Diego Bustamante es el director general de la asociación civil franciscana Pata Pila, que trabaja de distintas maneras para fortalecer a familias en situación de pobreza en cuatro provincias: Mendoza, Buenos Aires, Entre Ríos y Salta.
La mayor parte de las tareas de la organización se concentra en pueblos originarios de Salta y, específicamente, en la desnutrición infantil que hay en ellos. En 2015 Diego Bustamante se mudó a Yacuy, una localidad pequeña a 20 kilómetros de Tartagal, y convivió por cinco años con una comunidad guaraní de la zona.
—¿Cuál es el trabajo que hacen hoy en Salta?
—Trabajamos con un equipo interdisciplinario junto a chicos con desnutrición y a sus familias. Entendimos que había que enfocarse en los niños desnutridos, los más invisibles. Si no les das las herramientas, ellos no se pueden defender por sus propios medios. Entendimos que el futuro estaba en cuidar a los chicos para que lleguen al sistema educativo y a la adolescencia con recursos, un cerebro preservado y bien desarrollados corporalmente. Pero también había que trabajar mucho en las relaciones familiares: el rol de la mujer, la higiene, la alimentación, el cuidado de los chicos. Trabajamos mucho con las mujeres de las comunidades.
—Su trabajo también implica mucha gestión con otros organismos, ¿no?
—Exactamente. Hacemos un trabajo comunitario de mucha presencia. Trabajamos con los hospitales, puestos de salud, municipalidades, escuela, INTA… Somos como los nexos para generar el trabajo colectivo de la comunidad. Es una doble mirada: trabajar en las familias, pero también en los escritorios, tratando de hacer muchas gestiones que agilicen para que las familias pueden integrarse a las instituciones del Estado.
—¿Por qué se concentran en esas comunidades de pueblos originarios?
—Elegimos instalarnos en comunidades más alejadas, donde faltaba más personas que se establecieran y ayudaran. Esa es la clave de nuestra tarea: ser personas trabajando con personas, en el diario de las comunidades, generando vínculos, cariño, confianza, respeto… Con mucho aprendizaje de las formas que tienen las comunidades originarias de interpretar la vida, el tiempo, las ambiciones, la vida en la sociedad pero también en la comunidad. Esto nos hizo dar cuenta de qué importante es el encuentro con el otro, es lo que termina redefiniendo el valor de la vida. En torno a todos esos espacios se van generando muchas cosas. Vamos transformando nuestra pobreza del corazón o también la material: una mamá que no tenía DNI, una familia que ahora tiene acceso al agua segura, un chico desnutrido se recupera, una madre que aprendió un oficio. Enseñándoles, dándoles herramientas sencillas que hacen a la vida cotidiana y a la transformación de la vida comunitaria.
—¿Qué te enseñó la
convivencia con comunidades marginadas como lo son las de los pueblos
originarios?
—El encuentro con la vulnerabilidad siempre te enseña algo. Te deja de cara a
tus necesidades más profundas, a tu fragilidad, a las cosas que duelen,
incomodan. Me enseñó a ponerme frente a un espejo y revisarme constantemente,
qué tengo, qué no, qué tengo para agradecer, qué para transformar, qué para
entregar. Encontrarte en contextos tan vulnerables primero te llena de
impotencia. Pero todo eso puede ser la nafta para transformar la realidad,
querer involucrarte, generar respuestas. Y por otro lado te deja recalculando
sobre tu proyecto de vida… en algún sentido yo me replanteé todos mis
objetivos. Empecé a tener objetivos más humanos, de cosas concretas, más
relacionados con el camino compartido con los demás que con metas personales
muy propias.
—¿Qué creés que nos hace
falta a los argentinos para incluir a pueblos originarios?
—Estamos a años luz de entender lo que las comunidades necesitan y la respuesta
inclusiva que les debemos. Incluirlos no es mimetizarse ni pretender que ellos
vivan en otras interpretaciones de la sociedad, como se vive en una ciudad.
Falta muchísimo para entender las cosmovisión de las comunidades, sus líderes y
familias. Y también falta mucha inversión en infraestructura, logística, acceso
a la educación. Faltan leyes. Falta diálogo. Y me da rabia que hablemos de
incluirlos: ellos nos incluyeron a nosotros. El hombre blanco saqueó la
realidad de las comunidades. Entiendo que hoy es otra realidad, pero nos toca
darnos cuenta de que hay mucho por avanzar, hay que aprender a escuchar
muchísimo más.
—¿Qué respuesta palpaste de
la sociedad civil en este contexto crítico?
—La sociedad civil siempre da una respuesta. Es la que interpela a políticos, a
privados y se involucra desde el corazón y la vocación. Creo que la pandemia
sirvió mucho para que el argentino siga dándose cuenta de que tiene que
entregarse al país y los demás, dejar de quejarse y activar y arremangarse.
Muchos nuevos voluntarios se acercaron a ayudar. Mucha gente entendió que había
que salir de su zona de confort, que la vida no pasa por tener el mejor
televisor si vas a estar encerrado y no te podés ver con tu familia o si vos
tenés para comer mientras otros pasan hambre. Creo
que en ese sentido la sociedad crece.
Podés colaborar con el trabajo de Pata Pila acá.
Esta entrevista fue publicada originalmente en Oxígeno, la newsletter que edita Juan Carr. Podés suscribirte en este link.
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