Afecta al 15% de la población y la mayoría aún no lo sabe. Es una de las principales causas de fracaso escolar en personas inteligentes. Cuando se detecta y trata a tiempo, se logra un rendimiento académico comparable al de un chico sin dislexia.
John Lennon, Steve Jobs, Albert Einstein, Thomas Edison, Walt Disney, Pablo Picasso, Dustin Hoffman y Bill Gates, entre otros. Una colección de genios de distintas áreas; todos exitosos, creativos, talentosos… y disléxicos. La dislexia no es una enfermedad ni una discapacidad pero dificulta el aprendizaje de la lectura en forma fluida, exacta y automatizada en una persona inteligente y sana. Afecta al 15% de la población y la mayoría aún no lo sabe.
La Ley Nacional 27306, sancionada en 2016 y reglamentada en abril 2018, garantiza el derecho a la educación a niños y adultos con DEA, la capacitación docente sobre el tema y la inclusión de estas dificultades en el Plan Médico Obligatorio (PMO).
La provincia de Buenos Aires adhirió a la ley en agosto de este año. “Las adaptaciones en el colegio y la formación docente ya están contempladas porque la ley es nacional; la importancia de la adhesión de cada provincia está en que las obras sociales provinciales cubran el tratamiento”, destaca Gustavo Abichacra, médico pediatra y miembro fundador de Disfam Argentina, asociación sin fines de lucro que brinda capacitación y asesoramiento sobre la dislexia, y que tuvo y tiene un papel muy activo en esta ley.
Qué es la dislexia y cómo debe abordarse
“La dislexia no necesita medicación. Tiene origen neurobiológico, hereditario y persiste toda la vida, pero detectada en edad temprana y con un tratamiento adecuado, puede compensarse”, agrega Abichacra. “Actualmente el diagnóstico se hace entre los 7 y 8 años. Al detectarlo antes, entre los 4 y 5 años, se actúa sobre la conciencia fonológica, el chico modifica esa tendencia que tiene y puede iniciar la escolaridad sin tanta dificultad para leer. Una vez que tendría que haber aprendido a leer y no puede hacerlo, se enfrenta al problema”, concluye.
La dislexia no es compatible con nuestro sistema educativo en donde el aprendizaje es a través del código escrito. Un chico disléxico no puede asimilar contenidos desde la lectura, utiliza cinco veces más de energía cerebral y necesita tres veces más tiempo porque su cerebro se maneja con imágenes. Abichacra lo grafica con un ejemplo: “escribir con la mano que uno no es diestro y leer en portugués es lo que le pasa al disléxico todo el día. El docente debe obviar calificarlo por errores de ortografía porque los va a tener toda la vida, no va a memorizar nunca las tablas, no debe exponerlo a leer en voz alta delante de la clase… ¡No tiene sentido insistir en lo que no puede hacer! Se frustra y se destruye la autoestima de un chico que tiene un coeficiente intelectual igual al resto de la clase.”
Carolina Giusto es psicopedagoga en un colegio privado de Zona Norte del Gran Buenos Aires. Para ella, “la ley pone en igualdad de condición a todos los chicos, permite que la dislexia se conozca y se contemple dentro de la educación”. En su colegio trabajan desde jardín de infantes, atentos a posibles predictores. “Se observa el caudal de vocabulario, la combinación de sonidos para formar palabras y frases, la motricidad; que recuerden el nombre de los colores, los números, los días de la semana, por ejemplo.”
Los colegios no realizan la evaluación sino que sugieren consultar con un profesional externo, generalmente psicopedagogos. Giusto destaca que es fundamental que los padres estén convencidos de pedir un diagnóstico porque son ellos lo que deberán sostenerlo el tratamiento. “Desde la imposición es muy difícil. Para algunos padres es un momento doloroso, entonces normalizan la situación, piensan que es por falta de práctica, pero se notan mucho los cambios cuando el tratamiento es sostenido. He visto disléxicos premiados, abanderados, destacados y sobre todo disfrutando del aprendizaje”, resalta Giusto.
