Es el domingo 19 de mayo de 2019, a la noche, pero podría ser cualquier otro domingo a la noche en San Miguel del Monte, una ciudad pequeña y por estos días ventosa. Perdida en el medio de un campo que alguna vez fue de indios que hicieron malones, tiene una laguna, calles de asfalto agrietado y algún sitio de relevancia histórica. Está a la vera de la Ruta 3. Viven unas 20.000 personas. Si todas las noches de todos los domingos son parecidas en las ciudades grandes, en San Miguel del Monte deben ser idénticas, o casi: silenciosas, oscuras, apenadas.
Sólo los chicos escapan a esa pesadumbre, y por eso Camila, una niña de 13 años, le pregunta a su madre, Yanina, si su amiga Rocío se puede quedar a dormir en casa. (Los nombres completos son Camila López, Rocío Guagliarello y Yanina Zarzoso). Sí, puede, dice la madre, y entonces la otra toca el timbre pasadas las diez de la noche. Camila y Rocío van juntas al colegio (la escuela media de la ciudad), son muy amigas, cuchichean ahora en la cocina, se ríen y, como la casa es pequeña, la madre de Camila, que terminó de trabajar a las nueve de la noche, las escucha por un largo rato hasta que se queda dormida en su cama. A las once y media de la noche, ellas salen al frente de la casa: adentro no tienen Internet y quieren usar un poco del wifi del vecino.
No muy lejos, a la misma hora, otro niño quiere salir: Gonzalo le pregunta a su madre si puede ir con Danilo a una plaza en la costanera, donde se arman rondas de rap y se patina en skate. (Son Gonzalo Domínguez y Danilo Sansone, y son compañeros de escuela de Camila y Rocío). Susana le dice que sí y después ella también se va a dormir: el despertador está clavado a las seis de la mañana porque tiene que salir temprano hacia La Plata para visitar a su marido, que está internado en una clínica de rehabilitación desde que padeció un ACV, el año pasado.
Luego de cuatro horas, la mujer se despierta. Son las dos y todavía su hijo no regresa. Toma el teléfono: no tiene ningún mensaje de él, pero ve en los sitios de noticias que hubo un accidente en la Ruta 3. Su corazón le dice que su hijo puede estar ahí y en la cabeza la martilla un pensamiento: “Gonzalo, Dios mío… Este guacho que no viene. Lo voy a matar cuando llegue”. Intenta dormir. Pero a las cuatro de la madrugada se levanta, se viste y sale a buscar a su hijo.
Y hay alguien más: Aníbal Suárez. Oriundo de la provincia de Misiones, es nuevo en San Miguel del Monte. Tiene 22 años, conduce un Fiat 147 blanco (al que le falta documentación, por lo que algún tiempo atrás la policía le exigió una coima de $ 5.000, según contará su hermano Emanuel) y es el primo de uno de los compañeros de escuela de Rocío, Camila, Gonzalo y Danilo. Probablemente así es como los ha conocido, pero no lo sabemos. Como sea, se encuentra con los dos chicos en la plaza y los invita a dar una vuelta en auto, y luego estos llaman a subir a las chicas… O quizás no. Es que eso tampoco lo sabemos.
Lo que sí sabemos es que en un momento, alrededor de la medianoche, los cinco están en el Fiat 147.
Después de eso hay un paréntesis negro sobre el que aún no se ha echado luz. Es un momento. Pero es el momento que explica todo lo que viene a continuación.
Porque, de repente, la realidad cambia de intención: dos patrulleros (¿o tres?) persiguen al Fiat 147, las cuadras pasan de largo y un policía (¿el capitán Rubén García? ¿el oficial Leonardo Ecipale?) asoma medio cuerpo por la ventanilla y dispara su pistola Bersa Thunder. La versión policial dirá que no está apuntando un arma, sino que está alumbrando con una linterna hacia la patente del auto perseguido. Nadie la creerá.
Por ahora, mientras escribo, sólo hay algunas hipótesis acerca del inicio de la persecución y ninguna ha sido confirmada.
