Herzog por Herzog, comentado por Marcelo Figueras- RED/ACCIÓN

Herzog por Herzog, comentado por Marcelo Figueras

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Herzog por Herzog, comentado por Marcelo Figueras

Herzog por Herzog
Werner Herzog
El cuenco de plata

Uno (mi comentario)

Werner Herzog es uno de los grandes artistas de las últimas décadas. Por supuesto que no está de moda ni es un nombre que suene a menudo en los medios. Lo estuvo brevemente durante los 70, cuando nos deslumbró a través de pelis como Aguirre, la ira de Dios, El enigma de Kaspar Hauser; y Fitzcarraldo. Pero su búsqueda no varió cuando dejamos de prestarle atención, porque respondía a una necesidad que no pasa por la notoriedad ni por los premios. Para Herzog el cine es una herramienta de autoconocimiento, y sólo sirve en la medida en que nos impulsa a vivir experiencias que de otro modo no habríamos tenido.

No es algo que se puede practicar para entretenerse o tener éxito social: es pasión o no es nada relevante, es curiosidad verdadera o se limita a ser un pasatiempo cortesano. Por eso sigue siendo uno de los maestros de verdad para los que narramos. El objetivo es vivir la vida a pleno. El arte viene después, es un desprendimiento natural de esa forma de enfrentarse a la experiencia. Y Herzog por Herzog; —tal como lo articulan las entrevistas que le hizo Paul Cronin— es un documento esencial para quienes pretendemos acercarnos así a la creación, en tanto demuestra que hay método en la locura del (siempre) joven Werner.

Dos (la selección)

Incluso antes de abandonar oficialmente la escuela viví unos meses en Manchester; fui a parar a esa ciudad por causa de una novia. Compré una casa en ruinas en un barrio pobre junto con cuatro bengalíes y tres nigerianos. Era una de esas casas decimonónicas con balcones especialmente construidas para la clase trabajadora; el patio de atrás estaba llena de escombros y basura, y la casa estaba llena de ratones. Allí fue donde aprendí inglés. Luego, a los diecinueve años, inmediatamente después de rendir mis exámenes finales en 1961, abandoné Munich por Grecia al volante de un camión que era parte de una caravana con destino a Atenas. Desde allí fui a la isla de Creta, donde gané un poco de dinero, y luego tomé un barco hacia el puerto de Alejandría, en Egipto, con la intención de viajar al Congo Belga. En aquella época el Congo ya había obtenido su independencia y casi inmediatamente después había caído en la anarquía más profunda y la más oscura violencia. Me fascina la idea de que nuestra civilización es como una delgada capa de hielo sobre un vasto océano de caos y oscuridad, y en ese país habían salido a la luz los peligros más abrumadores. Recién más tarde me enteré de que casi todos los que habían logrado llegar a las provincias orientales del Congo habían muerto.

Tres

El segundo recuerdo que tengo, muy vívido, es haber visto a Nuestro Señor. Fue el día de Santa Claus, el 6 de diciembre, cuando Santa Claus aparece trayendo un libro con la lista de todas nuestras malas acciones del año acompañado por un personaje demoníaco, Krampus. Se abrió la puerta de la casa y de la nada apareció un hombre parado en el umbral. Yo debía tener unos tres años y corrí a esconderme bajo el sillón y me oriné en los pantalones. El hombre vestía un overol marrón, no llevaba puestas medias, y tenía las manos manchadas de aceite. Me miró con tanta amabilidad y fue tan gentil conmigo... ¡que enseguida supe que estaba en presencia de Dios! Después me enteré de que era un empleado de la compañía de electricidad que pasaba por allí por casualidad.

Cuatro

Filmar películas debe tener como fundamento alguna experiencia de vida. Yo sé que gran parte de lo que aparece en mis películas no es sólo invención: es la vida misma, mi propia vida. Cuando uno lee a Conrad o a Hemingway de inmediato percibe cuánta vida real hay en sus libros. Esos tipos hubieran hecho grandes películas, pero agradezco a Dios que hayan sido escritores.

Cinco

Hay que enseñarles a los aspirantes a directores de cine que a veces la única manera de superar los problemas es poner el cuerpo. Muchos grandes directores de cine han sido individuos asombrosamente físicos, atléticos. Un porcentaje mucho más alto que entre los escritores y los músicos. A decir verdad, desde hace un tiempo vengo pensando en abrir una escuela de cine. Pero si la fundara, los aspirantes sólo tendrían permitido llenar el formulario de inscripción después de haber recorrido solos a pie una distancia de unos 5000 kilómetros, digamos de Madrid a Kiev. Y mientras caminan, tendrán que escribir. Deberán escribir sobre sus experiencias y luego entregarme sus cuadernos y sus libretas de anotaciones. Así sabré quiénes caminaron realmente esa distancia y quiénes no. Caminando se aprende más sobre películas que asistiendo a clase. Durante ese viaje a pie usted aprenderá mucho más sobre lo que le depara el futuro que durante cinco años metido en la escuela de cine. Sus experiencias serán lo opuesto del conocimiento académico, porque la academia es la muerte del cine. Es exactamente lo contrario de la pasión.

Seis

Busco darle alguna clase de sentido a mi existencia. Es una respuesta demasiado simplista, lo sé, pero ser feliz o no serlo carece de importancia. Siempre he disfrutado de mi trabajo. Tal vez disfrutar no sea la palabra correcta: siempre lo he amado. Significa mucho para mí tener el privilegio de trabajar en esta profesión, aunque tuve que luchar para hacer mis películas como realmente deseaba y para que se acercaran lo más posible a la visión que estaba buscando.

Siete

Encontramos tanto absurdo en el desierto. ¿Pero sabe una cosa? El desierto tiene algo muy primitivo y muy misterioso y muy sensual. No es solamente un paisaje: es una forma de vida. La soledad es lo más sobrecogedor: todo está envuelto por un halo de silencio. El tiempo que pasé en el desierto es parte de una búsqueda que aún no ha terminado para mí.

Marcelo Figueras (1962) es escritor, periodista y guionista, autor —entre otras novelas— de Kamchatka; y El negro corazón del crimen.


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