es lo formidable de la estructura. ¿Qué importa que una historia no termine? ¿O que nunca haya empezado pero sí termine?
Si bien hay referencias permanentes a la experiencia que se está viviendo, no hay una clave de lectura que explique una parte en función de otra. Podría cambiarse el orden caprichosamente, suprimirse episodios, agregar pistas falsas, incorporar historias. El regalo infinito de Llinás da para todo. De hecho, si hay un pecado que tiene La Flor, es el de ser demasiado corta.
Las actrices de Piel de Lava durante el rodaje.
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En 1976 Roberto Bolaño escribió su manifiesto infrarrealista. En él llama a sus compañeros de poesía a subvertir la cotidianeidad: “es necesario que el pensamiento se aleje de todo lo que se llama lógica y buen sentido, que se aleje de todas las trabas humanas de modo tal que las cosas le aparezcan bajo un nuevo aspecto, como iluminadas por una constelación aparecida por primera vez”, dice. Años después escribió la primera obra maestra del siglo XXI: 2666. Murió a los 50 años, dejándonos un mundo, en apariencia, carente de su prosa arborescente y luminosa.
En algún sentido, la obra de Llinás es también un manifiesto. Lo es él en general, un tipo que cuando dice tengo calor mueve la mano de un modo que uno cree que acaba de develar una gran verdad. ¿Pero cómo distinguir sus epifanías de sus chistes? Cómo saber si habla en serio cuando, en el cuarto episodio, descubre que filmar lapachos solos no es lo mismo que filmarlos con gente?
Digo, ¿cuándo una obsesión pasa de capricho a convicción? ¿Y cuándo una convicción a capricho? El BAFICI es desde hace años el lugar para el que trabajan ciertos cineastas. En una lógica de mercado en la que o se produce para el gran público o se produce para los festivales, queda poco lugar para las personas que, como yo, somos brutos bien dispuestos, brutos disponibles a la aventura. Haber ganado el premio en la competencia internacional pareciera que da la razón a la locura de Llinás. Su capricho mayor es su mejor decisión, ese punto donde no se resigna a haber nacido escritor e insiste en hacer cine, en acercar las aguas entre un arte y otro. Pero no alcanza.
Como alguien que pasó por el BAFICI de casualidad, como alguien que acaba de deslumbrarse fatalmente, pido un poco más. Pido a los cineastas, a los productores, a las actrices y a los actores, pido a los artistas, solo un poco más de libertad. Guíennos ustedes, que nosotros seguiremos. Una vez más, un nuevo lirismo comienza a nacer en América Latina.
Láncense a los caminos, cineastas. Láncennos a nosotros, gente de a pie, espectadores perdidos en la sabana del mundo. Déjenlo todo y salgan en busca de recursos narrativos como quien se adentra en el bosque para buscar leña seca después de una temporada de tormentas.
Déjenlo todo, nuevamente.
Salgan a los caminos.