Es recurrente. Siempre que hablo de la construcción de las desigualdades entre mujeres y hombres en la Prehistoria alguien señala que esas desigualdades son normales porque los hombres son más fuertes que las mujeres.
En un entorno hostil como el de las comunidades prehistóricas, esa mayor fortaleza física, traducida en una mejor defensa ante los peligros o un mayor éxito en la obtención de recursos, debió ser crucial para generar una organización social en la que los hombres ostentaran el poder. Hombres fuertes frente a mujeres más débiles que, en esas circunstancias, tenían todas las de perder.
Esta diferencia biológica sustenta la construcción de una desigualdad social prácticamente irremediable desde el principio de nuestra especie. Y así hasta hoy.
Normalmente mi respuesta ante esta afirmación apunta a tres aspectos distintos:
- El primero tiene que ver con la falsa idea de que durante la Prehistoria las circunstancias económicas, medioambientales o sociales solo pudieron ser enfrentadas a través de la fuerza física, la supervivencia del más fuerte o la competitividad y no a través de estrategias como el cuidado y la solidaridad, mucho más útiles para nuestra especie.
- El segundo aspecto tiene que ver con la noción de que las diferencias biológicas tienen que convertirse, casi de forma imperativa en desigualdades. Eso no es así, la desigualdad es siempre una opción social.
- El tercero tiene que ver con lo que un reciente artículo vuelve a poner de manifiesto: los seres humanos somos seres culturales y eso es crucial para entender nuestra interacción con el mundo y entendernos como especie.
El uso de propulsores
En el artículo mencionado, publicado en Scientific Reports, queda claro cómo el uso de la tecnología altera las capacidades de los seres humanos.
Su estudio indica que el uso de propulsores, es decir, de artefactos específicamente diseñados para impulsar proyectiles, supuso una innovación tecnológica que permitió que más miembros del grupo lograran un mejor rendimiento.
Para probar su hipótesis se realizaron 2 160 lanzamientos por parte de 108 personas de diversas edades. Ambos sexos usaron tanto jabalinas como propulsores, es decir, astiles con un gancho en el extremo en el que se apoya el proyectil y que ayudan a “alargar” artificialmente el brazo, dotándolo de más fuerza y, por tanto, logrando una mayor potencia de lanzamiento. El experimento demostró que el propulsor iguala la velocidad del proyectil en mujeres y hombres.
Para los grupos prehistóricos del Paleolítico Superior con un número reducido de miembros y en los que la caza era una actividad significativa, el paso de la jabalina al propulsor debió ser, sin duda, una innovación muy notable que mejoró las posibilidades de éxito.
Además de los aspectos tecnológicos, el artículo nos ofrece argumentos para rebatir otra de las aseveraciones frecuentes en los discursos sobre las sociedades prehistóricas: las mujeres no cazan. Una afirmación sin conocimiento científico que ha usado precisamente la justificación de la fuerza para sustentarse.
Las mujeres cazan
Lo cierto es que en los últimos años la investigación está proporcionando información excepcional acerca de la existencia de mujeres cazadoras en prácticamente todas las regiones del mundo.
En otro artículo publicado recientemente se demuestra que en el 79 % de las denominadas sociedades cazadoras recolectoras actuales las mujeres participan en partidas de caza mayor.
El estudio de la actividad cinegética de 63 sociedades en todo el mundo en los últimos 100 años muestra cómo las mujeres cazan, independientemente de su condición de madres. Más del 70 % de la caza femenina es intencional y no oportunista, es decir, de animales que encuentran mientras realizan otras actividades, y se cazan animales de todos los tamaños. Además, las mujeres participan en la enseñanza de esta actividad y, en ocasiones, emplean una mayor variedad de armas y estrategias de caza que sus compañeros masculinos.
Pero también el registro arqueológico, es decir los objetos, cuerpos y contextos que estudiamos en arqueología, nos aporta pruebas de su contribución a la caza.
El hallazgo en el yacimiento de Wilamaya Patjxa (Perú) de la sepultura de una mujer en cuyo ajuar funerario había varias puntas de proyectil destinadas a la caza hace 9 000 años viene a sumarse a otros enterramientos en los que las mujeres aparecen con este tipo de útiles. En esta ocasión quienes excavaron la sepultura decidieron hacer una pregunta distinta: ¿sería una excepción o habría más como ella? Y la investigación consecuente demostró que muy posiblemente hasta un 30 % de los miembros del grupo que cazaban eran mujeres.
La constatación de la participación de las mujeres en la caza durante la Prehistoria, sacando esta actividad del estereotipo generado, mejora no solo nuestro conocimiento sobre las mujeres de esas sociedades sino también sobre las propias sociedades y las estrategias que usaron para subsistir.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.