Ahora que se acercan el fin de curso y las vacaciones, es un buen momento para diseñar un ocio saludable y enriquecedor. Relajarnos al aire libre es una de las opciones con más garantías de hacernos felices. Unas vacaciones volviendo a conectar con la naturaleza estimulan nuestro cerebro.
¿Por qué los espacios abiertos y naturales tienen ese poder para ayudarnos a “recargar las pilas”? Tenemos bastantes argumentos para afirmar que la naturaleza “nos llama”. Empezando por cómo se modela nuestro cerebro.
Todo empieza en nuestros sentidos. Vista, oído u olfato son nuestras ventanas al mundo exterior. Cada experiencia que percibimos con ellos nos cambia.
Lo nuevo se compara con lo que ya conocemos. De esta forma, desde la infancia los cerebros acumulan vivencias. Medimos el mundo, lo exploramos y, así, lo entendemos.
Ambientes ricos en estímulos
Lo cierto es que esa conducta de exploración del medio al cerebro le gusta porque activa sus sistemas de recompensa. Si exploramos ambientes ricos en estímulos disfrutaremos mientras aprendemos de ellos.
De todos los entornos explorables ningún ambiente será más excitante para nuestro cerebro que la naturaleza misma. Cada paseo al aire libre lo llenará de sensaciones. A cada paso le llegarán el olor de las flores, el canto de los pájaros o el sabor del agua fresca. Es un escenario vivo y cambiante que favorece la sorpresa constante. Inmersos en el paisaje, intensificamos nuestra atención. Y, con ella, los mecanismos del aprendizaje y la memoria.
Prestar atención
Por eso, en ese camino es fundamental prestar atención a lo que nos pasa. La atención es un proceso basado en la concentración selectiva en un aspecto concreto de la realidad (mientras que se ignora cualquier otro). Con nuestro cerebro concentrado, se van a coordinar todas las sensaciones recibidas. El pensamiento se centrará en lo que le ocurre, en identificarlo y comprenderlo.
Un sonido, un olor, la suavidad de la hierba o simplemente moverse activan distintas áreas cerebrales. Cada sensación nos ayudará a explorar un aspecto de la naturaleza que nos rodea.
El cerebro integrará esos datos y construirá un conjunto coherente: de ello ha dependido nuestro éxito como especie a lo largo de nuestra vida en la Tierra. En un entorno en constante variación, espiar sus claves resulta vital.
Emociones y aprendizajes
Además, la emoción que crea despierta nuestra curiosidad, motivándonos a aprender más y mejor.
La naturaleza que nos envuelve, que vemos, que olemos, que tocamos y ¡hasta comemos! intensificará la actividad en nuestros circuitos cerebrales haciéndonos más felices. Es esa necesidad innata de nuestra especie de explorar para conocer, conocer para aprender, aprender para amar.
De ahí, lo importante de reconectar con el medio que todo lo alberga… ¡Y mejor hacerlo en compañía!
La importancia de la compañía
Somos unos seres muy sociables. El cerebro humano necesita actividades en grupo y al aire libre. Así, desarrolla sus capacidades físicas (gracias al ejercicio que potencialmente suponen). Además, mejora otras habilidades como la observación o experimentación o la confianza en las propias percepciones. Cada cerebro se entrena para ver mejor el mundo. Pero además, al hacerlo en grupo, renueva su empatía o su capacidad de cooperación. Aunque nos empeñemos en ser urbanitas y vivir de espaldas a la naturaleza, nuestra evolución nos impone un retorno al contacto con ella.
Adicionalmente, conocer la naturaleza será vital para nuestro compromiso con ella. El conocimiento de la situación real de nuestro entorno nos permitirá poder valorarlo. Y, de camino, ser capaces de identificar los problemas que le aquejan. Una sensibilización así ha de conducir a adquirir hábitos sostenibles.
El cerebro adquiere esos hábitos con el entrenamiento de sus sistemas de aprendizaje. Abriendo los sentidos a la belleza de los paisajes naturales se acostumbrará a sus cambios y los identificará revelando sus significados.
En definitiva, como decía Edward Abbey:
“La naturaleza no es un lujo, sino una necesidad del espíritu humano, tan vital como el agua o el buen pan”.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.