El 25 de marzo pasado, José Oviedo, un hombre de 50 años, se encontraba adentro de su casa en Comodoro Rivadavia cuando una multitud pequeña y furiosa, que había comenzado arrojándole piedras y palos, inició el fuego: no lo buscaban a él, sino a su hijo de 21 años, a quien acusaban del abuso sexual que un niño de 12 años había sufrido. Y como no encontraron al hijo, esas 35, 50 o 60 personas fueron por el padre.
Oviedo escapó de su casa cuando el humo y las llamas la envolvieron, y al salir se encontró con sus vecinos, convertidos en una turba medieval. El hombre corrió y se defendió con un fierro y un machete, pero no por mucho tiempo: cuatro cuadras más adelante fue atrapado. La golpiza fue despiadada. Luego se supo que su hijo era inocente, pero para entonces Oviedo ya había sido asesinado por la gente. Y así fue el primer linchamiento de la Argentina en 2019. Después, increíblemente, hubo más. ¿Increíblemente?
“¿Por qué se forma una comunidad que agrede a un otro de un modo que está por fuera de toda regla de justicia general, tomando en sus propias manos un acto de pretendida justicia inmediata?”, se pregunta Esteban DiPaola, doctor en Ciencias Sociales y autor de un trabajo titulado “La comunidad del linchamiento”. “Lo más inmediato que nos surge ante un linchamiento es una valoración ética contraria: nos horrorizamos. Pero yo me pregunto qué crisis de lazos sociales existe en las sociedades neoliberales, especialmente en relación con la justicia y las instituciones. Si no hay un lazo social que sostenga mis relaciones con el otro, que no forme subjetividades, que no impriman a la ley un sentido de mandato, entonces queda que sólo me puedo cuidar yo”.
Los linchamientos no son una cosa del pasado. En Argentina se han vuelto una excepción frecuente: hay alrededor de cinco cada año, aunque no todos los linchados son asesinados. En 2014, cuando hubo una docena en Buenos Aires, Santa Fe, Río Negro, Córdoba y La Rioja (uno solo, en Rosario, culminó con la muerte del perseguido), hasta la presidenta Cristina Fernández de Kirchner se ocupó del tema: “Necesitamos miradas y voces que traigan tranquilidad; no voces que traigan deseos de venganza, de enfrentamientos, odio”, dijo.
Pero lo que hizo del episodio de Comodoro Rivadavia algo nuevo fue el modo en el que se comunicó (y creció) el rumor: fue a través de WhatsApp. Luego de que la madre del niño abusado hiciera la denuncia, la foto del hijo de José Oviedo comenzó a circular y se viralizó. De hecho, eso fue lo que llevó a la policía a poner a resguardo a este muchacho y a retirarlo de la casa, luego quemada, en la que sólo quedó el padre.
En India, esto mismo fue discutido en 2018, cuando –por mensajes virales acerca de improbables secuestradores de niños: fake news– hubo al menos nueve muertos antes de que el gobierno lanzara un comunicado en el que decía: “La profunda desaprobación de estas situaciones ha sido transmitida a la alta gerencia de WhatsApp y se le ha advertido que deben tomarse las medidas correctivas necesarias”.
Luego, según The New York Times, “WhatsApp ha declarado que los asesinatos le causaron horror. La semana pasada comenzó a marcar todos los mensajes reenviados. También publicó anuncios en periódicos para educar a la gente sobre la desinformación y se comprometió a trabajar más de cerca con la policía y los verificadores de hechos independientes. El jueves, WhatsApp comenzó una prueba para limitar el reenvío de mensajes”. Ya conocemos, en nuestros propios teléfonos, las limitaciones a los reenvíos en la app: ahora sólo podemos compartir un mensaje con diez personas. No más.
“Las redes sociales dinamizan, producen sentido e influyen alterando los sentidos de la comunicación: en ese contexto surgen las fake news”, dice Dipaola, cuyo último libro es Producciones imaginales de lo social: Cultura visual y socialidad contemporánea (Editorial La Cebra, 2018). “Las redes sociales son una composición que define a los tiempos actuales y las fake news pueden cristalizar un día y al día siguiente ya se olvidaron. En un linchamiento, pasa lo mismo con los lazos que se forman entre los participantes”.
En México ocurrió lo mismo. Fue en Acatlán de Osorio, una pequeña ciudad donde una multitud linchó, roció en combustible y quemó vivos a un tío y un sobrino llamados Alberto y Ricardo Flores. También fue en 2018. Y también comenzó con un mensaje de WhatsApp en el que se los acusaba de estar merodeando la ciudad para raptar niños. La policía los detuvo, pero la gente entró al calabozo, derribó las rejas flacas y raptó a los dos sin detenerse a pensar si eran inocentes. Y aunque lo eran, el linchamiento fue transmitido en Facebook Live. O sea, en tiempo real.
