Es común que el debate sobre política climática gire en torno de los costos de descarbonizar la economía (sobre todo en sectores industriales como la producción de acero y cemento). Pero en general, esos costos son asombrosamente bajos, y el mayor problema no está en los productos industriales, sino en los alimentos.
Por ejemplo, el último informe de la Comisión sobre Cambio Climático del Reino Unido indica que para neutralizar en 2050 la emisión neta de gases de efecto invernadero del RU apenas habría que reducir el PIB británico un 0,5%. Y el informe «Making Mission Possible» de la Energy Transitions Commission calcula que esa misma meta, trasladada al total de emisiones de los sistemas energéticos, edilicios, industriales y de transporte del mundo, también supone reducir el PIB mundial un 0,5%.
Estos cálculos son muy inferiores a los de estudios anteriores. El histórico Informe Stern sobre la economía del cambio climático, publicado en 2006, calculaba una pérdida de entre 1 y 1,5% del PIB sólo para lograr un 80% de reducción de las emisiones.
Las nuevas y bienvenidas cifras surgen de una reducción enorme e imprevista del costo de tecnologías clave: la generación eólica de electricidad en tierra se abarató un 60% en sólo diez años, las células fotovoltaicas para la generación solar se abarataron un 80%, y las baterías, un 85%. Estos costos ya son tan bajos que en muchos sectores, la descarbonización de productos y servicios terminará beneficiando a los consumidores.
[Chart]
Por ejemplo, el «costo sistémico total» de mantener sistemas eléctricos con emisión casi nula de carbono (incluido en esto los mecanismos de almacenamiento y de respuesta a variaciones impredecibles en el caso de fuentes como la eólica y la solar) será a menudo inferior al de los sistemas actuales basados en combustibles fósiles. Y dentro de diez años, la compra de autos eléctricos beneficiará a los consumidores en todo el mundo, ya que el precio de los vehículos será ligeramente menor, y el de la electricidad para impulsarlos será muy inferior al costo actual del diésel y de la gasolina.
Pero en algunos sectores más difíciles, como la producción de acero y cemento y el transporte marítimo, la descarbonización puede generar grandes costos. Mucho antes de 2050 será posible una producción de acero totalmente descarbonizada mediante el uso de hidrógeno como agente de reducción en vez de carbón de coque, o añadiendo mecanismos de captura y almacenamiento de carbono a los hornos tradicionales. Pero eso puede aumentar un 25% los costos (alrededor de cien dólares por tonelada de acero). Para el transporte marítimo a larga distancia se pueden usar barcos impulsados por amoníaco o metanol, pero el costo del combustible subirá más del 100% y la tarifa de flete un 50%. Como señala Bill Gates en su nuevo libro How to Avoid a Climate Disaster, en algunos sectores la descarbonización supone un adicional de costos respecto de las tecnologías actuales.
Por eso es esencial dirigir proyectos de investigación y desarrollo e inversiones hacia la búsqueda de tecnologías novedosas que puedan reducir este adicional. Pero también es importante comprender que incluso si eso no fuera posible, el costo de la descarbonización de esos sectores será tan pequeño que los consumidores apenas se darán cuenta.
¿Cuánto acero compró usted el año pasado? A menos que sea gerente de compras de alguna empresa, es casi seguro que no compró nada directamente. Pero los consumidores adquieren acero indirectamente, incorporado a los productos y servicios que consumen: autos, lavadoras, atención médica provista en un hospital (en cuya construcción interviene el acero). Cifras de la Asociación Internacional del Acero indican que «el uso real de acero per cápita» en Europa y Estados Unidos es entre 300 y 400 kilogramos al año. Así que si el precio del acero aumentara cien dólares la tonelada, a los consumidores eso les costaría treinta o cuarenta dólares.
Esa cifra insignificante refleja la diferencia crucial entre calcular el adicional de costo para los bienes intermedios y hacerlo para los productos finales. Incluso si el precio del acero aumentara un 25%, el precio de los automóviles no llegaría a aumentar un 1%. Y aunque los fletes marítimos subieran un 50%, el precio de ropas o alimentos importados apenas se vería afectado.
Pero un aumento de costos para los productos intermedios plantea un problema importante a las autoridades. Una acerera que se comprometa a cumplir metas de emisión nula estará en enorme desventaja frente a competidores que no hagan lo mismo. Este problema puede resolverse cobrando un impuesto a la emisión de carbono en los sectores de industria pesada, pero sólo si se aplica en todo el mundo o se combina con aranceles de frontera contra los países que no estén dispuestos a cobrar el impuesto.
En transporte marítimo, la Organización Marítima Internacional puede dictar normas que garanticen un cumplimiento uniforme de las empresas, con mínimo costo adicional para los consumidores.
Pero en el sector alimentario, las diferencias de precios y las preferencias de los consumidores no son un tema menor. Casi nadie compra acero en forma directa, pero todos compramos alimentos, e incluso en los países ricos esto supone entre el 6 y el 13% del gasto total de los hogares (y mucho más en los sectores de bajos ingresos). Un costo adicional del 10% en los alimentos afectará más a los consumidores que un 100% en el caso del acero.
Además, dentro del sector alimentario la producción de carne es particularmente contaminante. Las emisiones de metano del ganado y del estiércol inciden más sobre el calentamiento global que las tres gigatoneladas de dióxido de carbono emanadas de la producción de acero; a esto hay que sumar otras cinco gigatoneladas de CO2 que resultan de cambios en el uso de la tierra, por ejemplo cuando se desmontan áreas de bosque para plantar soja destinada al ganado.
Aunque aquí también puede haber soluciones tecnológicas, sigue habiendo grandes desafíos. A los consumidores no les preocupan los detalles específicos del acero que consumen indirectamente, pero quienes comen carne tienen ideas muy precisas respecto de la textura y el sabor de los cortes, que la producción de carne sintética todavía no puede reproducir. Y si bien el adicional de costo de la carne sintética respecto de la de origen animal se está reduciendo, tiene que llegar a casi cero para no tener un efecto importante en el presupuesto de los consumidores.
Sin embargo, esto puede cambiar si la gente adoptara dietas con menos consumo de carne y más de vegetales (que además, son más baratas). En ese caso, el sector de los alimentos se parecería al transporte terrestre: la descarbonización supondría para los consumidores un beneficio, en vez de un costo adicional.
Adair Turner, presidente de la Energy Transitions Commission, presidió la Autoridad de Servicios Financieros del Reino Unido entre 2008 y 2012. Su último libro se titula Between Debt and the Devil.
© Project Syndicate 1995–2021.