Cicatrices de la pandemia es un trabajo impulsado desde la alianza editorial entre SembraMedia y ARCO en el marco de Velocidad. Tuvo el apoyo del ICFJ y Luminate. Investigación realizada por Ciper, El Pitazo, El Surti, RED/ACCIÓN, Ponte Jornalismo, Posta y CONNECTAS.
El 17 de enero de 2021, con unas pocas horas de diferencia, Reynaldo Yucra Aguilar, de 23 años, y sus dos hermanas, Karen, de 14, y Alejandra, de 27, perdieron a sus dos padres. La enfermera Asteria Aguilar Calle y su esposo, el médico Víctor Elías Yucra Choque, no sobrevivieron a la covid-19. Ambos trabajaban para el sistema público de salud en Bolivia.
Además de huérfanos, los hermanos quedaron con una deuda de 265.000 bolivianos (38.000 dólares) acumulada durante los 11 días que los esposos estuvieron en terapia intensiva en una clínica privada. Igual que otros salubristas, ambos contaban con seguro médico de la Caja Nacional de Salud, pero por el alto número de pacientes no fueron internados en el hospital de la ciudad de Oruro, donde residían.
La deuda con la clínica ya fue saldada. Mediante diversas actividades y movilizaciones en redes sociales reunieron el dinero con la ayuda de familiares, amigos, desconocidos y medios de comunicación. Además, el Colegio Médico intermedió para llegar a un acuerdo con la clínica y obtener una rebaja. Así pudieron llevarse los cuerpos de sus papás para sepultarlos.
El caso de los Yucra ejemplifica lo que sucede en una región donde la precariedad de las normas laborales es tal que ni siquiera los profesionales que pagan impuestos y cotizan a la seguridad social están blindados para no gastar sus ahorros en servicios que debería cubrir el sistema al que están afiliados. Tampoco les garantiza que recibirán ayudas del Estado, más enfocadas en las empresas y en los sectores más pobres. Incluso algunos se ven abocados a engrosar las cifras de pobreza.
Mantenerse a flote durante la pandemia ha sido una lucha permanente y angustiosa, tanto para los trabajadores que han conservado sus empleos como para aquellos que tuvieron que cerrar negocios recién inaugurados o aprender a moverse en entornos digitales. Su empeño no está exento de zozobra.
Les sucedió en Brasil a Erika y Diana con su restaurante que tanto esfuerzo les había costado. Apenas ahora están levantando cabeza. A su turno, en Chile, Maggie Rangel vio disminuir su clientela cuando pasó a dictar en línea sus clases de yoga y pilates. Lo peor fue aprender a manejar el riesgo de que los alumnos mayores se lesionen y a lidiar con las limitaciones técnicas que le impiden ver completos los movimientos de cada participante.
Mientras tanto, Abraham Guevara, en Venezuela, y Ximena Vera, en Paraguay, han capoteado con relativa pericia las agitadas aguas de la pandemia. El primero, quitando tiempo a las horas de descanso, adicionó una actividad a su empleo formal en un banco. La segunda echó mano del sueldo de su padre para pagar el mercado y hasta se organizó de tal manera que alcanza a ahorrar para atender futuros imprevistos.
La historia de sus luchas tiene un hilo común. Ellos personifican a millones de latinoamericanos de clase media que, igual que sus países de origen, siempre están al borde de dar un salto al progreso o de retroceder a la pobreza. La razón: habitan territorios con sistemas laborales precarios, donde los trabajadores informales son más de la mitad y, por ende, muchos carecen de protección social. Incluso los que tienen empleos formales pueden cruzar la línea de la informalidad en cualquier momento.
En ese escenario azaroso, antes del 2020 los protagonistas de esta historia contaban con ingresos suficientes para progresar. Con el producido de su trabajo cubrían los gastos de la casa, pagaban los créditos hipotecarios y de vehículos o las pólizas privadas de salud, matriculaban a los hijos en colegios privados, viajaban o se daban otros gustos. Con la pandemia, sus sueños se frenaron y mientras algunos han resurgido dentro de su misma actividad, otros acuden al rebusque para reacomodarse y gastan sus ahorros en sobrevivir.
