Son frecuentes, sobre todo cuando hay cambios en el diccionario, las críticas a la Real Academia Española por xenófoba, racista, antisemita, machista, homófoba, misógina y cualquier otra acusación de incitación al odio o rechazo a un colectivo. Suele imputársele incluir acepciones ofensivas a la dignidad.
Quizás esta acusación surja por la extendida costumbre de no leer los prólogos, preámbulos, introducciones, avisos y advertencias que preceden a los diccionarios. Precisamente, en el preámbulo de la última edición del diccionario académico, la del Tricentenario, se afirma:
“La corporación […] procura aquilatar al máximo las definiciones para que no resulten gratuitamente sesgadas u ofensivas, pero no siempre puede atender a algunas propuestas de supresión, pues los sentidos implicados han estado hasta hace poco o siguen estando perfectamente vigentes en la comunidad social”.
¿Sería adecuado eliminarlos para que ningún hablante los conozca y, así, evitar usarlos? El preámbulo del Diccionario de la lengua española responde:
“Del mismo modo que la lengua sirve a muchos propósitos, incluidos algunos encaminados a la descalificación del prójimo o de sus conductas, refleja creencias y percepciones que han estado y en alguna medida siguen estando presentes en la colectividad. Naturalmente, al plasmarlas en un diccionario el lexicógrafo está haciendo un ejercicio de veracidad, está reflejando usos lingüísticos efectivos, pero ni está incitando a nadie a ninguna descalificación ni presta su aquiescencia a las creencias o percepciones correspondientes”.
El diccionario no es la obra moral que prescribe qué palabras usar; no es un catecismo, ni un libro de buenas maneras, aunque la Academia, en el mismo preámbulo, reconoce que “existe la ingenua pretensión de que el diccionario pueda utilizarse para alterar la realidad”. El diccionario refleja la sociedad que emplea la lengua, sus virtudes y sus vicios, sus bondades y maldades, y sus cambios. Por eso varía, reflejando salidas y entradas de palabras y sentidos, según el uso de los hablantes.
Palabras para definir el concepto
Ahora, con motivo del Día del Orgullo LGTBI+, miramos cómo la RAE aborda la homosexualidad, que el diccionario define como “inclinación erótica hacia individuos del mismo sexo”, incluyendo lesbianismo ‘homosexualidad femenina’ y uranismo ‘homosexualidad masculina’.
Los dos términos tienen origen clásico, aunque los tintes idílicos de la antigüedad pronto se topan de bruces con la definición de uranismo en el diccionario de Alemany y Bolufer (1917). Primero se incluye como patología; se emplea, “principalmente, en medicina legal”. Luego se dice que es una “inversión sexual” sin origen físico, pura perversión, sin que los órganos genitales presenten “vicio de conformación”.
En los diccionarios de la RAE hay voces diversas para el hombre homosexual: bujarra, bujarrón, gay, homosexual, marica, maricón, mariquita y sarasa. Y también afeminado, bollero, invertido, lesbiano y tortillero. Estos últimos aparecen con variación de género, con formas masculinas y femeninas.
Los primeros en aparecer, en el Diccionario de autoridades (1726 y 1734), son afeminado, bujarrón, marica, maricón e invertido. En 1803 surge mariquita. Y en el siglo XX, sarasa (1925), bujarra (1927), homosexual (1936) y gay (1984). Todas siguen estando, salvo bujarra, que desaparece en 1992. No supone esto que la inclusión en el diccionario coincida con el momento de su aparición en la lengua española; el refrendo del diccionario se produce tras la comprobación de su uso frecuente.
Pero el lesbianismo también recibe voces despectivas, aunque menos y más tardías. La primera aparición de lesbiano se da en el suplemento del diccionario académico de 1970 y remite a amor lesbio: “Amor homosexual entre mujeres”. Tortillera se incorpora en 1985 y bollera en 1989. Ambas llegan marcadas como “vulgares”.
Definiciones que cambian con el tiempo
Pero no solo las incorporaciones o desapariciones de palabras en la lexicografía son interesantes. También lo son las definiciones y ejemplos que afloran.
En 1726, en el Diccionario de autoridades, para afeminado no se usa ninguna definición que aluda a la sexualidad, pero se asimila a lo femenino, inferior a lo masculino: “Inclinado, y reducido al génio y manéra de obrar y hablar de las mugéres […]. Lat. Debilis. Imbecillis. Infirmus”.
Homosexual, en 1936, se define como “sodomita”, y así llega hasta 1956; en 1950 es el que “busca los placeres carnales con personas de su mismo sexo”.
En 1989 se identifican afeminado y homosexual y aparece un sentido que acerca la homosexualidad al vicio: “Inclinado a los placeres, disoluto”. Y es que la sociedad española aún relacionaba la homosexualidad y perversión: en 1995 estallaba el caso Arny, un juicio de prostitución de menores en un bar de Sevilla en el que los imputados, todos ellos hombres homosexuales, y algunos famosos, fueron acusados sin pruebas y juzgados en los medios de comunicación, aunque la mayoría resultarían finalmente absueltos.
La débil voluntad que Autoridades asocia a la mujer está en las definiciones de marica y maricón. Marica es un hombre fácilmente manejable: “hombre afeminado y de pocos brios, que se dexa supeditar y manejar”. En 1803 se describe como hombre “de poco ánimo y esfuerzo” y en 1984, “homosexual, invertido”. Desde 1992 marica es un “insulto empleado con o sin el significado de hombre afeminado y homosexual”.
Maricón tampoco se libra de la supuesta abulia femenina: para Autoridades es “hombre afeminado y cobarde”. En 1884 se le añade “sodomita”, y en 1970, “invertido”. No conformes, en 1984 es “persona despreciable e indeseable”. En 1992 se mantiene la voz, pero al menos se indica que es “insulto grosero”. Y el bujarrón es “hombre vil è infame, que comete activamente el pecado nefando” (1726).
En definitiva, los diccionarios académicos, desde Autoridades hasta la edición del Tricentenario, incorporan y pierden palabras y definiciones relacionadas con la homosexualidad: la Academia no se erige en creadora de comportamientos lingüísticos, sino en reflejo de la actuación de los hablantes.
La lengua no es un ente estático; al contrario, es una de las realidades más dinámicas que conocemos y, como tal, cambia en función de la evolución de la sociedad que la usa. Precisamente por ello es por lo que la RAE realiza ediciones periódicas de su diccionario: el objetivo es reflejar cómo la lengua varía en función de los cambios sociales; y la percepción de la homosexualidad no escapa a esta transformación y deja por ello su reflejo en el tratamiento lexicográfico.
Francisco Molina-Díaz, PDI. Área de Lengua Española, Universidad Pablo de Olavide
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.