Polonia. 1939. Nazismo. La ecuación del horror. Sin embargo, dentro de esa noche oscura hubo personas que, en las sombras, se dedicaron a luchar con luz propia. Salvar las vidas de los judíos inocentes en el seno de una guerra. Eso, entre tantas otras cosas, describe y resume la vida de Irena Sendlerowa.
Irena nació el 15 de febrero de 1910 dentro de una familia polaca católica. En su casa la ayuda al prójimo siempre fue un valor muy presente, transmitido especialmente por su padre. Él era médico y trataba a pacientes de bajos recursos (muchos de ellos judíos). De hecho, murió cuando apenas Irena tenía siete años a causa de tifus, una enfermedad recurrente dentro de los sectores más pobres. Como pronto le pasaría a Irena, su padre dio la vida por ayudar a los otros, una lección que nunca se borraría de su mente.
Al terminar la secundaria, comenzó sus estudios en la Universidad de Varsovia donde cursó literatura y derecho. Fue allí donde se destacó por su oposición a la política de discriminación introducida en 1935 contra los judíos, quienes estaban obligados a sentarse en bancos separados. A causa de esto, la suspendieron de las clases, según recuerda National Geographic.
Fue en la Universidad donde Irena comenzó a establecer sus primeras relaciones con trabajadores sociales e incluso se unió al Partido Socialista Polaco (PPS). Ahí logró trabajar en diversas entidades de ayuda social antes de que estallara la guerra y estableció vínculos con muchas familias, niños y mujeres.
Pero el horror venía. Cuando Alemania invadió Polonia el 1 de septiembre de 1939, Irene ya había conseguido un trabajo en el Departamento de Bienestar y Salud Pública de Varsovia. La clave de su éxito entre tanta oscuridad. Si bien había una clara directiva de parte del Departamento de no ayudar ni dar servicios a ningún judío, Irena no obedeció aquella orden.
Sin embargo, todo empeoraría. En 1940, los nazis someten a los judíos a un confinamiento forzado. Así nace el famoso gueto de Varsovia.
En ese lugar todo se alejaba de lo humano. En aquel momento, los judíos representaban un 30 % de la población polaca y fueron encerrados en un territorio que representaba tan solo el 2 % de toda la tierra de la región. Al comienzo, 380 mil judíos vivían en el gueto, según informa Yad Vashem (Centro de Conmemoración del Holocausto). Sin embargo, las enfermedades, el hambre, el frío y el autoritario poder de decisión de los nazis sobre el destino de aquellos inocentes hizo que ese número fuera decreciendo con los años.
Pero, para algunos, había luz. Irena, con su puesto en el Departamento de Salud Pública tenía la posibilidad de entrar y salir del gueto con la excusa de tratar la epidemia del tifus (que los nazis temían). Así, junto con algunos de sus colegas, comenzó a traficar medicamentos, ropa y todo tipo de objetos que pudieran ayudar a aquella dura supervivencia, camuflados como elementos indispensables de trabajo.
Estas no eran decisiones a la ligera: en 1941 este tipo de acciones estaban penadas con la muerte, no solo para el que las comete sino también para su familia. Al mismo tiempo, el horror aumentaba con el endurecimiento de los campos de concentración. Irena se dio cuenta de que si podía salvar a alguien, al menos sería a los más pequeños.
Pero esta idea tuvo cierto rechazo tanto adentro como afuera. Sus compañeras le decían que era una locura y las madres judías se negaban a dejar ir a sus hijos. Eventualmente, se dieron cuenta que era la única solución y se entregaron a la última esperanza.
Así, Irena comenzó a sacar niños del gueto con métodos impensados: metidos en ataúdes con agujeros para que puedan respirar, adormecidos con alguna sustancia (los más pequeños), escondidos en sacos de papas, en la basura, metidos en pilas de vestimenta sucia, a través de las cloacas y túneles o con una ambulancia con la excusa de que tenían enfermedades contagiosos, de acuerdo con National Geographic.
Los niños rescatados terminaban viviendo en casas de familias católicas polacas o incluso en algunos orfanatos. Parte del método implicaba que los niños se cambien de identidad y aprendan sus nuevos nombres. Pero Irena consiguió ocultar los papeles de la mayoría de ellos con la intención de que, tras la guerra, pudieran ser identificados y reunirse con sus familias.
Para ella, conservar esas identidades era un punto central en su misión. Era importante que cada bebé o adolescente no olvide quién era, quién fue y de dónde venía. Por eso, elaboró una lista con todos los nombres y al lado su nombre “nuevo” o provisorio.
En dos años logró elaborar una red que salvó a 2.500 niños judíos. Por esto, luego de que terminara la guerra, se la conoció como el “ángel de Varsovia”. Según Revista Única, años más tarde en una entrevista le preguntaron por qué había arriesgado su vida. “Me lo enseñaron en mi casa. Una persona que necesita ayuda debe ser asistida sin detenerse a mirar su religión o su nacionalidad”, respondió humildemente.
Su activismo no terminó allí. En 1942 se unió a la agrupación Zegota, un grupo clandestino de resistencia financiada por el gobierno polaco en el exilio (en Londres) que tenía como fin ayudar a los judíos.
Sin embargo, el horror llegaría, también, para Irena. En 1943, la Gestapo la detuvo con la acusación de haber sacado a gente del gueto. Fue enviada a la prisión de Pawiak en donde fue golpeada, torturada e interrogada. Este infierno duró cerca de un mes, pero en ningún momento ella reveló un nombre ni ubicación. Luego, fue trasladada a otra cárcel para ser ejecutada.
Pero todo lo que había dado, volvería a ella de inmediato. En vísperas de su ejecución, un miembro infiltrado la ayudó a fugarse a través del soborno a uno de los guardias que la custodiaban. Así logró regresar a Varsovia en donde retomó su posición en la agrupación y trabajó como enfermera durante el alzamiento de su ciudad natal en agosto de 1944.
Al terminar la guerra se quedó en Varsovia. Se casó, tuvo dos hijos y siempre se dedicó a labores sociales. En aquel entonces, el régimen comunista (del que ella estaba en contra) logró que su historia caiga en el olvido y su trayectoria no llegó a los titulares, como la de Oskar Schindler. Pero pronto el tiempo le haría justicia.
En 1965, Israel junto con Yad Vashem la nombró Justa entre las Naciones y ciudadana honoraria del país en reconocimiento a su increíble labor. A partir de este y otras premiaciones internacionales y locales, su nombre, quedó sellado en la historia.
Pero nada está dicho hasta el último día. Con ya 98 años, fue nominada al Premio Nobel de la Paz, que no le fue concedido. “Cada niño salvado con mi ayuda es la justificación de mi existencia en la Tierra, no un título para la gloria”, había afirmado Irena.
Irena murió a sus 98 años, en 2008, en Polonia.
Aquel día el ángel, finalmente, voló.