“¿Qué te vas a poner esta noche?” es, seguramente, una de las preguntas más formuladas cada viernes en los chats entre amigas, como parte del ritual de preparación para el plan que inaugurará el fin de semana. Claro que, en ese instante, nadie cuenta con que, horas después, podrá acabar transformándose en una condenatoria: “¿Qué llevabas puesto?”. La formulación que, a día de hoy, aún se repite tras vivir episodios de violencia sexual, independientemente de cómo, cuándo y dónde ocurran los hechos. De ahí que se haya convertido en el título de la exposición impulsada por el Ministerio de Igualdad de España que persigue reflexionar sobre el cuestionamiento y la culpa a la que son sometidas las víctimas de agresión sexual por la ropa que llevaban en el momento en el que fueron agredidas.
La muestra, ubicada en el Museo del Traje de Madrid, dependiente del Ministerio de Cultura y Deporte, tuvo sus puertas abiertas hasta el pasado 30 de abril. Allí, un espejo puso al público frente a su vestuario elegido para la visita, y la definición de la palabra patrón: “modelo según el cual se producen otros objetos”.
En este caso, la cultura de la violación, la revictimización de las mujeres víctimas de violencia sexual y el grave etcétera que la exposición buscó desmontar a través del relato de ocho mujeres.
Sus casos se materializaron en la recreación de las prendas que llevaban puestas el día en que fueron agredidas. Y estaban acompañadas de sus narraciones íntimas, que colocaban al asistente frente a frente con una dolorosa realidad que se inyectaba en el cuerpo de una puntada. Y no porque hubiera sangre, bragas rotas o braguetas descosidas. Era ropa usada, pero limpia. Calzado incluido. Y correspondiente a cuerpos, edades y estilos diferentes.
El Ministerio de Igualdad encargó la muestra a la agencia de comunicación Volando Vengo, con la que ya habían colaborado en otros proyectos previos. La trabajadora social y socióloga Cristina Mateos, doctora especializada en violencia de género, ha sido una de sus organizadoras, y explica a ElDiario.es que la institución quiso contar con ellas por su “conciencia feminista”, dada la implicación de las víctimas que iba a conllevar.
“Queríamos salir de la espectacularización de la violencia y de las muertes”, describe la también profesora, que se ha encargado principalmente del diagnóstico social y del acompañamiento de las mujeres que han compartido sus casos. “Si estábamos haciendo una exposición para romper patrones, necesitábamos una mirada reeducada acerca de la violencia sexual”, explica. Además, señala que no hubiera sido terapéutico: “Recrearse en el dolor, la sangre y la dureza no permite la recuperación”.
Las prendas de las “costureras”, como así fueron definidas en los paneles que se expusieron, están “tejidas junto a los detalles de lo que vivieron”. Seis de estas mujeres ofrecieron sus relatos para la exhibición; los otros dos, correspondientes a una persona mayor de 80 años y otra veinteañera trans, fueron reconstruidas a partir de información de casos reales publicados en prensa.
Sus testimonios acompañaron los conjuntos, en forma de texto y también de audio, a los que se podían acceder a través de un código QR. Y, por último, diversos datos sobre cada uno de ellos. La sala se imponía por la diversidad de objetos, aunque una de las piezas se destacó: un conjunto de un vestido de colores, unas mallas que llegan hasta la rodilla, una sandalias y una diadema de talla infantil.
Pertenecieron a Adriana, una mujer colombiana que fue agredida con total impunidad por su hermano desde los 4 a los 11 años. Nunca creyeron su palabra porque él era “el consentido” de la familia. Tras emigrar de Colombia a España, empezó un largo proceso para alejarse de la violencia y sanar. Años después, se enteró de que la hija de su sobrino estaba siendo agredida sexualmente por su hermano. “Empecé a revivir lo que yo había pasado con el mío y tuve el pálpito de que a esta niña y a otras del vecindario les había pasado lo mismo”, pronuncia. Decidió actuar y testificar en el juicio.
Sus palabras se mostraron junto a los datos procedentes de la Macroencuesta de Violencia sobre la Mujer, realizada en 2019 por la Delegación del Gobierno contra la Violencia de Género. Las cifras descorazonan: el 39 % de las mujeres que han sufrido violencia sexual antes de los 15 años menciona como agresor a un familiar masculino (13,5 % al padre o padrastro, el 61 % al hermano o hermanastro y el 27 % a otro familiar hombre).
Los textos tampoco se han prestado a la espectacularización mencionada por la socióloga y trabajadora social Cristina Mateos: “La gente puede pensar que iba a escuchar cuántas veces han sido penetradas o los daños que han sufrido. Pero eso tampoco hubiera sido ético ni pedagógico. No era nuestro objetivo y podía perpetuar la violencia sobre las mujeres”.
El arte como herramienta de recuperación
El proyecto de la exposición se originó en 2014 en la Universidad de Oregón, impulsado por las profesoras Wyant-Hiebert y Jennifer Brockman, que se inspiraron en el poema “What was I wearing?” (“¿Qué llevaba puesto?”)de Mary Simmerling. Ellas utilizaron testimonios recogidos en entrevistas personales con estudiantes y, cerca de 10 años después, más de 200 organizaciones e instituciones públicas han replicado esta instalación en países de todo el mundo.