En un informe de junio de 2021, el Banco Mundial afirma que en Latinoamérica el 54,4 por ciento de los trabajadores son informales. La misma fuente afirma que los empleos de este tipo son los que más se pierden en la crisis y “entre los hogares que no viven en la pobreza, la pérdida de empleo de la principal fuente de ingresos del hogar abocaría a la pobreza al 55 por ciento de ellos”.
Es decir, los informales, sin importar la clase social, están muy expuestos a disminuir su calidad de vida, ya que no disponen de los mecanismos de mitigación de las crisis provistos por la formalidad laboral. “Los trabajadores formales rápidamente tienen protección, por ejemplo, con la prohibición de despido, acceden a beneficios salariales y sufren mucho menos estos vaivenes", recalca Manuel Mera, investigador asociado de CIPPEC (Centro de Implementación de Políticas Públicas para la Equidad y el Crecimiento, de Argentina).
De acuerdo con el informe del panorama laboral publicado en abril de 2021 por la Organización Internacional del Trabajo (OIT), América Latina y el Caribe perdieron 26 millones de empleos en el primer año de pandemia. La misma fuente anota que Latinoamérica es la región más afectada, seguida del sur de Europa y el sur de Asia.
El rebusque, un salvavidas con muchas caras
En Bolivia, al igual que en Chile, la pandemia llegó justo en medio de una crisis sociopolítica que ya estaba golpeando la economía. El investigador y analista político Bruno Rojas explica que, desde 2019 hasta marzo de 2020, esta ya había descendido a menos de 1 por ciento, y en junio y julio había caído a -11,11 por ciento. En 2020, el desempleo subió de 5,7 por ciento en marzo a 12,6 por ciento en julio.
Añade que, con el coronavirus “toda la gente que ha perdido su empleo, entre esos los de clase media, buscaron refugio en el sector informal con un emprendimiento, vendiendo comida vegana o cosméticos, ofertando servicios, y la mejor prueba es ver el Marketplace (de Facebook) para darse cuenta de cómo ha crecido esa oferta. También hay personas vendiendo su patrimonio familiar, autos o casas”.
Ese mundo del rebusque se extiende por toda Latinoamérica y es refugio para las personas mayores que, como José Rafael Fagúndez, con casi 51 años, perdieron su ocupación formal en 2020 y aún no logran recuperarla por su edad. Trabajó 28 años en la Universidad Central de Venezuela (UCV), los últimos 13 como secretario de contrataciones públicas. Allí se jubiló hace cuatro años, pero mantuvo un contrato hasta septiembre de 2020, cuando decidió retirarse. El bajo sueldo y la paralización de las actividades en la universidad lo indujeron a ello.
Al dejar su puesto, en plena pandemia José Rafael emprendió, sin éxito, la búsqueda de un nuevo empleo en comunicación social, en contrataciones públicas y en el área administrativa. “Me estuve metiendo muchísimo en plataformas para encontrar trabajo, pero no es tan fácil; el factor edad es un freno, yo no lo creía, pero sí te frena —precisa—. Te piden que tengas entre 20 y 35 años. Alguno que otro te pide máximo 50 años, entonces metes rapidito el currículo”. Y agrega: “Dije que no iba a buscar más. Me salí de todas esas páginas porque me llegaban muy pocas invitaciones para entregar el CV”. Por eso decidió hacer carreras en su carro y en su moto, una actividad que le puede dejar entre 5 y 20 dólares semanales dependiendo del destino del pasajero. Al cambio es mucho más de lo que ganaba en la universidad como contratado.
La edad también es una barrera para que los más jóvenes obtengan un contrato formal de trabajo y los impulsa al rebusque. A los 22 años, el brasileño Sadrack, por ejemplo, ni siquiera cobra una suma fija por cada uno de los fanzines que elabora con textos e ilustraciones propios y en los que cuenta y dibuja “historias de motivación, para ayudar a las personas a superar las dificultades que están viviendo”.
