Yo sabía que hay países en los que aún existe la esclavitud. Me imagino que debo haberlo leído en alguna parte o visto en un canal de televisión en el marco de un noticiero cualquiera, o después de "Bailando por un sueño" y antes de un comercial de shampoo o uno de un yogurt cero calorías.
Sabía, sí, que hay países en los que los hombres y las mujeres se compran y se venden precisamente como si fueran un pote de yogurt light. Sabía. Pero, ¿qué sabía, exactamente? Lo único que sabía era el hilo de palabras que forman una oración: "Hay países en los que aún hay esclavitud." Una oración vacía, una secuencia de sonidos y fonemas que mi cerebro podía comprender pero que no eran, en el mejor de los casos, más que una leve indignación moral genérica, políticamente correcta.
¿Y de qué sirve un conocimiento que no pasa al acto, que no despierta una emoción, que no conmueve, que no deja rastro?
Como el yogurt cero calorías, ¿de qué sirve un saber que no es nutricio?
-Hay países en los que el tiempo parece haberse detenido -dijo Emilio la noche en que lo conocí. -Hay países en los que sigue habiendo formas de esclavitud antigua, casi bíblica: países en los que la esclavitud existe como norma y no como metáfora, donde la movilidad social es inexistente y en los que escapar es casi imposible, mucho más difícil aún de lo que lo era en la antigua sociedad romana.
Yo lo escuchaba y procuraba ir memorizando sus palabras. Bilal, el esclavo de Mauritania que había sido comprado y vendido y que había logrado escapar después de veinticinco años, el que había sido su paciente al llegar a Italia, el que había atravesado el desierto descalzo y con los brazos rotos, había dejado de ir a la consulta y por más que yo estuviera interesada en conocerlo y escribir su historia, Emilio no sabía cómo encontrarlo. La última vez que lo había visto, Bilal le había dicho que había encontrado trabajo como pastor en las afueras Roma. Emilio no sabía dónde estaba ahora exactamente, pero se alegraba del vuelco que había dado la vida de su paciente. La primera vez que lo vio, Bilal casi no hablaba. Era un mauritano negro como el carbón más negro; un hombre enorme, de dos metros de alto, sin ningún documento que lo identificara; un africano recién llegado a Italia que, como miles de otros, iniciaba el complejo proceso de petición de asilo político. Ahora, dos años después, Bilal tenía todos sus documentos en regla, había encontrado trabajo y vivía en algún lugar de la campiña romana.
-Si vuelvo a verlo, te avisaré -prometió Emilio.
Volví a Buenos Aires a mediados de diciembre sin saber que Bilal se convertiría en mi obsesión. A medida que pasaban los días, en vez de desdibujarse en mi memoria, su historia me llamaba con una fuerza desconocida. Empecé a buscarlo sin saber qué estaba haciendo exactamente. Cuanto más difícil se hacía encontrarlo, más me empecinaba. Lo busqué en Facebook. Le pedí a Emilio que le preguntara al intérprete que trabajaba con él durante las citas si sabía algo acerca de su paradero. Le pedí que fuera a la mezquita a la que Bilal iba los viernes antes de irse de Roma.
-Soy su psiquiatra -me dijo. -¿Cómo voy a ir a la mezquita a preguntar por él?
En el buscador de Google escribí una y mil veces "Bilal". Escribí "Bilal Roma". Escribí "Bilal esclavo". Escribí "Bilal Mauritania". Escribí "Bilal pastor ovejas". Un día me daba por vencida y, al siguiente, volvía a empezar. Emilio comenzó a responder mis mensajes con retraso. "Ya aparecerá," decía. "Debes tener paciencia." Pero yo necesitaba encontrar a Bilal. Investigué sobre Mauritania. Hablé con periodistas que han estado allí. Vi documentales. Volví a Google una y otra vez, y aún otra vez más.
El 21 de diciembre encontré, en el sitio de una pequeña escuela de italiano para inmigrantes gestionada por voluntarios, un texto muy corto e informal en el que una maestra mencionaba a un alumno mauritano que, tras un largo recorrido, finalmente había conseguido trabajo como pastor. La foto que acompañaba el texto era de un hombre negro, altísimo, visto de espaldas, rodeado de ovejas en medio de la campiña en las afueras de Tivoli. "Es Bilal!" pensé. "Tiene que ser Bilal." Le escribí a Emilio. "Emilio, Bilal está en Tivoli!" El escepticismo de su respuesta me hizo temblar. "¿Cómo sabes que es él? Bilal es un nombre muy común en Mauritania."
Busqué a la maestra en Facebook. Había cinco con su mismo nombre y apellido. Les pregunté a todas si trabajaban en la "Scuola d´italiano per migranti". Una me dijo que no. Las otras cuatro ni siquiera me respondieron. El viernes 22 de diciembre llamé a la escuela, pero nadie atendió el teléfono. El sábado, el domingo, y el lunes de Navidad, tampoco. Los días feriados me parecían tiempo muerto. El martes 26 atendió un hombre al que le expliqué que necesitaba hablar con la maestra Bruna. El hombre me dijo que no tenía su número y que, aunque lo tuviera, no podría dármelo. El miércoles 27 le pedí a una amiga romana que fuera a la escuela. "Ahora las escuelas están de vacaciones," dijo. "Iré después del 8 de enero." Faltaban dos semanas. Yo no podía esperar tanto y, además, la página de la escuela en Internet decía que trabajaban todo el año. El jueves 28 de diciembre le escribí a un amigo que vive en Roma al que apenas conocía por Facebook y le conté la historia de Bilal. "Necesito encontrarlo," dije. "Y no puedo esperar al 8 de enero." El viernes 29 por la noche, mi amigo me envió un mensaje: "Fui a la escuela. Este es el número de la maestra."