Mateos comparte que en su adaptación a España ampliaron el foco para que no estuviera únicamente vinculada a los entornos educativos. Buscaban “una toma de conciencia general”. “En las narraciones de violencia sexual ha habido manipulación. Hemos crecido con la idea de que eran casos aislados, de personas desviadas en callejones oscuros, pero no es como nos lo han contado. Las cifras revelan que el 60 % está relacionado con entornos conocidos, incluida la pareja”, sostiene la socióloga y trabajadora social.
Por encima de todo, el objetivo fue “crear una exposición que cuidara a las víctimas, cuidando los relatos, sin hacer pornografía de la violencia ni la violación. Relatar los casos para la toma de conciencia pero sin hacer sensacionalismo”.
Para ello, hicieron partícipes de todo el proceso creativo a las mujeres que cedieron sus experiencias, a las que igualmente ofrecieron un acompañamiento terapéutico continuo. “Queríamos que esta exposición mejorara su calidad de vida, no que la pudiera afectar. Era vital no dejarlas abandonadas con un trauma peor que el que tenían”, indica Mateos. Han tenido potestad sobre la selección de cada palabra, la búsqueda de la ropa e incluso del mobiliario: “Era importante que tomaran decisiones, que pudieran manifestar siempre sus necesidades. Que este fuera un espacio que les diera poder”, agrega.
El centro de la sala lo protagonizaron las ocho prendas, en cuyo final se encontraba una escultura de un corazón tejido sobre un panel titulado Cortando los patrones de la cultura de la violación. “Para que se pudiera ver de dónde venían hubo que describir el entramado social, político y cultural y de los medios de comunicación que fueron montando los relatos alejados de la verdad de las mujeres que sufren las agresiones, que parten de la cultura patriarcal y de la violación que protege a los agresores”, comenta Mateos, compartiendo que la citada escultura les permitía seguir el hilo conductor de patronaje que vertebra la exhibición.
“Representa ese corazón social enfermo porque la violencia sexual es algo que afecta a toda la sociedad”, describe, “que hubiera belleza y arte era una manera de cuidar el dolor y a las mujeres víctimas”.
El equipo interdisciplinar artífice de la exhibición contó con personas de distintos ámbitos como trabajadoras sociales, psicólogas, diseñadoras, escultoras, artistas visuales y redactoras. Entre ellas estuvo la terapeuta Carmen Sánchez Romero que, según indica Mateos, les insistió en la relevancia del arte como manera de acercar esta realidad: “Nos decía continuamente que la violencia sexual siempre genera una desafección, un no quererse relacionar con lo que estamos leyendo. Un ‘yo no soy esa’, ‘a mí no me va a pasar’, ‘esto es insoportable’, ‘no lo quiero leer’, ‘no lo quiero ver’. Era importante que la gente que fuera a ver la exposición se sintiera en un espacio seguro y cómodo, que su conciencia estuviera abierta”.
El espacio de reparación
Leer y escuchar los testimonios y explorar los datos funcionan como puñetazos en la conciencia, el estómago y hasta la garganta. Pero la exhibición no pretendió ser un lugar de destrucción, desasosiego ni desesperanza. Al contrario. En su culmen han reservado el que denominan ‘espacio de reparación’. “Un lugar de refugio, una parada necesaria para tomar distancia del dolor y del daño y conectar con lo emocional y la esperanza. Te invitamos a detenerte dentro de él, descansar, escuchar, respirar, reflexionar y participar también en esta confección colectiva de nuestros patrones”, señalaba un cartel en su entrada.
Se trataba de una zona cálida en la que reinaba la luz. Había sillas, alfombras, se escuchaba agua caer. También se dio la opción de acceder a través de códigos QR a poemas, y se dispusieron hojas de papel y rotuladores para que toda persona que quisiera dejar un mensaje, lo hiciera. En las pequeñas cestas de mimbre que los contenían confluyeron distintas tipografías, experiencias, apoyos y compañía. “Es una reivindicación de los espacios de reparación que ellas necesitan. También para que dentro del itinerario pudieras sentarte a respirar y decir ‘madre mía’. Un espacio para ti, para la reflexión, para hacerte preguntas”, expone la trabajadora social y socióloga.
Mateos reivindica este espacio como parte de la esencia de la muestra: “Todas podemos sufrir violencia sexual en cualquier lugar, pero de la violencia sexual se sale, la reparación es posible”. Por eso, la exposición ha sido concebida como un hilo que mantiene unidas las historias y el dolor de las mujeres víctimas de violación. Así lo describía uno de sus carteles: “El lento proceso de costura de sus propias heridas se convierte, entre estos paneles, y con la esperanza de un nuevo patronaje por parte de la sociedad, en parte de un rito de curación y de sanación”.
Esta historia fue publicada originalmente en ElDiario.es (España), y es republicada dentro del Programa de la Red de Periodismo Humano, apoyado por el ICFJ, International Center for Journalists.