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7 / “Nosotros fabricamos Ferraris” Sergio. 58 años. (Italia)

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Tras las huellas de Bilal: "Nosotros fabricamos Ferraris".

7 / “Nosotros fabricamos Ferraris” Sergio. 58 años. (Italia)

Llegué a Roma el miércoles 21 de febrero por la noche. Por la mañana del jueves 22 fui a la Basilica dei Santi XII Apostoli, al lado del Palazzo Colonna, con la intención de entrevistar a alguna de las sesenta y seis familias de refugiados que vivían allí.

La policía las había desalojado en agosto del edificio que ocupaban en Via Umberto Quintavalle, en Cinecitta, y desde entonces el párroco de la iglesia, un cura franciscano, les había dado cobijo en el pórtico.

Llovía desde muy temprano esa mañana y la temperatura había bajado abruptamente hasta llegar casi a los cero grados centígrados.

Las carpas se veían desde media cuadra antes de llegar a la iglesia, justo detrás de los nueve arcos que dan a la calle. Ocupaban todo ese pórtico de pilares octogonales y columnas jónicas construido en el siglo XIV. Eran carpas para dos o tres personas, de un tamaño y estructura similar a una que yo había canjeado por puntos en YPF hacía años, cuando mi hijo iba a tercer grado. Una reja en hierro forjado impedía pasar bajo los arcos. Caminé a lo largo de la reja hasta que encontré una puerta. En cuanto la empujé, se acercó un hombre que yo no había visto hasta entonces.

-La iglesia está cerrada -dijo.

Sobre el piso de mármol se levantaban unas dieciocho carpas desteñidas. El hombre rozaba los sesenta. Le expliqué que no quería entrar a la iglesia, sino hablar con algunas de las personas que vivían allí.

-¿Por qué quiere hablar con ellos? -preguntó.

Le dije que trabajaba para un diario y que la noche anterior había llegado desde Argentina para hacer un trabajo sobre refugiados.

Él me interrumpió.

-¿Ha leído el Corán? -dijo.

Yo negué con la cabeza.

-Ese es su primer error –dijo. -Si usted quiere entender qué pasa con los inmigrantes, lo primero que debe hacer es leer el Corán.

Los habitantes de las carpas se movían en silencio bajo las telas.

-¿Tiene celular? –dijo el hombre. Y me ordenó: -Abra Memos. Escriba: "Via Terenzio, 35." Queda justo atrás del Castel Santangello. Ahí, usted va al tercer piso y dice que quiere comprar el Corán con comentarios de Magdi Cristiano Allam. Si no conoce eso, no podrá hacer nada como periodista.

Se calzó los anteojos sobre sus ojos claros, miró atentamente mi celular para comprobar que yo hubiera escrito bien la dirección y en seguida hizo un gesto para cerrar la puerta.

Sin moverme de donde estaba, le pregunté:

-¿Qué opina de que esta gente viva aquí?

Él apretó los labios y movió la cabeza en un gesto de impaciencia.

-Mire, le voy a decir algo -dijo. -Yo he viajado por todo el mundo. Hablo inglés, alemán y todas las lenguas latinas. No fumo, no bebo, no me drogo. Y esto que esta sucediendo ahora en Europa es un plan diabólico que tiene un solo objetivo: destruir nuestra cultura milenaria. El Corán que usted leerá cuesta 10 euros. Magdi Cristiano es un egipcio que estudió aquí, que renunció al Islam y que fue bautizado por el Papa Ratzinger.

Hablaba con una voz clara y alta que, estaba segura, podrían escuchar los habitantes de la última carpa.

-El Islam es como la mafia: puedes entrar, pero no puedes salir -siguió diciendo. -Mejor dicho, si quieres salir, vas a salir muerto. La de ellos es una sociedad teocrática: la fe coincide con el Estado. No tienen parlamento, no tienen diputados, no tienen senadores. Sus leyes son las leyes islámicas de la Shariah y para ellos son leyes divinas. Por eso una sociedad islámica no se integra jamás a una sociedad occidental. Ahora están invadiendo Europa: quieren introducir sus valores y destruir los nuestros. Ya pasó en el pasado. ¿Usted ha estudiado historia?

