La masificación de herramientas que exhiben habilidades cognitivas está transformando el presente. La inteligencia, tan propia de los Homo sapiens, ha sido automatizada y está migrando de manera evidente hacia las máquinas.
Estas pueden organizar una agenda, proponer el argumento de una obra de ficción y también inventar una bibliografía de libros inexistentes con nombres de autores reales.
Este proceso se viene configurando desde hace algunas décadas. Sin embargo, se ha ido colando en la cotidianidad enmascarado como un simple corrector ortográfico, como un traductor automático y como un asistente para completar frases en un correo electrónico.
Hoy por hoy, se están manifestando las capacidades de la inteligencia artificial (IA) de aprender de datos a gran escala, de correlacionar y extrapolar información con resultados sorprendentes. Estamos ante el surgimiento de una serie de servicios cognitivos automáticos en línea que tienen un efecto transformador en casi todos los campos de la vida, desde la educación hasta la seguridad. Y, por supuesto, las artes no se quedan fuera.
La máquina quiere ser artista
Las noticias sobre la presencia de la inteligencia artificial y del aprendizaje de máquina en el mundo del arte han aparecido en los medios de comunicación de manera recurrente en los últimos años.
En 2018 fue noticia el tema económico: Christie’s vendió por poco menos de medio millón de dólares “la primera” pintura creada por una inteligencia artificial.
Pero en el 2023, la cuestión tuvo que ver con la originalidad de la obra. Boris Eldagsen ganó un prestigioso concurso de fotografía con una imagen creada con inteligencia artificial generativa, algo que admitió posteriormente.
En 2024, todo apunta a que la novedad será el acceso. Microsoft distribuirá con Office una aplicación basada en inteligencia artificial generativa para producir en segundos imágenes “nunca antes vistas”.
La máquina es matemática
Todo lo anterior es sobrecogedoramente cierto, excepto por el argumento recurrente de que se trata de algo nuevo. Artistas como Harold Cohen crearon pinturas con algoritmos de inteligencia artificial ya en los años setenta. Sus obras se han vendido y comprado en el pasado y dichas pinturas son parte de colecciones de prestigiosos museos.
Aunque imprecisa, el aura de novedad es explicable y sintomática de un cambio cultural profundo. Plantear una pregunta simple como “si algo es inteligente, ¿debería ser creativo?” nos enfrenta a nuestras preconcepciones sobre la inteligencia y la creatividad.
No resulta sorprendente que la inteligencia pueda ser definida, dado que usualmente se describe como un proceso racional. Pero no sucede lo mismo con la creatividad, a pesar que nos resulte fácil, por ejemplo, decir que un niño es creativo.
Existen múltiples maneras de entender la creatividad. Muchas se refieren, por ejemplo, a la capacidad de proponer asociaciones nuevas, de ofrecer soluciones originales o de explorar las múltiples maneras de relacionarse con el entorno.
También se puede expresar la creatividad de manera matemática. En ella, sus componentes –las asociaciones, la originalidad, el impacto, la relación con el entorno– adquieren valores numéricos que pueden interactuar entre sí.
Y por supuesto, si esto es posible, se puede crear algoritmos con esos modelos de la creatividad para hacer aplicaciones computacionales.
En otras palabras, una manera de entender la creatividad a nivel abstracto se puede formalizar y volver performativa a través del software en las manos de los usuarios.
La creatividad como algoritmo
Ese es, por ejemplo, el recorrido que ha transitado el científico de la computación Ahmed Elgamal de la Universidad de Rutgers.
Elgamal propuso un sistema algorítmico para explicar la creatividad y la originalidad en la historia del arte. Posteriormente, desarrolló la plataforma Playform, que ofrece a artistas visuales la posibilidad de utilizar diferentes tipos de métodos de inteligencia artificial y aprendizaje de máquina para generar imágenes y vídeos.
Con Playform, y otras aplicaciones similares, se puede deducir el estilo visual de un grupo de imágenes y aplicarlo a una imagen nueva. Este proceso ya es un clásico en el área.
La IA que analiza la IA
Por otro lado, varios artistas se ha anticipado a la explosión de los usos de la inteligencia artificial generativa.
Sus obras han sido las encargadas de mostrar cómo las bases de datos de las que aprenden los algoritmos encarnan sesgos complejos (Kate Crawford y Trevor Paglen), cómo la creatividad puede ser disociada de los humanos (Varvara & Mar) y cómo se puede reentender la realidad a partir de la visión algorítmica (Memo Akten).
Lastimosamente, sus obras no han llegado a tener la visibilidad que los ejemplos mencionados anteriormente.
Este conjunto de obras opera como una alarma despertador a una cultura visual que está cambiando el realismo capitalista de Photoshop por el surrealismo computacional de Dall-E. Nunca antes habíamos tenido acceso a tantas herramientas generativas de imagen, sonido y texto como lo tenemos ahora.
El uso extendido de dichas herramientas combinado con la exhaustiva recolección de datos en la que están basadas las redes sociales contemporáneas, constituyen la base para la construcción de una nueva cultura visual que desconoce fronteras geográficas.
Esa cultura está sesgada –así lo percibimos y así lo aprendemos– y se despliega a la medida de las búsquedas de cada cual, siendo profundamente global y personalizada a la vez.
La pregunta es si estaremos tan ocupados con la brillante superficie que olvidaremos el complejo sistema que hace que el engranaje funcione. El arte que explora este tipo de tecnologías ofrece una alternativa reflexiva, imaginativa y crítica ante este panorama.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.