Tengo sesenta y cinco años y me gustaría saber cuántos años más de vida me quedan. Seguro que no voy a pasar de los ciento veinte años, pero podría morirme mañana de un accidente o de un infarto. Es decir, la pregunta no tiene respuesta (afortunadamente) si se trata de una persona concreta, en este caso yo, pero se puede contestar en términos de probabilidad si se refiere a un español de mi misma edad, sin concretar, un español cualquiera.
Puesto en otras palabras, se puede pronosticar cuántos años más vivirán en promedio los españoles nacidos el mismo año que yo, y eso es lo que se conoce como esperanza de vida a los sesenta y cinco años, que para un varón es de veinte años. Los españoles que hoy tienen sesenta y cinco años vivirán de media hasta los ochenta y cinco años (aunque algunos se morirán antes y otros después).
La esperanza de vida se calcula para una edad en particular, pero ocurre que en los medios de comunicación se acostumbra a llamar “esperanza de vida” (a secas) solo a la que se calcula a un recién nacido. Para un bebé español de sexo masculino la esperanza de vida es de unos ochenta años. Este uso impreciso del término “esperanza de vida” produce grandes confusiones cuando se especula acerca de cuántos años van a vivir los seres humanos en el futuro.
Porque uno de los argumentos que se repiten es que, como la esperanza de vida ha aumentado de manera espectacular en los últimos tiempos, pronto los seres humanos vivirán más de ciento veinte años. En la población española, sin ir más lejos, en 1901 la esperanza de vida al nacer de los varones no llegaba a los treinta y cinco años, y cuando yo nací rondaba los 65 años.
Pero las cosas no son tan sencillas.
La curva de mortalidad
La esperanza de vida al nacer equivale a la edad promedio de muerte (se calcula haciendo la media de las edades de muerte de todos los individuos de una población) y por eso depende enormemente de la mortalidad infantil.
Todas las especies de mamíferos tienen una curva de mortalidad parecida. Me refiero a que las probabilidades de morir (de no llegar al siguiente cumpleaños) son muy altas al principio de la vida (los niños pequeños siempre están enfermos), luego se estabilizan en un nivel bajo (los adolescentes y los adultos jóvenes tienen una salud y una resistencia de hierro), y vuelven a subir rápidamente en la ancianidad (los viejos siempre están delicados).
De ese modo, la curva de mortalidad tiene inevitablemente forma de U. La medicina ha reducido al mínimo la mortalidad infantil (el brazo izquierdo de la U) y en consecuencia la esperanza de vida al nacer ha crecido prodigiosamente. ¿Pero significa eso que hemos aumentado en la misma proporción la longevidad humana?
Aparece aquí un concepto nuevo, que es el de longevidad, y conviene entenderlo bien. La edad de muerte es individual. Cada uno (usted y yo) tendrá la suya a su debido tiempo; ya sabe, VULNERANT OMNES. ULTIMA NECAT: Todas (las horas) hieren. La última mata. Pero la esperanza de vida (calculada al nacer o a cualquier otra edad) es una variable de la población: cada una tiene la suya (los españoles tenemos la nuestra) y puede mejorar con la alimentación, la higiene y la sanidad.
Por el contrario, la longevidad es una propiedad de la especie: no viven los mismos años los ratones que los elefantes. Claro está que un elefante concreto puede morir antes que un ratón concreto, pero los elefantes más viejos viven mucho más que los ratones más viejos, de manera que podemos definir la longevidad como la duración potencial de la vida en cada especie, o lo que puede llegar a vivir un individuo (con suerte).
Por cierto, no solo es más larga la vida del elefante, sino que son más dilatados los diferentes periodos de su ciclo vital, ya que tarda mucho más en llegar a adulto y poder reproducirse. Y como dato intrigante añadiré que hay una correlación estrecha entre longevidad y tamaño del cerebro en los mamíferos.
Esperanza de vida al nacer y longevidad
Si tuviera que resumir el mensaje de este artículo en una sola frase, sería esta: no es lo mismo esperanza de vida al nacer que longevidad.
