Cada cuatro años tenemos un 29 de febrero, un día extra que sirve para algo más que hacerle chistes a las personas que nacieron en ese día. "Astronómicamente, el 29 de febrero se trata exactamente de ponerse al día", cuenta la revista Scientific American.
Las dos unidades básicas de tiempo que usamos, el día y el año, se basan en acontecimientos astronómicos. El día, sabemos, es lo que la Tierra tarda en girar sobre su propio eje, mientras que el año es lo que tarda en completar una órbita alrededor del Sol. Pero esta explicación es un poco más compleja y tiene que ver con la existencia del 29 de febrero.
¿Cómo medimos un día?
Para tener garantías de que la tierra giró sobre sí misma necesitamos un punto de referencia: el Sol. El tiempo que tarda el sol en ponerse por el sur, volver a salir y alcanzar de nuevo el meridiano sur es un día solar, que definimos como 24 horas o 86.400 segundos.
Técnicamente, este es el día solar promedio, que es útil para el cronometraje porque la Tierra se mueve a diferentes velocidades en diferentes puntos de su órbita, lo que cambia la duración exacta de cualquier día en particular.
Esto ya lo sabían los pueblos antiguos. Y cuando Julio César decidió cambiar la base del calendario romano y pasar de utilizar la Luna al Sol, también decretó que cada cuatro años se añadiría un día más para mantener todo sincronizado.
¿Cómo medimos un año?
Existen varias formas de medir la duración del año. Nuestro calendario actual se basa en el año trópico, es decir, el tiempo que transcurre de equinoccio de primavera a equinoccio de primavera.
¿Qué implicancias tienen estas mediciones?
Un año tropical dura 365,2422 días solares promedios. Como la rotación de la Tierra y el periodo orbital no están ligados de ninguna manera, no se dividen por igual. Nos queda ese resto de 0,2422, que es la clave de los años bisiestos.
Si empezamos a medir el día y el año exactamente en el mismo momento, al cabo de un año la Tierra habrá girado 365 veces, más 0,2422 de vuelta adicional cuando comience el nuevo año. Al cabo de cuatro años, esto suma 0,9688 días, lo que es prácticamente un día completo. Es decir, habremos acumulado un día más en el año.
Pero en este cálculo encontramos un nuevo problema: agregando un día entero, nos estamos pasando un poco: después de cuatro años sólo nos queda 0,9688 día, no 1,0 día. La diferencia es de 0,0312, es decir, unos 45 minutos. Eso significa que cada cuatro años nos quedan por contabilizar unos tres cuartos de hora. Con el tiempo, eso se acumularía y el calendario volvería a estar desfasado.
Por eso, en 1582 el Papa Gregorio XIII reformó de nuevo el calendario. Decretó que cada año 100 (para simplificar, los años que terminan en 00) no sería bisiesto. Hay 25 años bisiestos en un siglo, por lo que este método elimina 25 x 0,0312 = 0,78 días, y el calendario se sincroniza un poco mejor a largo plazo. Pero, de nuevo, no exactamente. Con este algoritmo, cada 100 años el calendario se retrasará 1 - 0,78 = 0,22 días.
Para acomodar la cuenta una vez más, el Papa Gregorio XII agregó un año bisiesto más cada 400 años. Yendo a los números, la cuenta sería á 4 x 0,22 = 0,88 días más. Añadiendo un día, estamos bastante cerca de ponernos al día con la irritante relación anual-diurna no integral de la Tierra.
¿Cómo queda, en definitiva, la regla?
En conclusión, la regla de medición del tiempo que usamos ahora quedaría de la siguiente manera: cada cuatro años, es decir, todos los años cuyo número es divisible por 4, son bisiestos y se les concede un día más. Salvo cada 100 años cuando se omite el día bisiesto. Salvo cada 400 años cuando se invierte la regla y se vuelve a añadir un día bisiesto. Por tanto, los años 1700, 1800 y 1900 no fueron bisiestos. El año 2000 sí lo fue porque, aunque es divisible por 100, también es divisible por 400. El año 2100 no será bisiesto, pero el 2400 sí, y así sucesivamente.
Siguiendo a Scientific American, "cuando se trata de astronomía, números y calendario, las cosas parecen sencillas, hasta que no lo son".