Alejandra Cuenca es docente a cargo de segundo grado en una escuela pública de la provincia de Buenos Aires. Está al tanto de la ley pero no cambió en nada el enfoque de su institución. “Tenemos un equipo formado por psicopedagoga, orientadora social y orientadora en educación especial, pero no recibimos capacitación sobre la ley o su implementación.” Trabaja allí desde el año 2013 con primero y segundo grado, pleno inicio de la lectoescritura, pero no detectó ningún caso puntual de dislexia; sí trabajaron sobre otras DEA. “La comunidad es de bajos recursos; lo que reciben en la escuela es muchas veces lo único que les garantiza a los chicos su derecho a leer y escribir”.
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Rosario es mamá de dos chicos con dislexia que estudian en un colegio privado. “Mi hija estaba en primer grado y me llamaba la atención que no leía, cuando sus compañeros sí lo hacían. O leía alguna palabra suelta y no empezaba por la primera letra.” En segundo grado, el colegio le sugirió encarar un psicodiagnóstico y confirmaron la dislexia. “Con mi segundo hijo me pasó lo mismo así que antes de terminar primer grado hice yo directamente la consulta.” Nota todavía una dificultad en la lectura pero no siente que la dislexia haya influenciado en el aprendizaje. “Lo tomaron con naturalidad.”
Santiago Del Val es un niño que supo transformar su frustración en un testimonio de vida. A los ocho años escribió junto a su madre un diario que lo ayudó a aceptar su dificultad para adquirir la lectoescritura.
Tapa del libro que Santiago publicó en diciembre de 2015.
Su trabajo quedó registrado en un libro de 52 páginas que tituló "Mi dislexia y yo". Cuando fue presentado el trabajo, Mariana, su mamá, contó cómo fue la génesis del libro: "Vino del colegio y me dijo: '¿Puedo escribir un libro?'. Yo le respondí: 'Vos podés hacer lo que quieras. Si querés escribir un libro, podés escribir un libro. Yo escribo y vos me dictás. Es cuestión de esfuerzo y mantenerlo'. Entonces me dijo: 'Ya tengo el título: Mi dislexia y yo'".
El trabajo de Santiago reúne dibujos y textos en 52 páginas.
Unos de los puntos que garantiza la ley es la adaptación curricular para alumnos disléxicos. Matilde ya está en el secundario y recuerda que en el primario, después de confirmar su diagnóstico de dislexia, la maestra preparaba sus textos “con otra letra”: mayúscula, más grande, con más espacios. “En una prueba, me daban los textos para leer antes, me daban más tiempo o menos preguntas que a los otros chicos.” No recuerda ninguna crítica o comentario por parte de sus compañeros, y siente que académicamente rinde igual que ellos.
“Fui a la psicopedagoga durante dos años más o menos, una vez por semana.” Este año le hicieron otro psicodiagnóstico para evaluar nuevamente su dislexia; el colegio entendió que estaba compensada pero su familia prefirió mantener las adaptaciones para no sobrecargarla. Para Abichacra, suspender las adaptaciones es un error.
El diagnóstico temprano y certero es clave
Abichacra destaca la importancia de la ley como un disparador para la capacitación sobre dislexia, dificultad que afecta a entre 2 y 3 chicos por clase. “Nadie puede diagnosticar lo que no conoce por eso es esencial la capacitación a docentes, psicopedagogos, fonoaudiólogos y médicos. Cuando erróneamente se le da una interpretación psicológica a los predictores de la dislexia, no se actúa en consecuencia. La clave está en actuar precozmente.”
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A tiempo y con un buen tratamiento, los profesionales concuerdan en que no debería interferir en otros aspectos del niño, como el emocional. Para Abichacra, “lo peor que podemos hacerle a un disléxico es esperarlo, pensar que es un tema madurativo, que ya va a hacer el click. El disléxico no es inmaduro ni vago ni burro. Si esa es la actitud, la mirada que recibe de afuera en plena etapa de formación del cerebro y el corazón, se va a creer vago y burro. El fracaso emocional es el peor daño del disléxico.”
El problema de la dislexia está en la palabra pero, como un trabalenguas, poner a la dislexia en palabras no es estigmatizarla. Abichacra enfatiza en la importancia del diagnóstico preciso a tiempo para no confundir a esta dificultad con otras, como por ejemplo la hiperactividad. “Diagnosticar la dislexia no es etiquetarla, como muchas veces se critica. Es ponerle nombre a algo sobre lo que podemos intervenir para que no se genere el verdadero daño que es el psicológico”, concluye.