La década de 2020 quedará indudablemente caracterizada por la regulación de las nuevas tecnologías. Pero aunque las tecnologías actuales son globales, las normas que rigen su uso y desarrollo no lo son.
La fragmentación resultante en las políticas se suele atribuir a las diferencias en los valores e ideologías políticas en jurisdicciones clave: Estados Unidos, la Unión Europea y China. En su narrativa, EE. UU. prefiere el liberalismo digital; Europa opta por un socialismo digital de estado grande, y China sigue una estrategia con motivaciones políticas, que restringe algunas tecnologías y amplía otras para mantener el control social.
Pero aunque hay evidencia que apoya esta narrativa, esas caracterizaciones generales no logran explicar los fuertes contrastes regulatorios entre países que forman parte de las mismas categorías ideológicas. Pensemos por ejemplo en Australia, nueva Zelanda, Canadá, EE. UU. y el Reino Unido. Estas democracias liberales angloparlantes con historias coloniales tienen fuertes vínculos y son parte de un acuerdo de larga data (Cinco Ojos) para fomentar la seguridad y compartir información de inteligencia, pero cada una tiene su propio enfoque para las políticas tecnológicas.
Mientras que Australia marca su propio rumbo en todo, desde las leyes sobre encriptación y los contenidos extremistas hasta los desequilibrios de poder entre las plataformas digitales y las organizaciones de medios tradicionales, nueva Zelanda está creando asociaciones internacionales para muchos de esos temas, como el Llamado de Christchurch. Mientras tanto, Canadá escucha más de lo que hace y su intento más reciente fue aprobar legislación digital que garantice que las empresas de transmisión de contenidos de la era de Internet estén igual de reguladas que las emisoras tradicionales. EE. UU. fijó embargos tecnológicos contra China, pero vaciló en su normativa interna, incluso ante los crecientes abusos de las grandes empresas de tecnología. El Reino Unido se está realineando con sus antiguos hermanos de la UE.
Tal como muestran estos ejemplos, muchos factores más allá de la ideología moldean lo que consideramos el «espacio de políticas» tecnológicas. Cada jurisdicción cuenta con su propio conjunto limitado de opciones para guiar las consecuencias de la forma en que las tecnologías nuevas y existentes se desarrollan e implementan. Y esas opciones, a su vez, quedan circunscritas por al menos tres barreras clave.
La primera es la autoridad constitucional para la toma de decisiones en cada jurisdicción, sus antecedentes legales y los acuerdos preexistentes con otros estados u organismos. Estos factores generan un límite legal «duro», que para los responsables de las políticas es difícil —aunque no necesariamente imposible— de sortear. Otra línea divisoria relacionada, aunque ligeramente más permeable, reside en los conflictos por las diversas prioridades de las políticas en una misma jurisdicción, especialmente cuando involucran cuestiones sensibles para la seguridad nacional.
La segunda barrera es la falta de cohesión política, apoyo público y consenso entre las partes interesadas clave, o los desacuerdos entre los poderes de gobierno. Esos límites son especialmente frecuentes en los sistemas donde el poder legislativo y el ejecutivo pueden estar en manos de partidos diferentes, o cuando dos partidos distintos controlan las cámaras legislativas. En ausencia de consenso poco puede hacerse hasta que la combinación de quienes toman las decisiones se desplace a favor de uno u otro grupo. Y una versión menos restrictiva de esto puede ocurrir en las democracias en que el grupo en el poder se abstiene de tomar acciones decisivas porque le preocupan las siguientes elecciones.
Una tercera barrera es la falta de capacidad de los gobiernos para implementar eficazmente las políticas y hacerlas cumplir. Los motivos más frecuentes son las restricciones presupuestarias, la escasez de personal cualificado, la incapacidad del sector afectado para soportar las nuevas restricciones, o la falta de infraestructura adecuada.