A comienzos del año pasado vendía hasta 50 unidades diarias en plazas y avenidas frecuentadas por grupos de jóvenes, pero por las restricciones a la concentración de personas, perdió sus principales puntos de venta. Volvió a la realidad de su barrio en la zona periférica de Sao Paulo, y buscó otras formas de apoyo. Comenzó con trabajos ocasionales, fue ayudante de albañil y ahora presenta sus raps en el transporte público. Al terminar, pasa el sombrero para recoger unas monedas. Lo hace de noche para evadir al personal de seguridad de los trenes. “Es un momento en el que dan un poco de holgura. Es una forma de seguir viviendo mientras las cosas no vuelvan a la normalidad”, dice.
Según el artículo “Crisis laboral de la juventud y COVID-19: una cicatriz prolongada”, de María Fernanda Gómez, consultora de la División de Mercados Laborales del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), “en Perú (Lima Metropolitana), el 70 por ciento de los jóvenes perdieron su empleo; en Colombia la tasa de desempleo juvenil pasó de 16 por ciento a casi 30 por ciento; y en México, más del 12 por ciento de los jóvenes empleados en el sector formal perdieron su trabajo”.
Ni siquiera los estudios son una salvaguarda. El analista boliviano Bruno Rojas explica que el desempleo juvenil en ese país es de 25 por ciento y paradójicamente sube entre profesionales. “Si miramos jóvenes con mayor nivel educativo, de la clase media, profesionales y gente con formación universitaria, técnicos, inclusive bachilleres, la tasa de desempleo ilustrado supera el 30 por ciento. En el caso de las mujeres, hay 32 por ciento de tasa de desempleo ilustrado. Eso significa que casi una tercera parte de la población profesional joven ha quedado desempleada”.
Para la investigadora María Fernanda Gómez, los “periodos de desempleo juvenil pueden generar reducciones de más de 20 por ciento en el ingreso, especialmente para los trabajadores poco calificados. Más aún, este efecto podría persistir hasta por 15 años para aquellas personas que se gradúan e inician su vida laboral durante una recesión”.
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Nadie se salva
Dentro del espectro de trabajadores golpeados por la pandemia, hay muchos que tras años de empeño habían montado sus propios negocios o encontrado un oficio independiente, pero debieron interrumpirlos.
Les sucedió en Sao Paulo a Diana, 34 años, y a Erika, 28, una pareja de restauranteras que lleva una década casada. En 2018, después de trabajar en cocinas ajenas, abrieron una hamburguesería. El local empezó a atraer más clientela y permanecía lleno todas las noches luego de incorporar recetas con ingredientes de la cocina tradicional indígena de Pará, región donde nació Diana. “Aprendimos a hacer muchos platos con su familia y luego desarrollamos nuestro propio condimento”, dice Erika.
En la pandemia, aunque negociaron una reducción del arriendo, las cuentas no dieron y devolvieron el local. Sin un sitio físico y con un presupuesto ajustado, continuaron con repartos a domicilio, pero la situación se complicó por la dificultad de adquirir los productos de Pará, un estado situado a más de 3.000 kilómetros de Sao Paulo. Ahora funcionan en un espacio alquilado, más cerca de los centros comerciales. Todavía se están estabilizando.
La paraguaya Ximena Vera, 31 años, también la ha tenido difícil. A mediados de marzo de 2020, debió suspender los servicios de cuidados faciales a domicilio y se equivocó al pensar que en breve podría reagendar a sus clientas. Fueron dos meses en los que su marido tampoco trabajó en el taller mecánico. El papá de Ximena, que entonces vivía con ellos, era el único con sueldo fijo. Con eso, solventaron los gastos del supermercado. Ella tuvo opción de pedir el subsidio para trabajadores independientes afectados por la pandemia, pero prefirió no hacerlo porque “otras personas lo necesitaban más”.
Cuando se flexibilizó la cuarentena a inicios de mayo, reanudó la atención a domicilio. Pero necesitaba comprar el traje “espacial”, la mascarilla N95 y otros equipos de protección personal. De seis visitas por día, con suerte, tenía una, máximo dos programadas. “Fue difícil. Había clientas con miedo y no querían que fuera a su casa. Tuve una disminución del 90 por ciento en mis ingresos”.