- La primera es que Aníbal, el conductor del Fiat 147, quiso evadir un control policial (hipótesis dentro de la hipótesis: quizás, porque ya le había costado demasiado caro detenerse la primera vez) y por eso comenzaron a seguirlo.
- La segunda, según publicó Clarín, es que los chicos vieron una situación que comprometía a los policías (¿drogas? ¿violencia?).
- La tercera, leída en Infobae, es que una mujer vio el auto en el barrio Montemar, cerca de la laguna, y desconfió. Llamó a su marido, que trabajaba en una remisería, y éste contactó a la policía. Así es que un patrullero fue tras el Fiat 147. Pero el 911 no reportó aún ese llamado.
- La cuarta es la versión policial, que dice que una patrulla recorría la colectora 9 de Julio cuando, en el kilómetro 111 de la Ruta 3, intentó identificar a los ocupantes de un Fiat 147. Y que estos escaparon. (Pero la policía también afirmó que no hubo dos patrulleros sino uno solo; sin embargo, el GPS de los vehículos dejó en evidencia la mentira).
De nuevo: son hipótesis y ninguna ha sido confirmada.
Un testigo que ve el final de la persecución, 40 cuadras más adelante, contará que escuchó al menos cuatro disparos. Gonzalo es alcanzado por uno en su glúteo y, según escribirá después la jueza de Garantías Marcela Garmendia, de La Plata, esos disparos tienen “el propósito de producir la muerte”. La madre de Camila, Yanina Zarzoso, imaginará a su hija adentro de ese auto, desesperada mientras la persecución se alarga. En una carta abierta escribirá: “Hay algo que me dice, quizá es la voz de Camila, que me susurra: ‘Mami, no hice nada’. Y no, no hizo nada”.
El Fiat 147, un auto viejo levantando polvo en la calle de ripio, no puede escapar de las luces y de las balas que cortan la noche por atrás y, a la altura 400-500 de la colectora 9 de Julio, Aníbal Suárez pierde el control del volante. El coche viene bastante rápido, se estrella contra un camión estacionado y comienza a rodar violentamente, desprendiendo partes de su carrocería cascoteada y también a algunos de los niños. Es como un trompo grande de lata: rueda, rueda y cuando se detiene asemeja una lata pisada, deforme. Ya no hay rastro de sus formas geométricas italianas. Está completamente destruido y humea. Los niños quedaron diseminados en el camino: se mueven apenas, agónicos. De todos ellos, sólo sobrevivirá la amiga de Camila: Rocío, que hoy, mientras escribo, está internada en terapia intensiva, en un hospital de Florencio Varela. Su diagnóstico es muy crítico.
“Una oficial que llegó adonde estaban le dijo a una de las chicas que se quedara callada, que no se moviera”, contará el testigo a TN. “Creo que era a Camila a la que le decía eso. En el momento del accidente estaban todos vivos, porque se movían, menos uno. La oficial lo único que hacía era tratarlos mal y decirles que se quedaran quietos”.
El chofer del camión, que estaba descansando, baja corriendo luego del choque. Él también escuchó los disparos y él será quien, después, hará una denuncia en Cañuelas, de la que se desprenderá una investigación que hasta ahora tiene detenidos a doce policías y a un funcionario (el secretario de Seguridad de San Miguel del Monte, Claudio Martínez). De ellos, a cuatro (el capitán Rubén García, el oficial Leonardo Ecilape, el oficial Manuel Monreal y el subayudante Mariano Ibáñez) se los acusará de homicidio doblemente agravado por abuso de su función como miembros de una fuerza policial y por el empleo de armas de fuego. A los demás (Julio Franco Micucci, Héctor Enrique Ángel, José Durán, Melina Bianco, José Alfredo Domínguez, Juan Gutiérrez, Cristian Righero y Nadia Genaro), de encubrimiento y falsedad ideológica.
Mientras San Miguel del Monte se vuelve un sitio atormentado por el dolor y la pérdida, los nombres de los acusados se suceden y la cadena de complicidad se extiende: ahora estos policías son los que deben responder a las incógnitas de otra triste crónica argentina. Continuará, quizás.