“Tengo 8 años y tengo que hacer que mi hermano sobreviva esta noche”. Carolina ahora tiene 21 y cuenta sin inmutarse aquello que vivió en su infancia. “Tuve que madurar de golpe”, resume sobre lo que pasó cuando ella tenía 6: Ramiro, su hermano, nació con síndrome de Down pero también con otros problemas físicos, como laringomalacia (una afección en la respiración), que ponían en serio riesgo su salud.
De golpe, la niña se acostumbró a pasar noches enteras durmiendo en el auto de sus padres, estacionado frente al hospital donde Ramiro estaba internado. O a alejarlo mientras su padre golpeaba a su madre. O a turnarse con ambos para ver que Ramiro respirara bien.
“De ser hija única pasé al décimo plano”, recuerda. Dice que no culpa a sus padres, que ella misma se había relegado. Que su vida había comenzado a girar en torno a la de su hermano. Y que, recién en la adolescencia, palpó y comenzó a incomodarse con el favoritismo de su madre.
Los derechos de las personas con discapacidad, un 10% de la población argentina, son sistemáticamente postergados. Pero lo que les pasa a sus hermanos está completamente invisibilizado.
“Somos los que quedamos en las sombras”, dice Iara Verdugo. Ella tiene 26 años, es psicopedagoga y terapeuta cognitivo-conductual, especializada personas con discapacidad y trabaja en el centro de rehabilitación CITES INECO. Pero, además, es hermana de Augusto, de 13 y diagnosticado con autismo desde los 2.
Al igual que le pasó a Carolina, en la vorágine de tener que ayudar en el cuidado de su hermano más chico (y también preocupada por Juan, hoy de 16), Iara naturalizó la situación. “Por muchos años, porque las necesidades de la casa eran otras, me corrí a un ladito, nunca dije ‘me pasa esto’, ‘me siento triste’”, recuerda.
Recién en la facultad, en una clase sobre trastorno del espectro autista (TEA), una profesora habló sobre el espasmo del sollozo y recordó esas “seis o más veces” en las que, desesperada, llamó a la ambulancia porque creía que su hermano iba a ahogarse. Iara dejó la clase entre lágrimas y lloró los siguientes tres días: fue el momento en el que comenzó a sanar heridas que había tapado por años.
Hoy, Iara participa aportando su experiencia (bajo el título de “hermana experta”) en los talleres del programa FADI, espacios de contención y diálogo para hermanos y hermanas de personas con discapacidad. Un grupo que, entre otras cosas, suele sobreexigirse para no “llevar problemas” a sus padres y madres. O que nota el trato desigual entre hermanos. O que no vislumbra su futuro desligado del de su hermano o hermana. Situaciones de las que que Iara alertó en un posteo en Instagram. Y que, tras preguntar por el tema en nuestra cuenta de Instagram, confirmamos al charlar con miembros co-responsables y lectoras (es común, según dicen los expertos, que sean ellas —y no ellos— quienes más se abran en este tema).
“Cuando era chica mi mamá se sacaba de quicio. Se enojaba por tonteras y quería golpearnos para disciplinarnos. Pero como mi hermano tenía una válvula en su cabecita yo me ponía adelante y recibía doble castigo”, recuerda Noelia, que ahora tiene 36 y es 3 años mayor que Cristian, su hermano que nació con hidrocefalia congénita y retraso madurativo. “Dejé de recibir atención de mi madre desde que mi hermano nació. Pasé a ser una ayuda en los quehaceres domésticos y cuando me volví señorita solo quise irme de la casa”.
Florencia (20) es hermana de Matías, de 15 y con bipolaridad. Y cuenta: “Me privé de contar cómo me sentía, me obligaba a ir a lugares o hacer cosas que no me gustaban para no ‘molestar’, como salidas en familia en momentos de conflicto, reuniones sin mis papás donde yo tenía que hacerme cargo de mi hermano, entre otras. También me privé de charlar con mi vieja los típicos conflictos de la pubertad como problemas con mis amigas, mi sexualidad, mis ideales, mi imagen… Era muy callada en general porque sentía que no podía ‘agregar más problemas’ y yo sentía que mis viejos tácitamente me lo agradecían”.
Mientras que algunos hermanos de personas con discapacidad naturalizaron desde muy temprano la situación, en otros casos el diagnóstico llegó más tarde. A Nicolás (17), recién el año pasado le diagnosticaron síndrome asperger. Y Micaela, su hermana dos años mayor, notó que de golpe sus padres se habían vuelto licenciosos con él.
“Yo venía matándome en el colegio para aprobar con notas altas y de repente veía que a mi hermano se le permitía llevarse a diciembre materias como Arte o Educación Física, solo porque no le gustaban”, cuenta ella.