Esta sencilla consideración debería servir para enfriar las expectativas más delirantes de prolongar la vida humana varios siglos, porque podemos mejorar la esperanza de vida, ya que tenemos la capacidad de reducir la mortalidad infantil o la de los adultos, pero eso no altera en modo alguno el hecho de que pertenecemos a una especie que, como todas, tiene una longevidad fija.
En la época de Altamira a los treinta años eran viejos, se suele decir, y ahora estamos en plena forma a los sesenta y cinco. ¿No significa eso que hemos avanzado mucho en el camino de la prolongación de la vida humana? ¿No llegará un momento en el que a los ochenta años estemos como ahora a los treinta, y que por lo tanto seamos viejos mucho más tarde? Lamento ser de nuevo un aguafiestas, pero es que este razonamiento falla por la base: la premisa es falsa.
Gorilas en plena forma
¿En qué datos se basan afirmaciones tan rotundas como la de que a los treinta años una mujer o un hombre del Paleolítico estaban en un estado físico y mental equivalente al de nuestros ancianos?
El mero hecho de que los chimpancés puedan vivir en libertad (y las hembras tener hijos) después de los cuarenta años nos debería hacer dudar de tales asertos. Porque de ninguna forma puede decirse que un chimpancé o un gorila de treinta años sea un viejo. Al contrario, está pletórico de facultades.
Tenemos tablas demográficas de poblaciones humanas históricas, y también de los últimos pueblos de cazadores y recolectores que han vivido hasta hace muy poco casi como en la época de Altamira. Para poder contestar a la pregunta popular de “¿a qué edad se morían en la prehistoria?” voy ahora a cambiar de parámetro demográfico. En lugar de utilizar la esperanza de vida me fijaré en lo que en estadística se llama la moda (una moda fúnebre, desde luego), que es la edad más frecuente de morirse, la que arroja cifras más altas.
Pues bien, y ahora viene la sorpresa, la moda de edad de muerte era aproximadamente la misma en los cazadores y recolectores, los romanos y las poblaciones europeas del siglo XIX: los que conseguían llegar a adultos se morían de viejos en torno a los setenta años.
Esa podría ser considerada la longevidad natural (biológica) de la especie Homo sapiens, aunque por supuesto ahora podamos vivir muchos más años porque no tenemos que salir a cazar o a recolectar, ni estar moviéndonos continuamente por el territorio, además de que contamos con el auxilio de la medicina. No es tan sorprendente la moda de los setenta años para los humanos si pensamos que en los chimpancés la moda puede estar en torno a los cuarenta y pocos años.
En resumen, el espectacular incremento de la esperanza de vida al nacer en las poblaciones actuales no supone un avance comparable en nuestra lucha por el aumento de la longevidad. No es que vivamos muchos más años que antes, sino que somos muchos más los afortunados que llegamos a la senectud.
Lo diré de otro modo, para que se entienda mejor. Un español sano de cincuenta o de sesenta años no está mejor “conservado” que un hadza del lago Eyasi (en Tanzania) de la misma edad. Lo sé porque los he conocido.
Es probable que algún día la ciencia llegue a entender qué hace que las diferentes especies biológicas tengan longevidades tan dispares, dónde está ese reloj biológico secreto que también establece cuándo somos bebés, cuándo niños, cuándo adolescentes, cuándo adultos jóvenes, cuándo maduros, y cuándo viejos.
Y también puede ocurrir que ese mecanismo que regula el ciclo vital del individuo esté tan íntimamente ligado a la biología general del organismo que no pueda ser modificado sin alterar la homeostasis, el equilibro de todo el sistema. Me temo que prolongar la vida no saldrá gratis.
En cualquier caso, mientras la ciencia avanza, conviene que empecemos a preguntarnos si de verdad queremos ser eternamente viejos.
Juan Luis Arsuaga es Catedrático de Paleontología en la Universidad Complutense de Madrid y Director del Centro UCM-ISCIII evolución y comportamiento humanos.
© The Conversation. Republicado con permiso.