Una mujer joven, negra, con un embarazo avanzado, llegó desde la calle y se detuvo un instante a mi lado. El hombre no la miró: abrió la reja apenas lo suficiente para dejarla entrar. Ella hizo un levísimo gesto de reconocimiento con la cabeza, dio unos pasos y se escabulló dentro de una de las carpas a mi derecha.

-Me llamo Mori -dije. -¿Y usted?

-Sergio -dijo. -Soy ingeniero.
-Sergio, me estoy mojando -dije. -¿Puedo entrar un momento por favor?

Cuando Matías, mi hijo, tenía ocho años, armamos la carpa de YPF en el jardín. Era verano y pasó ahí la noche con un amiguito. Era una aventura. Lo habían estado planeando desde varias semanas antes. Sin decirles nada, yo me acerqué varias veces de madrugada para asegurarme de que estuvieran bien, de que no hiciera frío, de que el rocío no humedeciera demasiado la tela. A la mañana siguiente, les dejé tostadas y leche con chocolate sobre una bandeja afuera de la carpa.

Sergio abrió la puerta unos centímetros. Entre una carpa y otra, el piso estaba cubierto por colchones desvencijados. Había cantidad de zapatos sueltos, había mantas, había un triciclo, había muñecas de plástico, había medias y cacerolas. Desde la carpa a la que había entrado la mujer escuché un leve murmullo. Pilas y pilas de cajas de cartón y bolsas llenas de ropa ocultaban los relieves de mármol de las paredes del pórtico.

-Usted es argentina –dijo Sergio, de pronto. -¿Sabe lo que yo no le perdono a Bergoglio? Que no hable de Cristo. Él sólo habla de los inmigrantes y los abraza. Pero en el Corán está escrito: "Mata a todos los infieles, cristianos y judíos. Y cuando mates, hazlo sin arrepentimiento porque esa es la voluntad de Dios." Bergoglio dice que Dios es el mismo para todos. Pero Bergoglio se equivoca. Allah no es nuestro Dios cristiano. Nuestro Dios dice: "Ama al prójimo como a ti mismo". En cambio, el Dios de ellos dice: "Mata a todos los infieles." Allah es un Dios que exalta la muerte. Ellos matan en nombre de Allah y piensan que porque lo han hecho irán al paraíso con diecisiete vírgenes. ¿Te puedes imaginar un idiota que cree que después de la vida va a tener sexo en el cielo con diecisiete vírgenes?

La voz de Sergio se había hecho más potente y su tono más colérico. ¿Qué sentirían las personas de las carpas al escucharlo? Ahí había personas de Mali, personas de Ghana, de Somalia, de Nigeria, de Gambia, de Camerún. Habían atravesado el desierto y el mar. Hombres, mujeres y niños que hablaban una multitud de idiomas distintos. Musulmanes, casi todos, viviendo bajo el pórtico de una iglesia.

-Y esta gente –dije, casi en un susurro. -¿Qué hace aquí? ¿Cómo viven?

-¿Usted quiere saber qué hacen estas personas aquí en estas carpas? Yo le pregunto algo: ¿Usted sabe lo que es la mutilación de los genitales femeninos? –contestó él, alzando aún más la voz. -Si van 50 millones de inmigrantes a la Argentina a destruir su cultura y sus valores, ¿usted les daría la bienvenida? ¡Es una cosa diabólica! ¡Es una cosa tribal! ¿Te gusta la Argentina? ¡Bienvenido! Pero si quieres estar acá debes respetar las leyes, debes respetar la Iglesia, debes convertirte. ¿Quieres abrir una mezquita? ¡No! ¡Te equivocaste de camino! ¡En vez de Buenos Aires, tienes que tomar el camino de la Meca! Yo le voy a decir algo, Mori: nosotros vivimos así desde hace más de dos mil años. ¡Nosotros fabricamos Ferraris! Y ahora resulta que llegan estas multitudes con una mentalidad tribal y nos quieren decir cómo debemos vivir. ¿Usted quiere entender lo que está pasando en Europa? ¡Gaste diez euros! ¡Compre el Corán!