“Yo no tenía educación financiera; gastaba todo lo que ganaba en el día —recuerda—. Pasé mal. Hasta mayo, que duró esa cuarentena total, no tenía ingresos. Tampoco tenía ahorro para aguantar. Ahora ya tengo un colchón para afrontar si se viene otro imprevisto. Guardo el 30 por ciento de lo que gano. Eso aprendí en la pandemia. Aprendí a ahorrar”.
En Venezuela, debido a factores como la crisis económica y la hiperinflación, ni siquiera quienes conservan el empleo formal se salvan de los aprietos. El administrador Abraham Guevara, ejecutivo de cuentas de la Vicepresidencia de Empresas en un banco, estuvo a punto de emigrar porque los 200 dólares mensuales de sueldo no alcanzan para cubrir lo básico y porque ya no podía obtener beneficios que su empleador solía otorgar a los trabajadores. “Cuando arrancó la pandemia vivía con mis padres y mis hermanos. En septiembre estaba decidido a irme del país, frustrado porque no había obtenido mi crédito de vivienda. Sentía que me había estancado y estaba perdiendo el tiempo”, afirma.
En medio de la desilusión, él y su pareja, Andreína Sánchez, revitalizaron el negocio de persianas de los abuelos de Guevara, aunque eso signifique que deba cargar una muda de ropa en el carro para cambiarse al salir del banco e ir a atender una instalación.
Dos semanas después de anunciarse en Instagram salió el primer cliente. Les dejó 800 dólares de ganancia y desde entonces aumentan los pedidos. Pudieron mudarse a un piso arrendado, comprar enseres para amoblarlo e incluso les queda dinero.
¿Hacia un modelo más precario?
En medio del caos hubo empresas que lograron capitalizar la pandemia —y las limitantes de movilidad— mejor que todas: las apps de reparto.
En México, por ejemplo, las descargas de la aplicación Rappi pasaron de 300.000 en enero de 2020, a 600.000 en abril, ya con la pandemia encima, según explicó a la revista Forbes Sensor Towers, una firma que rastrea datos de apps. A su vez, Alejandro Solís, director de Rappi en ese país, dijo a Forbes que sus repartidores subieron de 30.000 en enero de 2020 a 50.000 un año después. Esta cifra fue empujada por el aumento del desempleo.
Los repartidores trabajan bajo un régimen de supuesta autonomía y justamente esta característica es la que está siendo cada vez más cuestionada por organizaciones laborales y los mismos repartidores. Adilson Araújo, un brasileño de 37 años conocido como Ligeirinho (el nombre brasileño del personaje Speedy González), es crítico del modelo de las apps de reparto, que dominan la región de Guarulhos, en Sao Paulo, donde trabaja entregando paquetes con su bicicleta. “Los muchachos se lanzan a la actividad sin ningún tipo de seguridad ni preparación de equipos”, comenta.
Antes de la pandemia tenía 15 empleados “con todos los derechos laborales” como le encanta repetir, pero debió despedirlos porque muchos de sus clientes cancelaron los contratos. Aunque ahora es el único empleado de la compañía que fundó hace siete años, no culpa de esa situación a las tecnologías. Confía en seguir adelante porque, dice, “son servicios diferentes, el nuestro es más personalizado”.
La insatisfacción por este tipo de contratos ha llegado a los juzgados latinoamericanos. Los repartidores han demandado a las empresas de aplicaciones para que se les reconozca el vínculo laboral, pero los fallos son contradictorios.
En Chile, por ejemplo, mientras en octubre de 2020 el Juzgado del Trabajo de Concepción reconoció el vínculo laboral entre PedidosYa y un rider que demandaba por despido injustificado (lo desconectaron de la aplicación), el Primer Juzgado de Letras del Trabajo de Santiago falló en una demanda similar en sentido opuesto.
El tribunal de Concepción sostuvo que el uso del uniforme y el cumplimiento de horarios definidos por el empleador son elementos de una actividad laboral subordinada. El juzgado de Santiago conceptuó que los demandantes “no tenían jornada de trabajo, y tampoco tenían un horario prefijado, sino que cada uno elegía su turno y su horario”.