El 30 de diciembre por la mañana le envié un Whatsaap a Bruna.
"Hola Bruna! Me llamo Mori Ponsowy. Soy una escritora y periodista argentina. Estuve en Roma hace dos semanas y un amigo psiquiatra me habló de Bilal. Su historia me conmovió tanto que no he podido dejar de pensar en él. Leí un artículo tuyo en el que mencionas a un alumno mauritano que encontró trabajo como pastor. Me gustaría saber si ese alumno es Bilal."
La respuesta de Bruna llegó cinco minutos después:
"Hola Mori. Sí, es Bilal."
A mediodía del 30 de diciembre hablé con Bruna por Skype. Ella estaba contenta pero también muy asombrada de que sus artículos hubieran llegado a una lectora argentina. Me habló de la escuela de italiano con entusiasmo; me dijo que todos los que trabajan allí son voluntarios; me explicó la importancia de que los inmigrantes aprendan italiano para poder encontrar trabajo; me contó que en la escuela también trabajan abogados para asesorar a los refugiados en su petición de asilo político. Todo cuanto ella decía me interesaba sólo de una manera vaga, como si fuera una tanda de comerciales en medio de un programa. En el fondo, yo no quería escuchar a la maestra: estaba impaciente por hablar con Bilal y sólo esperaba el momento justo para pedirle su número de teléfono. Bruna me hablaba sobre los CAS, sobre los SPRAR, sobre la diferencia entre asilo político y humanitario. Tendrían que pasar varios meses antes de que yo empezara a entender algo sobre el laberíntico sistema de "accoglienza" italiano y lo que significaba en la vida de los refugiados. Pero en ese momento, mi interés estaba en otra parte. Al fin, logré interrumpirla.
-Me gustaría hablar con Bilal -dije.
Ella hizo una pausa.
-Bilal está fuera de Roma. Ha encontrado ese trabajo como pastor y está muy contento. Le han dado una pequeña casita en medio del campo. Cuando me escriba, le hablaré de ti.
"Cuando me escriba le hablaré de ti." ¿Cómo hacerle entender mi urgencia a Bruna sin que pareciera un capricho? Más aun: ¿a qué se debía mi urgencia? ¿Lo sabía yo, acaso? ¿Qué estaba buscando? Y, sobre todo, ¿cómo podía estar segura de que buscaba a Bilal por un buen motivo y no simplemente por curiosidad o, peor aún, porque imaginaba que el libro que escribiría con su historia podía ser un buen libro, un libro mucho mejor que las novelas que yo había escrito hasta entonces, porque esta vez no sería un libro de ficción sino una historia real e irresistible?
Con su sabiduría de psiquiatra experimentado, Emilio me había dicho más de una vez que tuviera paciencia. Hasta entonces, yo no la había tenido: había insistido, había buscado, había incomodado a mis amigos. Ahora, no me quedaba más remedio que esperar. Estaba en manos de Bruna. Sus tiempos serían los míos. Le di las gracias y le deseé un feliz año.
Su próximo mensaje llegó mucho antes de lo que esperaba. Al día siguiente, por la mañana del domingo 31 de diciembre, me envió un Whatsapp.
"Noticia de fin de año. Ayer por la noche me llamó Bilal. El martes debe dejar el trabajo porque su patrón hizo un acuerdo con otro pastor y unirán los dos rebaños. A partir del martes Bilal estará en la calle. Estoy triste y preocupada. Encontrar un lugar donde dormir es muy difícil."
Lo primero que pensé fue que, dadas las nuevas circunstancias, Bruna no le hablaría a Bilal de mí. Yo lo había encontrado pero, por ahora, también lo había perdido. Sólo después me di cuenta de que todo esto no tenía la más mínima importancia en comparación con lo que le estaba sucediendo a él. Bilal también había encontrado algo que había estado buscando y acababa de perderlo. A partir del 2 de enero, Bilal no tendría donde dormir.
Entre el 2 y el 18 de enero sucedió todo esto: Bilal encontró un trabajo por dos meses como lavaplatos suplente en una pizzería de Roma; Bruna me dijo que no podría darme su número sin antes consultarlo con él y que esto sólo podría hacerlo cuando lo viera personalmente porque explicarle toda la historia por teléfono le parecía muy complicado; Bruna me dijo que había quedado en verse con Bilal un miércoles; pasó ese miércoles, llegó el jueves y Bruna no me escribía; el viernes me enteré de que no se habían encontrado porque el marido de Bruna estaba hospitalizado y tendrían que operarlo.
El viernes 19 de enero, Bruna me dijo que había hablado con Bilal y que habían quedado en verse el sábado 27 a las 10 de la mañana.
-Le dije que tenia que hablarle de algo importante -me dijo Bruna.
En ese momento me di cuenta de que no quería dejar en manos y en palabras de Bruna mi primera comunicación con Bilal.
-Me gustaría escribirle una carta -dije. -Una carta que te enviaré a ti. ¿Aceptarías dársela?