La semana pasada, Fresia Silva Sofrás, una bióloga de 26 años nacida en Esquel, dio un seminario en la Facultad de Farmacia y Bioquímica de la Universidad de Buenos Aires, donde trabaja, y contó un poco sobre el tema de su doctorado: cannabis medicinal. “Argentina es el país donde Google registró en los últimos meses la mayor cantidad de búsquedas del término ‘aceite cannabis medicinal’”, dice ahora en su casa, un departamento luminoso en Balvanera. “Investigar las propiedades terapéuticas del cannabis es una necesidad emergente en nuestra sociedad”.
De hecho, Silva Sofrás es la primera científica argentina que investiga, con una beca del CONICET, algunos de los derivados terapéuticos de esa planta. Lleva un poco más de un año haciéndolo: el título de su investigación es “Desarrollo y validación de métodos analíticos modernos que permitan asegurar la calidad, eficacia y seguridad de productos farmacéuticos derivados de cannabis”, y existe en el marco de una unidad ejecutora (una unidad de investigación integrada por una directora, técnicos, becarios y administrativos) dedicada específicamente al tema. La unidad se llama “Cannabis sativa: su evaluación y potencialidad como medicamento”.
“Lo que hago, básicamente, es control de calidad, eficacia y seguridad de cannabis”, sigue Silva Sofrás. Su referente es Arno Hazekamp, un científico especializado en química analítica de cannabis, que trabaja en el país donde se habla más claramente sobre este tema: Holanda. “Busco desarrollar técnicas nuevas, fáciles, rápidas, económicas y eco-friendlies que permitan asegurar la eficacia de un medicamento a base de cannabis. O sea, generar una norma farmacopeica que estandarice la producción de los aceites en Argentina”.
Su investigación es una consecuencia de la Ley 27.350, que regula la investigación médica y científica del uso medicinal del cannabis. El asunto llevaba años de discusión en la Argentina, pero fueron las madres de niños y niñas con epilepsia refractaria, nucleadas en el grupo Mamá Cultiva, quienes a fines de 2016 lo llevaron al Congreso. “El cannabis puede utilizarse con evidencia científica consolidada”, sigue Silva Sofrás, “para la esclerosis múltiple, reduciendo la espasticidad; para la epilepsia refractaria, disminuyendo las convulsiones; para el síndrome de inmunodeficiencia adquirida, aumentando el apetito; para la quimioterapia en un cáncer, evitando náuseas y vómitos; y también para dolor neuropático, agudo y crónico”.
En algunos países hay medicamentos con derivados del cannabis: Sativex, Marinol, Cesament o Epidiolex. Y aunque la ley argentina autoriza al INTA y al CONICET a cultivar marihuana, hay tantos pasos burocráticos que hasta ahora no se sembró ni una semilla y la gente consume aceite importado (al que accede inscribiéndose en un registro nacional de pacientes, el ReCann) o el aceite que circula en el mercado negro.
Silva Sofrás pasa sus días en su laboratorio. Su especialidad es la química analítica, y recibe y testea muestras de aceite que los particulares llevan a la facultad para verificar. Silva Sofrás no tiene contacto con ellos; sólo recibe sus piezas y las somete a un test colorimétrico. Estas se tornan violeta si tienen cannabidiol (CBD), el compuesto químico de la marihuana no psicoactivo al que se le atribuye un gran número de aplicaciones en la medicina.
“En los últimos años se cultivó mucho cannabis con fines recreativos y el compuesto más buscado fue el THC, el tetrahidrocannabinol, que produce la psicoactividad, el efecto high”, explica Silva Sofrás. “Es lógico pensar, entonces, que las cepas de cannabis que se pueden encontrar tengan mayor presencia de THC que de CBD. Una cepa con CBD es especial”.
Las plantas interactúan con el medioambiente de un modo diferente al nuestro, por eso generan un metabolismo propio, con un montón de moléculas distintas a las de los animales. En el cannabis existen algunas singulares: los fitocannabinoides, que nuestro cuerpo puede tomar con receptores endógenos llamados CB1 (en el sistema nervioso central) y CB2 (asociado a células del sistema inmunológico). Estos receptores forman una red lipídica en relación con la homeostasis; o sea, con el conjunto de procesos que lleva adelante el cuerpo para mantenerse a sí mismo.