Sergio dio un paso hacia la puerta e hizo un gesto para abrirla, pero se detuvo.

-Otra cosa importante -dijo. -Abra Memos. Escriba: “Giovanni Sartori”. ¿Lo conoce? Sartori murió el año pasado, pero había previsto esto hace cuarenta años. Y se reían de él. Se cansó tanto que se fue a América. Sartori decía que es imposible que una sociedad teocrática se integre a una cultura occidental. Los musulmanes son como los gitanos. Los gitanos nacidos acá se quedan con sus costumbres: no mandan a sus hijos a la escuela, no aprenden a leer y escribir, no aprenden inglés. Tienen seis y siete hijos para entrenarlos a robar a los turistas. Ganan mil euros por día. ¡Son millonarios! Europa está en peligro. La Unión Europea y la izquierda diabólica están guiadas por las finanzas internacionales. Abra Memos. Escriba: “George Soros”. Soros financia todo esto. Las ONG están todas corruptas. Cuando pierdes la identidad, cuando pierdes la fe cristiana y las tradiciones, cualquier país te puede conquistar. A medida que ya no eres de un lugar, eres más fácil de corromper. ¡Hay que decir basta! ¿Te gusta Italia? Perfecto. Pero si vienes acá, tienes que respetar mi identidad y mis tradiciones. ¿Quieres ser italiano? Perfecto. Vas a servir al ejército italiano, vas a cantar el Himno Nacional italiano. ¿No quieres? Perfecto: ¡entonces toma inmediatamente el camino de regreso a la Meca! El pueblo judío comprendió esto y no se deja corromper. Tú no puedes cambiar sus tradiciones. ¿Sabes lo que hacen ellos? ¿Eres del Islam? ¿Quieres venir a Israel? ¡Yo te doy dos mil euros para que vuelvas a tu país! Si no aceptas eso, vas a prisión. Ellos imponen su ley. Los judíos tienen sus tradiciones pero no destruyen las de los demás, por eso pueden hacer negocios con todos. En cambio, el Islam destruye a todas las otras culturas. ¿Qué sentido tiene respetar una presunta cultura que no respeta la nuestra? ¿Por qué nosotros, que hacemos la Ferrari, vamos a dejar que entre aquí esa cultura?

-¿Usted trabaja acá, Sergio?

-No. Yo no trabajo. Sólo doy un apoyo a estas personas. Hago un trabajo humanitario.

-¿Qué les dice cuando habla con ellos?

-Son islámicos. Ahí, dentro de sus carpas, están rezando. Con ellos no se puede dialogar. Son fanáticos. Me dicen que soy racista. Pero yo no estoy hablando de racismo. Estoy hablando de ciencia pura.

-¿Con qué dinero se mantienen?

-Llevan una vida miserable -dice Sergio con una mueca de desdén.

-Si llevan una vida miserable, ¿por qué cree que prefieren estar aquí, en estas condiciones, que volver a su país?

Sergio abre la puerta y me señala que debo salir.

-Mire, ya hemos hablado bastante. Usted debe prepararse mejor -dice. -Ya le di las instrucciones. Gaste diez euros. Compre el Corán.

Varios días después volví a la Basilica dei Santi XII Apostoli. La lluvia no había cesado. Tras los nueve arcos, dos hombres vestidos con uniforme azul baldeaban el piso de mármol. No quedaba ni sola una carpa. Tampoco había rastros de las personas que habían vivido allí durante los últimos seis meses. Nunca supe a dónde las habían llevado.