Una carta te puede cambiar la vida. En abril de 1982, con tan solo 19 años, Esteban Pino recibió por carta la instrucción para presentarse y prestar sus servicios en las Islas Malvinas. Cuando llegó al cuartel, el cupo estaba lleno. Pero las lágrimas de una madre despidiendo a su hijo hizo que le pidiera a un Sargento ir en su lugar. Un largo camino, que traza su línea hasta el día de hoy, comenzaba.
Sin tanta conciencia de lo que se avecinaba, Esteban desembarcó en Puerto Argentino en menos de 24 horas. Allí lo derivaron a Monte Williams, a ocho kilómetros de la ciudad, donde ocupó su puesto como asistente de ametrallador durante los días de combate. El terror, los gritos y el miedo tardaron un mes en aparecer, pero llegaron. Y nunca más los olvidó.
Las noches se volvieron más frías. Más oscuras. “Sin la luz del día, tu cuerpo era invisible, irreconocible. El hambre era desgarradora y la sed esclavizante”. Valor y coraje, le escribió su mamá en un telegrama. Valor y coraje, se repitió Esteban. Él no se quedaría en esas Islas: siempre supo que no iba a morir allí. Incluso cuando fue prisionero de los ingleses. Hoy recuerda con emoción que fueron ellos quienes lo regresaron a la Argentina con honor.
En su país, fue un héroe huérfano del respeto. Por 25 años, Malvinas era solo una parte suya, de nadie más. La sociedad y el Gobierno lo condenaron al silencio. Hasta que un día con Gerardo Estrada, amigo íntimo y veterano, decidieron poner en palabras la historia en su libro “Contar Malvinas”. Hoy, su último deseo: un verdadero reconocimiento.
— ¿Cómo fue ese primer momento en el que te enteraste de que tenías que ir a Malvinas?
— Yo había hecho la colimba el año anterior y en realidad estaba preparándome para entrar a la facultad. En la semana previa a comenzar las clases, miro en la televisión y veo que dice “Argentina recuperó las Malvinas”. Todos festejaron, pero a mí se me vino el mundo abajo: sabía que me iban a llamar. Unos días después, estaba en el campo con mi familia y me llega una carta que me dice que tengo que estar en 24 horas en el cuartel.
Cuando llego, todo era euforia. También me dicen que el cupo ya estaba lleno. Sin embargo, veo una escena que no me olvido más. Un soldado, todo vestido de verde, con su casco, su fusil, su mochila, a los abrazos con su madre. Los dos lloraban como locos. Ahí le digo a mi Sargento que me ponga primero antes que a él. No lo hice por patriotismo, lo hice por la empatía que sentí. Como si esa madre fuera la mía.
— ¿Cómo fue despedirte de tus padres, de tu familia?
— No me despedí propiamente. Cuando me fui del campo mis viejos me dijeron que el domingo me iban a venir a visitar al cuartel. Cuando ambos llegaron, el soldado les dice: “su hijo ya está en Malvinas”.
— ¿En qué medida eras consciente de a dónde estabas yendo?
— Inconsciencia absoluta. Nunca pensamos que íbamos a una guerra. Pensamos que íbamos a una ocupación. Nunca nos imaginamos que los ingleses, ubicados a más de 12 mil kilómetros y sin autonomía de vuelo de aviones, iban a venir. Fue una inconsciencia también de la dictadura de Galtieri pensar que los ingleses no se iban a sentir movidos con esto. Ellos tienen un gran orgullo británico y, además, Thatcher vio en la guerra una oportunidad para perpetuarse en el poder.
— ¿Cómo te diste cuenta de que era una guerra?
— Como dice el dicho, la primera víctima de la guerra es la verdad. Hasta el 25 de abril, todo estaba tranquilo. Ese día escuchamos rumores de que los ingleses habían desembarcado en las Islas pero que ya habían sido repelidos. El 1 de mayo, una semana después, yo estaba haciendo guardia de noche. Tenía mucho frío y le pedí a mi Sargento si podía ir a tomar un té dentro de la carpa. Cuando me acomodo, sentí un estruendo que nunca había escuchado en mi vida.
