En una columna reciente publicada en The New York Times, Binyamin Appelbaum fue enfático en atribuir la responsabilidad del problema de la creciente desigualdad en los Estados Unidos a los economistas. Entre otros, citó el trabajo del premio Nobel Robert Lucas, que dirigió la atención de las autoridades hacia el problema del crecimiento y lo distanció de la redistribución del ingreso. Appelbaum citó además estadísticas de expectativa de vida en EE.UU., que ha caído en los últimos años, debido en parte al aumento de los índices de consumo de drogas y suicidios entre los grupos económicamente más desprotegidos.
Pero los economistas no han ignorado el problema de la desigualdad, que se ha convertido en las últimas décadas en un tema central de investigación económica, y ha entrado en el debate público gracias a profundos estudios como el de Anne Case, de Princeton, y el economista laureado con el Nobel Angus Deaton. Más aún, ha habido una creciente colaboración entre economistas e investigadores de las ciencias físicas y sociales.
La profesión de los economistas no debería ponerse a la defensiva frente a críticas como las de Appelbaum. Por supuesto, los economistas no son omniscientes. Pero las visiones y conclusiones de la “ciencia funesta” –en particular la promoción de las políticas de mercado para impulsar la prosperidad- han probado su valer una y otra vez.
Cuando comencé a trabajar en el ámbito de la macroeconomía en la década de los 80, la disciplina todavía estaba dominada por los modelos keynesianos. Las preguntas que intentábamos responder entonces han vuelto a estar de moda: ¿Qué causa los ciclos económicos? ¿Existe una solución de equilibrio entre desempleo e inflación? ¿Cómo podemos idear políticas económicas para mejorar el desempeño de la economía y prevenir recesiones?
Sin embargo, en las dos décadas comprendidas entre fines de los 80 y la Gran Recesión de 2008, los macroeconomistas fueron cambiando su énfasis desde los ciclos de la economía hacia el crecimiento económico. Una importante razón para ello fue la influencia de economistas, como Lucas, formados en la Universidad de Chicago.
Todavía recuerdo los murmullos de las reuniones de verano de la Oficina Nacional de Estudios Económicos a mediados de los años 80: “Lucas está trabajando en temas de desarrollo”. Eso era impensable en ese entonces: los economistas matemáticos y los teóricos económicos eran los más prestigiosos, y la economía del desarrollo estaba mucho más abajo en el listado de campos respetables.
Sin embargo, en un notable artículo publicado en 1988, Lucas recalcó la importancia de comprender por qué las economías de Hong Kong, Singapur, Corea del Sur y Taiwán habían dejado muy atrás para la década de los 80 a otras economías que dos o tres décadas antes habían estado en una etapa de desarrollo similar. Lucas escribió que “las consecuencias para el bienestar humano que plantean preguntas como estas son simplemente inmensas (…) Una vez que se comienza a pensar en ellas, cuesta poner la mente en otros temas”. Ese artículo de 1988 marcó las aspiraciones de investigación de varias generaciones de economistas jóvenes de esos años.
Aunque no siempre coincido con mis colegas de Chicago, tuvieron razón al promover políticas de mercado como medio de estimular el crecimiento. Los mercados no son perfectos, pero un sistema que recompensa a las personas de manera diferenciada por sus visiones y esfuerzos es más eficaz que cualquier otra forma conocida de organización social para sacar a los seres humanos de la pobreza. Cuando la marea sube todos los barcos se elevan con ella.
Si la reducción de la desigualdad fuera la máxima prioridad, entonces quizás la respuesta estaría en ir abandonando los enfoques capitalistas de mercado y avanzar hacia sistemas socialistas o comunistas. En palabras de Karl Marx: “De cada uno según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades”. Pero esto ya se intentó en el siglo veinte, particularmente en la Unión Soviética y en China bajo Mao Zedong, y en ambos casos los resultados fueron desastrosos. Culpar a la institución del mercado por la desigualdad y otros problemas surgidos de la globalización podría significar a un retroceso.
También a principios del siglo veinte se auguró el colapso del capitalismo de mercado, debido al mismo tipo de extrema desigualdad que está reapareciendo hoy. Sin embargo, esos anuncios, como los de Mark Twain, eran tremendamente exagerados. La capacidad de recuperación de los mercados refleja su notable efectividad para resolver problemas sociales aparentemente intratables, funcionando dentro de marcos políticos e institucionales que van cambiando a medida que las autoridades aprenden de sus errores.
Por ejemplo, la desregulación de los mercados de capitales en los años 80 fue demasiado lejos. Es cierto que generó enormes ganancias y, en perspectiva, redujo la desigualdad en lugar de aumentarla. Pero las ganancias se fueron a las elites urbanas de Occidente y a los campesinos de China e India. Como argumento en mi libro Prosperity for All (Prosperidad para todos), con seguridad podemos dar con un mejor diseño institucional que pueda preservar dos siglos de progresos democráticos.
En los siglos diecinueve y veinte, en las democracias occidentales se desarrollaron sistemas de derechos políticos que permitieron a los ciudadanos de las clases media y trabajadora participar de los beneficios de los mercados. Pero los flujos de capitales globales han socavado constantemente esos derechos, ya que sobrepasan la capacidad de las democracias de retener los beneficios del intercambio de los mercados para sus ciudadanos.
La solución no es deshacerse de los mercados, sino más bien rediseñar las instituciones. Y para hacerlo bien, no necesitamos menos economistas, sino más.
Roger E. A. Farmer es profesor de Economía en la Universidad de Warwick, Profesor Emérito Distinguido de Economía en la UCLA, jefe de equipo y coordinador de centro Rebuilding Macroeconomics y autor de Prosperity for All (Prosperidad para todos).
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