El 19 de abril pasado, luego de la muerte de José Oviedo en Comodoro Rivadavia, Gustavo M. Quispe, un hombre que entró a robar a una casa en Ciudad Evita –con un cómplice sorprendió, amenazó y golpeó a una mujer y a su hija, hasta que ésta se zafó y pidió ayuda a los gritos por la ventana– fue perseguido por una multitud en su escape. Y finalmente fue capturado por unos vecinos que participaban de una recreación callejera del Vía Crucis del Viernes Santo. Tres personas le ataron las muñecas con los cordones de sus zapatillas, lo golpearon y lo asfixiaron. Cuando la policía llegó, Quispe ya estaba muerto. Fue el segundo linchamiento fatal de este año en nuestro país.
“Cuando las instituciones fracasan, cuando el ciudadano damnificado desconfía del peso de la ley, se cae en el lamentable ejercicio de la justicia por mano propia”, dice la filósofa Diana Cohen Agrest, quien, luego del terrible asesinato de sus hijo Ezequiel en un asalto, creó Usina de Justicia (una asociación civil por los derechos de los familiares de las víctimas de homicidio) y escribió el ensayo Ausencia perpetua: Inseguridad y trampas de la (in)Justicia. “Justicia salvaje, si la hay, que promueve las consecuencias por todos conocidas: sociedades donde el delincuente se apropia de la vida del prójimo y la víctima se siente con derecho, y a menudo, porque reacciona en defensa propia, hasta con la obligación, de ajusticiar al agresor”.
¿Cuánto tiene que ver un linchamiento con el hartazgo del delito y la poca eficacia del sistema judicial? La respuesta parece obvia, pero Argentina no es, como se podría pensar de acuerdo a estos linchamientos, uno de los países con las cifras de impunidad más altas de la región. En 2017, la Universidad de las Américas de Puebla (UDLAP) publicó su Índice Global de Impunidad (IGI), donde estableció que, de los trece países con mayor impunidad en el mundo (sobre un total de 69), nueve pertenecen a Latinoamérica, comandados por México. Argentina, con 58,87 puntos (más cerca de Chile que de Brasi), se encontraba entre los países latinoamericanos mejor posicionados en el índice. Croacia resultó el país mejor posicionado, con 36,01 puntos; y Filipinas, con 75,6, el peor.
Y, según el índice del imperio de la ley (Rule of Law Index) de la organización internacional World Justice Project (WJP), Argentina está en el puesto 46 entre 126 países. Dinamarca es el primero y Venezuela, el último.
Pero... esto contradice lo anterior: el ministro de Justicia Germán Garavano dijo que los niveles de impunidad del país son “superiores al 99%: cada 100 delitos que se cometen, menos de uno tiene una sanción efectiva por parte del Estado, y estamos incluyendo homicidios, narcotráfico y corrupción” (agregó que hay mayor impunidad “en los niveles complejos; es decir, en los de cuello blanco, que en los simples”).
Desde el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos me confirmaron la estadística de Garavano. “La cifra se genera a partir de un cruce de datos entre dos informes”, me dijeron. Esos dos son el Informe estadístico de sentencias condenatorias de la República Argentina y las Estadísticas Criminales en la República Argentina–Año 2017, publicadas en 2018. O sea que en nuestro país no hay un índice oficial de impunidad.
Lo cierto es que sólo el 1,4% de los delitos denunciados tiene una condena. Y Chequeado publicó que, según la última Encuesta de Victimización del INDEC, el 47,5% de los delitos contra el hogar y el 66,3% de los delitos contra las personas no se denuncian.
Mientras tanto, en Comodoro Rivadavia ya detuvieron a ocho personas por el linchamiento de José Oviedo. E identificaron al presunto agresor sexual del niño de 12 años que provocó la furia. La fiscal de delitos complejos Camila Banfi anunció que cambiará la carátula del caso, de homicidio simple a premeditado, y dijo que cree que hubo “un acuerdo para ir a realizar un hecho delictivo”. Se refiere a los mensajes de WhatsApp, “donde se convoca puntualmente a darle muerte a esta persona”.
Sin embargo, el 16 de mayo, 20 días después del linchamiento de Oviedo y de nuevo en Comodoro Rivadavia, una persona fue sorprendida por la policía mientras robaba en una casa y cuando intentaron sacarla, unos 20 vecinos quisieron lincharla. Y tres días más tarde, en Trelew, no muy lejos de Comodoro Rivadavia, un joven de 21 años que apuñaló a otros dos en una pelea callejera también fue golpeado por una muchedumbre.
Para Cohen Agrest, un linchamiento es algo muy parecido a una venganza. “Pero cuando la reacción se produce públicamente, ya no es la venganza de la víctima solamente. A ella se asocian, por un impulso mimético, quienes se saben tan vulnerables como la víctima. Por supuesto, no es una justificación del linchamiento. Pero es una comprensión de los resortes colectivos que, ante una justicia ineficaz, en lugar de fracturar los lazos sociales, los refuerzan”. Y un linchamiento es, también, una solución de facto alejada de las que debería haber: “soluciones de iure que desalienten una sociedad donde crece el rencor cuando comprueba, perpleja, que los ultrajes irreparables son silenciados por un Estado indiferente a su compromiso y función más esencial”.