Antonio Fernández Vicente es profesor de teoría de la comunicación en la Universidad de Castilla-La Mancha
Un ensayo fotográfico de André Kertész, donde las instantáneas nos muestran momentos de recogimiento y fascinación en torno a la lectura, se tituló sencillamente Leer. En una de las fotografías, tres niños húngaros desharrapados devoran con avidez, encorvados, el mismo libro.
¿No sería hoy una estampa más significativa la de niños (y adultos) absortos en la lectura de sus dispositivos digitales?
Al igual que hay oyentes que oyen sin escuchar, y videntes que miran sin ver, los analfabetos secundarios no son capaces de leer entre líneas ni de explorar e indagar en los textos.
Las formas de leer a través de dispositivos digitales privilegian lo que la neurocientífica Maryanne Wolf llama skim reading: sentimos impaciencia cognitiva al mismo tiempo que nuestra capacidad para la lectura profunda, para el análisis crítico, la ausente y renombrada empatía, se empobrece.
En realidad son los valores de nuestra sociedad, la velocidad, la interconexión y el pragmatismo, los que se encarnan en el uso generalizado de tabletas y smartphones. De ahí la valoración del speed reading, a través de aplicaciones como la RSVP (Rapid Serial Visual Presentation).
Se trata de economizar el tiempo y los movimientos oculares incluso aunque sea a costa de la calidad y profundidad de la lectura.
La lectura como desaparición
Recuerda la imagen inicial de los niños el comienzo del prefacio que Marcel Proust escribiera en 1905 a Sésamo y lirio, de John Ruskin:
“Quizá no hubo días en nuestra infancia más plenamente vividos que aquellos que creímos dejar sin vivirlos, aquellos que pasamos con un libro favorito”.
La lectura atenta, que trata de descifrar los entresijos y complejidades de los textos, es una forma de vivencia en tiempos lentos y, además, un modo de desaparecer de sí. Olvidamos nuestras vidas para sumergirnos en otras. ¿No es esto realidad aumentada?
Son lecturas en silencio, creativas, frente al ruido ensordecedor. Las experimentamos en la intimidad de una precaria iluminación, sustraída a la comunidad, como la ilustrada por el pintor flamenco Matthias Stom. La luz y la imaginación corresponden al lector.
Al contrario, la hiperestimulación y la hiperconexión dan lugar a lecturas volátiles. No hay retiro posible cuando caemos presos de la doctrina del Always on descrita por la socióloga Sherry Turkle.
Siempre conectados y por tanto anclados de forma inexorable a nuestros contactos, como en la lecto-escritura compartida y comentada por los propios lectores de Candide 2.0. ¿Por qué esa obsesión con escribir y contribuir a la infoxicación? ¿Por qué no enorgullecerse, con Borges, no de lo que hemos escrito, sino de lo que hemos leído? La lectura también es activa y creativa.
La degradación de la lectura se expande por el colonialismo digital y sus modos normativos de lectura. El papel sabe a poco: nos parece una prisión cuyos lindes son infranqueables porque requiere el esfuerzo de imaginar por uno mismo.
La lectura como encuentro con lo diferente
En todas las fotografías de Kertész esa mirada escrutadora e incierta, absorta en las peripecias y pensamientos arrojados por otros, revela que la lectura es un viaje a lo desconocido.
Como nos decía Italo Calvino en Si una noche de invierno un viajero, leer “es ir al encuentro de algo que está a punto de ser y aún nadie sabe qué será”. Olvídate de la televisión, nos decía. ¡Olvídate del dispositivo digital hiperconectado!
Habría que dejar, con Calvino, que todo el mundo que nos rodea se esfume en lo indistinto, más allá de cualquier estímulo o preocupación egocéntrica. Leer para salir de uno mismo y encontrarse con lo que no eres tú. Pero no para huir de este mundo, sino para comprenderlo mejor desde otros puntos de vista diferentes al nuestro. Es una práctica contraria al narcisismo gregario presente en las redes sociales. Leer para entender en profundidad a los demás.
Leer no es cómodo. No es para consumidores ni clientes. En una carta de 1907, Kafka nos conminaba a leer los libros que nos estremezcan y golpeen: “Un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros”. Las mejores lecturas suelen ser las que propician zozobra en el lector y conmueven sus creencias más arraigadas.
Decía Kafka que leemos para hacer preguntas. ¡No para responderlas! Y mucho menos para habitar la burbuja de los filtros en las redes.
Es lo propio de la curiosidad: preguntar de continuo ¿por qué?, como harían los niños fotografiados por Kertész. De hecho, ése es el origen de las narraciones: inventamos los relatos para dar forma a nuestras preguntas.
Lectura trivializada
El historiador de la cultura Roger Chartier advirtió cómo, a partir del siglo XVIII, tomó forma otra clase de lectura. En lugar de centrar la atención en la lectura intensa de un texto, es decir, la lectura que lee y relee, que aprende de memoria y recita, se empezó a prestarle menos atención al acto de leer.
Se leía a modo de carrera extensiva -leer más y más textos-, donde la velocidad y el ansia de novedad corrían parejas a la merma en la atención lectora. Más no es mejor.
La saturación de (micro)textos online trivializa el acto de leer y lo despoja de sus dimensiones profundas de análisis e inmersión. Lo convierte en una práctica mecánica y anodina. Analfabetismo secundario digital.