En el primer fallo la jueza chilena Ángela Hernández afirmó que esa idea clásica del empleado que trabaja en un espacio físico con un jefe al que ve a la cara, “debe ser superada justamente por la existencia de estas plataformas tecnológicas cuya dinámica es completamente distinta, en donde el vínculo de subordinación y dependencia se manifiesta, pero no de la manera tradicional”.
Es que a pesar de que en la pandemia este tipo de trabajos incluso fue declarado esencial para el funcionamiento de las ciudades, los países de la región aún no regulan el empleo vía apps. En la mayoría ni siquiera se discuten proyectos de ley y en otros sus promotores no han tenido éxito.
En Perú, por ejemplo, el 16 de julio de 2021, tras un debate exprés, la Comisión de Trabajo del Congreso aprobó un proyecto que busca crear un vínculo laboral entre los repartidores y las empresas. Solo faltaba someterlo a segunda votación para convertirlo en ley, pero justo terminó la legislatura y entraron nuevos congresistas. Por ello, el proyecto debe presentarse otra vez.
En Argentina, desde finales de 2020, también hay una iniciativa en el Congreso para que los repartidores de aplicaciones de domicilios sean considerados empleados, pero está paralizada. Y en Colombia, aunque también se han discutido varios proyectos para regular los servicios de las apps, tampoco se ha logrado convertirlos en ley.
Wilson Amorim, profesor de la Facultad de Economía de la Universidad de Sao Paulo, sostiene que hay una gran desigualdad de poder entre el repartidor y la aplicación. “El proveedor de servicios es extremadamente dependiente y vulnerable. Sin alternativas a las apps, muchos tienen que trabajar hasta 14 horas diarias, sin derecho a descansos semanales. Funcionan sin ningún equipo de seguridad, porque las apps no están obligadas a proporcionarla. La actividad tiene altos riesgos y los profesionales no cuentan con el apoyo de la seguridad social”.
Así lo percibe Rodrigo Salinas, un chileno de clase media que perdió su empleo de profesor y empezó a trabajar por cuenta propia. Lo que gana como conductor de DiDi le ayuda, pero poco. “Las aplicaciones se quedan con un gran porcentaje del viaje, siendo que pones en riesgo tu salud por el contacto con los pasajeros o te expones a que te asalten… pero para poder salvar el día ayuda bastante”, asegura.
Para Lucía García, del Departamento Intersindical de Estadísticas y Estudios Socioeconómicos (Dieese), un centro de estudios brasileño, la precarización del trabajo es irreversible. “El trabajo digital se construye sobre un trípode: la gestión de la doctrina neoliberal, la coordinación que hace la financiarización y la tecnología como medio de productividad”, dice. Después de este avance, es difícil imaginar un retroceso de la situación anterior.
En contraste, Fausto Augusto Junior, director técnico de Dieese, opina que la nueva configuración no es necesariamente mala. “Depende del Gobierno crear mecanismos para aumentar la protección de los trabajadores. Pero esta es una cuestión ideológica. El Gobierno —brasileño— actual, por ejemplo, invierte en la dirección contraria, en la precariedad laboral”, dice.
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Para fomentar la formalización, Carola Pessino, economista principal de la División de Gestión Fiscal del BID, propone impulsar programas que premien a los trabajadores formales, en lugar de castigarlos. En una entrada en marzo de 2021 en el blog Recaudando Bienestar, de esa entidad, explica que los programas de asistencia son atractivos porque la persona recibe subsidios y no siente necesidad de emplearse; pero si se opta por un modelo como el Impuesto Negativo a la Renta (NIT) cuando ese trabajador informal o ese desempleado consigue un trabajo formal la ayuda no cae a cero de inmediato, sino que va disminuyendo a medida que el ingreso va mejorando.
Si no se avanza rápido en la adopción de esas medidas, mientras la informalidad siga rondando el 54 por ciento y la precarización laboral se extienda, el peso de la recuperación de la clase media continuará apoyándose sobre los hombros de los millones de Abrahames dispuestos a extender sus jornadas laborales más allá de lo habitual; de las Ximenas que aprendieron a ahorrar a la fuerza; de los Ligeirinhos y de las Dianas y las Erikas que creen que con un servicio diferenciado pueden volver a empezar.
Vea el especial completo Cicatrices de la pandemia en este enlace.