Aunque estas barreras potenciales suelen excluir (o, al menos, eliminar la eficacia) de muchas propuestas de políticas, la creación de políticas tecnológicas también se ve afectada (y se torna más incierta) por un conjunto de incentivos y alternativas que funcionan en múltiples niveles dentro de los gobiernos y entre ellos. En este caso vemos cinco factores principales que pueden ayudar a explicar las divergencias en las políticas de países similares.
La primera deriva del impacto de las políticas sobre el poder estatal y su relación con él. Las estrategias regulatorias suelen centralizar el poder del gobierno o devolver poder a otros organismos y grupos. La centralización suele lograrse aumentando los ingresos y el control sobre los sectores público y privado, mientras que la devolución habitualmente implica legislar normas para los distintos sectores o desregular por completo alguno de ellos. La capacidad para alterar este equilibrio de poder es en sí misma un incentivo, ya que implica la redistribución de recursos entre las partes interesadas: principalmente en las burocracias estatales, por un lado, y los grupos de presión corporativos, por otro.
El segundo factor es el impacto potencial probable de una política sobre el producto y la productividad nacionales. Las políticas tecnológicas a menudo procuran aumentar el poder económico nacional como parte de una estrategia de desarrollo más amplia del gobierno, que a su vez puede implicar políticas proteccionistas o de apertura de mercados.
Las decisiones de política suelen entonces estar motivadas por el deseo de impulsar la actividad local (para ayudar a los productores o trabajadores del país) o fomentar la actividad internacional (para apoyar a los exportadores locales). Dado que las políticas tecnológicas suelen exigir sistemas de cumplimiento, o crean regímenes la responsabilidad que desalientan la creación de empresas y la inversión extranjera, quienes toman las decisiones también deben considerar su impacto económico en el cálculo.
Luego tenemos la seguridad nacional, que puede resultar afectada por una amplia gama de políticas tecnológicas. Mientras que las leyes que autorizan a los servicios de seguridad a sortear la encriptación pueden aumentar la capacidad de esas agencias para lidiar con amenazas extranjeras y locales, las leyes o los fallos judiciales que protegen la libertad de expresión y el respeto de las garantías procesales pueden dificultar sus tareas.
El cuarto factor es el probable impacto de las políticas sobre los derechos y la protección de los consumidores. Las políticas tecnológicas suelen tratar de garantizar que las nuevas tecnologías generen nuevas opciones, reduzcan los precios y apoyen la competencia en los mercados, pero el cumplimiento de las políticas de protección de los consumidores suele ser desparejo debido a las tensiones entre los poderes nacionales y locales, la incertidumbre sobre lo que realmente desean los consumidores y la dificultad de evaluar problemas como la concentración de mercado (especialmente cuando los bienes y servicios parecen ser «gratuitos» para sus usuarios finales). Por ejemplo, aunque hay quienes aceptan que las plataformas tecnológicas rastreen su comportamiento para mejorar los servicios, otros prefieren más privacidad.
Finalmente tenemos el probable efecto de las políticas sobre el propio poder de quienes toman las decisiones. Los responsables de las políticas naturalmente se inclinarán hacia las medidas que puedan favorecer sus propias posiciones, tanto actuales como futuras; pero, del mismo modo, abandonarán rápidamente las políticas impopulares entre las partes interesadas clave.
Estos límites e incentivos combinados permiten entender las diferencias en la creación de políticas tecnológicas entre distintos países que en otros aspectos parecen similares. Con esos factores en mente podemos desarrollar una comprensión más sutil del rumbo que está tomando la política tecnológica en lo que seguramente constituirá una década decisiva.
Traducción al español por Ant-Translation
Nicholas Davis es director de Sociedad e Innovación en el Foro Económico Mundial. Mark Esposito, cofundador de Nexus FrontierTech, es asociado de Políticas en el Instituto para la Innovación y los Fines Públicos del University College London. Landry Signé es profesor y director ejecutivo en la Escuela Thunderbird de Administración Global, e investigador superior en la Brookings Institution.
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