Así, en el cuerpo humano los fitocannabinoides funcionan como neuromoduladores y pueden tomar parte en la actividad de los neurotransmisores. El CBD es un fitocannabinoide; el THC, asociado con efectos psicoactivos, es otro. “Los dos tienen acción terapéutica”, dice Silva Sofrás. “Pero hay una confusión: la gente cree que el THC es ‘malo’ porque el estado psicoactivo high no es algo que uno quiera en una terapia”.
Sin embargo, mientras el Congreso lo regula y el Ministerio de Educación, Cultura, Ciencia y Tecnología lo investiga, el aceite de marihuana se ha vuelto también un blanco de la política de seguridad. En febrero, un juez federal de Paraná procesó a un activista que daba información para prepararlo; en marzo, Gendarmería decomisó 30 frascos en Salta, un joven que hacía su aceite para tratar su epilepsia fue juzgado en Comodoro Rivadavia (y absuelto); y un padre y una hija que vendían aceite fueron detenidos en Formosa (entre 2015 y 2018, la cantidad de detenidos por causas de drogas aumentó un 145 %).
La semana pasada, la Facultad de Ciencias Bioquímicas de la Universidad Nacional de Rosario (UNR) advirtió que siete de cada diez muestras de aceite de cannabis que llegan a su laboratorio tienen bajo contenido de CBD. “Las que circulan comercialmente en el mercado negro, en general, están bastante diluidas”, dijo el decano de la facultad de Bioquímica, Esteban Serra.
“O sea que hay personas que están pagando 1.500 pesos por algo que no es más que aceite de oliva”, explica Silva Sofrás. “Por eso el control de calidad es importante. Hay personas que cultivan para sus propias familias con un fin noble, y hay otras que se aprovechan de las necesidades y venden cualquier cosa”.
A Silva Sofrás las plantas le parecen organismos maravillosos. “¡Pueden crear su propio alimento con luz!”, se entusiasma. Su tesis de licenciatura fue sobre una planta medicinal de la Patagonia, la adesmia boronioides, la paramela. En esa época ella estaba obsesionada con los flavonoides, unos compuestos fenólicos del metabolismo de las plantas que se utilizan para tratar el cáncer. Se recibió a los 22 años. Su promedio fue 9. Luego hizo en Madrid una maestría en farmacia porque quería saber cómo llega una planta medicinal a ser un medicamento. El curso se llamaba Máster en descubrimiento de fármacos. Su segunda tesis fue sobre una planta antitumoral, la camptotheca acuminata. Y entonces le ofrecieron una beca de doctorado en el CONICET sobre el cannabis. “Y dije: ¿por qué no, si es una planta medicinal?”.
Las plantas continúan siendo medicina útil en el siglo XXI. La mitad de los fármacos, incluyendo a los más vendidos en el mundo, están diseñados a base de metabolitos vegetales. La aspirina, por ejemplo, surgió de la corteza del sauce. Para Silva Sofrás ninguna planta es más que otra, y no está de acuerdo con quienes creen que el cannabis sea una panacea. “¿Es una planta muy especial? Seguro”, dice. “Tenemos un sistema endógeno adaptado a los metabolitos de esta planta y coevolucionamos con ella. Pero hay otras que también son sobresalientes, como el opio y la digitalis”.
En las paredes de su departamento, esta joven bióloga ha grafitteado algunas de sus frases y citas favoritas (hay muchas sobre el amor, el arte y el coraje), y entre ellas también aparecen las formulaciones químicas de los tres compuestos principales que ha estudiado en cada una de sus tesis: un metabolito de la adesmia boronioides; uno de camptotecina, de la camptotheca acuminata; y la molécula del THC. “Hay que investigar todas las plantas medicinales”, dice. “Si no, nos vamos a perder muchísimos recursos farmacéuticos por no conocer su química”.