Las estadísticas pueden contener verdades brutales. Todo el tiempo se nos dice que hoy la innovación es más veloz que nunca, pero los datos que surgen de la llamada Cuarta Revolución Industrial sugieren que es cualquier cosa menos revolucionaria. El crecimiento de la productividad en las economías avanzadas hoy es el más lento de los últimos cincuenta años.
Esta “paradoja de la productividad” suele atribuirse a problemas de medición o a que los efectos de la adopción de tecnologías disruptivas operan con retardo. Pero otra explicación posible es que el debate público sobre las tendencias tecnológicas tiende a estar dominado por las empresas y los emprendedores que las originan. Nadie escucha las voces de la inmensa mayoría de empresas que tienen problemas para mantenerse a la par del cambio tecnológico (o que le oponen resistencia activa).
Reconocer la existencia de esta perspectiva subrepresentada es esencial para comprender por qué la revolución digital no aparece en los datos (y por qué todavía no es seguro que prospere). Básicamente, todo el alboroto que hay en torno de esa revolución tiende a basarse en generalizaciones sesgadas. Más allá de la fascinación que provocan, la inteligencia artificial (IA), el aprendizaje automático, el análisis de macrodatos (big data) y los robots humanoides siguen siendo competencia de un puñado de empresas.
La atención que reciben estas tecnologías no se corresponde con la escala de su desarrollo y adopción. Como observó jocosamente Dan Ariely, de la Universidad Duke, en 2013: “El big data es como el sexo adolescente: todos hablan de él, nadie sabe realmente cómo se hace, todos piensan que todos lo hacen, así que todos dicen que lo hacen”.
La dinámica del proceso es fácilmente discernible. Los periodistas andan detrás de historias interesantes, los inversores buscan rendimientos atractivos, los consumidores quieren anticiparse a la siguiente moda tecnológica. Las redes sociales, los medios de comunicación globales y los congresos internacionales amplifican las voces de los disruptores, que están interesados en inflar sus propias perspectivas. Y conforme la información pasa de boca en boca, crece el número de creyentes, y el rumor se convierte en regla.
Tomemos por ejemplo el último informe anual del Foro Económico Mundial (WEF) sobre las nuevas tendencias del mercado laboral, que se basa en una encuesta a grandes corporaciones multinacionales. Según el informe, un incremento sustancial de las inversiones en aprendizaje automático, análisis de datos, nuevos materiales y computación cuántica de aquí a 2022 aumentará la demanda de científicos de datos, especialistas en IA e ingenieros en robótica, en detrimento de las profesiones actuales.
El problema es que la muestra de población que usa el WEF es muy poco representativa de la economía real. Dentro de la OCDE, las empresas con más de 250 trabajadores sólo son el 7% de todas las empresas activas, y emplean a menos del 40% de la fuerza laboral. Y aunque los autores del informe son conscientes de este sesgo, sus conclusiones no dejan de ser generalizaciones peligrosas. Sus empleos del futuro no tienen nada que ver con las necesidades de contratación inmediatas de la vasta mayoría de las pequeñas y medianas empresas que todavía operan dentro del marco de la Tercera Revolución Industrial.
Asimismo, un estudio de la OCDE halló que durante la última década creció marcadamente la diferencia de productividad entre las empresas de la frontera tecnológica y todas las demás. Muchas de las tecnologías avanzadas de las que tanto se habla en los medios siguen sin aplicarse en una proporción significativa de las empresas, y esto hace pensar que falta mucho para que incluso las innovaciones más revolucionarias comiencen a verse en un incremento del PBI.
Se ha dicho que tecnologías de uso general como la electricidad y la computadora personal tienden a incidir en la productividad no de forma inmediata, sino unos 25 años después de su creación. Pero ya pasaron 32 años desde que el premio Nobel de economía Robert Solow observó que “la era de la computadora se puede ver en todas partes, menos en las estadísticas de productividad”, y todavía no vemos la era de la computadora en las estadísticas de productividad. ¿Por qué habría de ser la IA diferente a la PC en este aspecto?
No tener en cuenta el punto de vista de los rezagados tecnológicos puede afectar seriamente la formulación de políticas, especialmente si el tecnooptimismo (o el alarmismo) distraen la atención de los problemas graves que enfrentan los sistemas educativos y los mercados laborales aquí y ahora. Si los gobiernos empiezan a asignar más recursos a capacitar a la élite profesional avanzada del mañana, corren el riesgo de fomentar todavía más desigualdad hoy.
Por supuesto, los cínicos pueden desestimar a los “perdedores” diciendo que tienen poco que aportar al debate tecnológico: en el mejor de los casos ocuparán los lugares que la vanguardia digital cree para ellos, y en el peor de los casos se quedarán afuera del mercado laboral. Pero no hay que olvidar que las empresas de menor tamaño, aunque las tendencias económicas les sean desfavorables, todavía tienen poder político para presionar por una regulación más estricta de las nuevas tecnologías que ponen en riesgo su existencia.
La megaempresa global Uber lo sabe muy bien. Todos estos años ha encontrado una fuerte resistencia de pequeños grupos de taxistas bien organizados a los que nadie invitó nunca a las reuniones de la élite global para analizar las virtudes de la economía de plataformas. Y los “olvidados” de las economías avanzadas de todo el mundo ahora hallaron el modo de vengarse, votando a políticos y partidos populistas que se oponen al libre comercio internacional.
Para evitar una reacción todavía peor y comprender mejor el verdadero alcance de la Cuarta Revolución Industrial, hay que ver las disrupciones del presente desde el punto de vista de todas las empresas, no sólo las más avanzadas. Para que una transformación tecnológica sea sostenible se necesita una participación amplia en los beneficios; de modo que ayudar a los rezagados a adaptarse es tan importante como permitir a los innovadores prosperar: hay que escuchar las voces de los perjudicados por la disrupción.
Traducción: Esteban Flamini
Edoardo Campanella es investigador por el programa “Futuro del Mundo” en el Centro para la Gobernanza del Cambio de la IE University en Madrid.
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