Me empezaron a pedir el reporte, yo estaba a cargo de mis 53 compañeros, pero no veía nada. La noche era tan oscura que si estirabas la mano no te la veías. No hay estrellas. Y de repente, otro estruendo terrible. Miro hacia el costado y veo una llamarada de fuego. Empiezo a escuchar tiros, bombas, aviones volando. Ahí me di cuenta que empezó la guerra. No solo para mí, sino para todos. Empezamos cavar pozos para las trincheras con una velocidad motivada por el miedo. Teníamos 19 años. No sabíamos mucho qué hacer.
— “Fueron tres frentes, el frío, el hambre y los británicos”, confiesa Néstor Marrapodi, veterano de Malvinas. ¿Estás de acuerdo?
— Totalmente. Llueve mucho y el frío es para morirse. Hubo sensación térmica de -20 grados. Y nosotros no teníamos ropa para cambiarnos. Si te mojabas, tenías que seguir así. En cuanto a la comida, empezó a ser mucho más escasa desde los ataques ya que el camión que venía hasta Monte Williams (donde estaba) no podía salir. Terminé bajando 16 kilos. El estrés te hace bajar mucho de peso. También le sumo la sed: teníamos una cantimplora de un litro pero se necesitaba más. En la desesperación, llegamos a tomar de los charcos.
— ¿Y los ingleses?
— Ellos eran el enemigo real. Significaban miedo e incertidumbre. Al principio solo sabíamos los rumores. Las autoridades nos decían que estaban siendo replegados con fuego patrio nuestro. Hasta que empezaron a llegar a nuestro sector soldados que ya habían combatido y nos contaron la verdad. A medida que pasaba la guerra, nos fueron acorralando hacia Puerto Argentino. Yo llegué a ser tomado como prisionero por los británicos.
— ¿Cómo fue eso?
— Los últimos tres días de la guerra fueron plenos combates. Gente corriendo. Tiros. Gritos. bombas. Olor a guerra. Olor a muerte. El 14 de junio nos dicen que tenemos que dejar la posición en Williams e ir a Puerto Argentino a hacer combate. Caminé ocho kilómetros con mis pies congelados y cuando llegué a la ciudad vi algo surrealista: soldados británicos armados en la vereda de enfrente que no nos disparaban. Y nosotros tampoco. De a poco nos fuimos dando cuenta que se había terminado.
En ese momento caímos como prisioneros de guerra. Durante el día, los ingleses nos ponían a limpiar la ciudad y a la noche nos metían en un galpón. Yo hablaba inglés, y tenía llegada. Logré que me dejaran a mi y a mis soldados a cargo comer la comida que había del Gobierno almacenada en Puerto Argentino. Fue impresionante lo que comimos. Después de cuatro días, nos subieron a los barcos para llevarnos a Comodoro Rivadavia.
— ¿Y en el viaje?
— Durante el trayecto preguntan quién habla inglés. Levanto la mano y voy. Hago de traductor. Cuando me siento uno de los suboficiales me dice que si volvía a hacerlo cuando vuelva al cuartel iba preso y no aparezco más. Los ingleses insistían con mi nombre pero no respondía. Hasta que uno lanza un tiro al techo que lastima a un compañero. Ahí me liberan porque la necesidad era inminente.
Pasé tres días del viaje en barco charlando con los ingleses, que nos dieron de comer y nos dejaron bañarnos. Terminamos saludándonos con emoción, en particular con un soldado. Le quise preguntar su nombre pero no me lo podía dar. Nunca lo localicé. Pero el tiempo me dio una revancha. Hoy soy muy cercano con el jefe de los Gurkas, dimos juntos una charla, un reportaje. Nos hablamos seguido. Al final, los ingleses estaban en la misma posición que nosotros.
— ¿Cuál fue la decisión más difícil que tuviste que tomar ahí en las trincheras?
— A diferencia de otros, para mí no fue tirarle al enemigo. Una vez me peleé con uno de mis compañeros. Y él se fue del pozo en el que estábamos. El estrés de la guerra a veces te hace reaccionar de manera impensada. En mi balance como soldado, cumplí en todo, menos con eso. No me arrepiento de dispararle a alguien, porque la guerra era matar o morir, pero sí de haber tenido ese enfrentamiento con mi compañero. Supe que sobrevivió. Hasta el día de hoy trato de seguir ubicándolo. Le mandé una carta y preguntó en los grupos de veteranos, pero nadie puede dar con él.
— ¿Qué era peor en las trincheras?
