Mi mentor fue Louis Silverstein, el primer director de arte de The New York Times, que me enseñó que el periodismo y el diseño son compañeros de baile. Con él también aprendí el valor de la fidelidad y de la amistad sinceras. Había elegido ser periodista a los 16 años, cuando empecé a trabajar en el periódico escolar El Precursor. En ese momento, la vocación me tomó por las solapas y nunca más me soltó. Creo que hay historias (por oscuras o luminosas) que merecen ser contadas: compartirlas cultiva nuestra humanidad. El tiempo pasó y trabajé 21 años en La Nación, de Buenos Aires. Allí aprendí casi todo lo que sé de periodismo, y allí aún tengo amigos y amigas a los que extraño.
Si no fuese periodista sería músico: si hubiera estudiado y practicado lo suficiente, sería un decente pianista. Es más, creo que los textos tienen música. El domingo 25 de junio de 1961, Bill Evans y su trío tocaron en el Village Vanguard de Nueva York. Ahora, cuando escucho esa grabación, un sábado a la noche en mi casa, compartiendo con mi mujer y mis amigos una copa de vino y una buena conversación, experimento algo muy parecido a la felicidad. También me hacen feliz los libros, y los co-conspiradores con los que fui tropezándome en mi camino.
Me fascina la gente que con su mirada original descubre mundos que están ahí pero permanecen ocultos para nosotros, el común de los mortales. Llaman poderosamente mi atención las personas muy inteligentes y las personas muy compasivas. Las primeras por su capacidad para entender y explicar el mundo. Las segundas por su capacidad para abrazarlo.
Y estoy orgulloso de sostener mi búsqueda con la frente alta. En los últimos meses me repito la frase que me dijo un amigo: “vinimos para ser felices y hacer el bien. Que no nos distraigan”.
Yo intento no distraerme. Y a veces, lo logro.