— El combate. Generaba terror. Tenías que superarlo. Era un nivel de adrenalina inexplicable para alguien que no lo vivió. La espera, también era terrible. Estabas viendo si venían o no. Quizás escuchaban los ruidos del monte de al lado donde estaba peleando: los heridos, las bombas. Era una sensación de que se te venía encima en cualquier momento. Miedo completo.
— ¿Qué se siente estar tan cerca de la muerte?
— Yo nunca pensé que me iba a morir. Vi morir gente, eso sí. Te volves una persona muy fría en la guerra. Tuve miedo, pero nunca a morirme. De hecho, creo que en otras circunstancias de la vida me asustó más mi muerte. Creo que en Malvinas la inconsciencia de la edad me jugó a favor.
— ¿En toda la vorágine de la guerra había algún momento de luz?
— Muchos. En la guerra, a diferencia de como te muestran en la películas, no estás siempre palo a palo. Hay muchas horas de espera que nos poníamos a leer la carta de las novias o de la familia y les respondíamos, casi nunca contando la verdad para no preocupar. Y eso era un tiempo de mucha emoción. También, por momentos, aprovechamos apreciar donde estábamos y encontrábamos la risa en ciertas ocasiones.
— “La derrota es huérfana” afirma el dicho. ¿Es así?
— Yo siempre digo que estoy orgulloso de haber ido porque es una experiencia de vida que me marcó. Pero el ocultamiento que tuvimos después de la guerra, la negación que duró más de veinte años, fue terrible. A nosotros nos hicieron firmar bajo juramento que si hablábamos íbamos presos. La sociedad también fue partícipe: nadie quería escucharlo. Este ocultamiento generó incluso más muertos que en la guerra: muchos veteranos se suicidaron.
Para que te des una idea, con un compañero de Malvinas, que hoy es mi íntimo amigo y compartimos la vida, nos pasamos 25 años sin hablar de la guerra. Un día empezamos a tocar el tema de la endorfina que liberas cuando corrés y eso derivó en Malvinas. Decidimos escribir un libro juntos para nuestros hijos, para que sepan lo que vivimos. El proceso de escritura duró unos ocho meses y nos dio mucha emoción, mucha alegría. El hablar es sanador, nos hizo muy bien a nosotros y a nuestro entorno. Fue alucinante.
— ¿Tuviste ayuda psicológica después de la guerra?
— Sí, y fue fundamental ese acompañamiento después de esta experiencia. A mi no me lo dio Argentina, me lo pagué con mis propios recursos. Yo quería ir a un psiquiatra para que me ayudara a pasar el estrés postraumático y no quedar mal psicológicamente después de la guerra. En el largo plazo, no tuve secuelas. Cuando llegamos, apenas, sí soñaba con alertas rojas, bombas, ruidos.
— ¿Sentís que alguien te tiene que pedir perdón?
— Para serte sincero, sí. Tuve mucho resentimiento contra los militares al principio, pero hoy ya muchos de ellos murieron. Quizás guardo sentimientos contra algunos jefes que no fueron buenos líderes. También entendí que parte de este ocultamiento fue culpa de la sociedad que no nos quiso escuchar ni ver. En su momento también me enojé con ella. Creo que el reconocimiento correcto funcionaría como un buen perdón. Todos tenemos la ilusión de que pase. Quizás algún día un desfile, música, aplausos. Eso nos falta.
— ¿Es posible liberarse de esa experiencia de vida?
— Todos los días pienso en Malvinas. Siempre hay algo que me lo recuerda. Pero no desde lo negativo, sino porque llega alguna noticia, hablo con algún veterano. A medida que pasan los años, en vez de quedar más alejados, estamos más presentes. Hoy ya dejó de ser un tema malo, negativo, tabú, del que no se habla. Ya hay un lugar para nosotros.
— ¿Volviste a ir a Malvinas?
— Sí, fui a correr una maratón, la más austral del mundo de hecho. Fui con mis dos hijos, en el año 2008, y pasamos una semana impresionate. Fui a mi trinchera, encontré un pedazo de mi carpa, armamento, mi pozo, partes de avión caído. Fue alucinante, fue una emoción plena caminar por las Islas. Pienso volver con mis dos hijos más chicos.
— ¿En qué aspectos te acompañan hoy Las Malvinas?
— Hay que seguir adelante. Eso me guardo de Malvinas. En la vida te pasan muchas cosas: muertes, divorcios, pérdida de laburo. Se trata de aceptar y seguir adelante. Esa es la mayor enseñanza que me dio.