Por su parte, en esta pandemia, Morena (21) no solo tuvo que adaptarse a las clases virtuales de Medicina. Por la cuarentena, las enfermeras que atienden a Leandro (23 y con oto-palato-digital tipo 2, una enfermedad poco frecuente) no pueden ir a la casa. Y como sus padres trabajan fuera, Morena se hace cargo. No es algo nuevo para ella, claro: desde que su hermano nació está acostumbrada a acompañarlo en internaciones, a tratar con enfermeras, y a hacer trámites burocráticos con la obra social.
La autoexigencia y el miedo al futuro
“Las exigencias que perciben los hermanos muchas veces puede tener que ver con su capacidad de leer el contexto familiar, suponer que deben posicionarse en ese lugar. Y muchas otras pueden tener que ver con exigencias o pedidos que se dan por parte de los padres de forma implícita”, coinciden Gabriela Leoni Olivera y Agustina Girard, psicólogas y directoras de Casa Abanico y responsables del programa FADI.
“Por mucho tiempo, aunque ellos no me lo impusieran, sentí cierta presión de cumplir con mis padres cosas que mi hermano no podía cumplir, como las notas del colegio o tener un buen comportamiento”, admite Eugenia (25), hermana de Juan Pablo (33), con autismo. Ella cuenta que vivió un proceso hasta sacarse ese peso:
Pero hay otro problema del cual alertan Olivera y Girard: “Muchos púberes y adolescentes en los talleres comparten su miedo o incertidumbre en relación al cuidado de sus hermanos en el futuro. Generalmente, cuanto mayor es el diálogo que logran tener con sus padres en relación a esto, menor es el miedo o la incertidumbre”.
Cande (22), hermana de Mati, con síndrome de Down, está cerca de recibirse en Comunicación Social. Y confiesa: “Pienso en mi futuro, en mis viejos ya grandes y en ser en algún momento ‘tutora’ (no me gusta la palabra) de Mati. Es muy fuerte. Siempre me proyecté en modo independiente, y ahora pienso que tal vez no sé si podré hacer todo sola, que, tal vez, deba incluir a Mati en mis planes de toda la vida”.
Diálogo y contención, las claves
Aunque sobreexigirse, guardarse sentimientos o asumir responsabilidades desmedidas son casos recurrentes, como en todo fenómeno heterogéneo y complejo, hay que hacer salvedades.
No todos los hermanos de personas con discapacidad se sienten descuidados. “Los míos no fueron los padres que abocaron todas sus energías a los hermanos con discapacidad, lo supieron equilibrar bastante bien”, dice Mariana (33). Ella fue la quinta de siete hermanos. Magdalena y Diego, los inmediatamente mayores, nacieron con enfermedad de Batten, una discapacidad genética progresiva por la cual murieron a los 9 y 15 años respectivamente.
Cande, la hermana de Mati, admite que sus padres siempre se informaron del diagnóstico de su hermano y se lo comunicaron con claridad, algo que los especialistas recomiendan. “Me sirvió mucho”, corrobora ella.
“Por suerte siempre mis papás me dieron el espacio de expresión, siempre tuvieron en cuenta que yo era más que la hermana de Leandro, que tenía mis actividades y mis mambos de adolescente, como cualquiera de mis amigas, y siempre lo tuvieron en cuenta”, dice Morena.
Iara, por su parte, se lamenta al mirar hacia atrás: “Me dolió no tener una figura en el hogar que habilitara mis emociones, que dijera: ‘¿Cómo te sentís?’ Que habilite al diálogo”.
La psicopedagoga cuenta que tampoco es fácil abrirse con la mayoría de los amigos. “Si no tienen un hermano con discapacidad, no te van a entender”.
Al respecto, Olivera y Girard enfatizan la importancia del diálogo, tanto familiar como en grupos de pares: “Esto puede ayudar muchas veces a tomar conciencia de la exigencia que pueden experimentar los hermanos de personas con discapacidad en los diferentes momentos de su vida”. Ellas señalan que, ante la falta de diálogo, el espectro es amplio: “Algunos hermanos pueden sentirse exigidos y expresarlo, otros pueden autoexigirse para no cargar a sus papás con sus propios problemas o preocupaciones y otros podrían sentirse exigidos pero no registrarlo hasta años más tarde”.
El año pasado, las psicólogas de Casa Abanico decidieron sumar a Iara a los talleres que dictan para hermanos de personas con discapacidad.
“Brindamos un espacio de contención, habilitando las emociones y sentimientos de los hermanos, haciéndolos participes. Son talleres que a veces angustian un poco pero ayudan a limpiar lo que hay dentro”, admite Iara, quien acaba de comenzar una certificación internacional de Sibshops, el nombre de los talleres que siguen en FADI.
Los talleres, que en la cuarentena se desarrollaron online, se dividen por edades. En los más chicos se contiene más mediante actividades lúdicas, mientras que, en los adultos, “es más catártico”.
Según los datos de Sibling Support, la organización que dio origen a los “talleres para hermanos” organizados según el modelo Sibshops, actualmente se dictan a nivel mundial 500 espacios de este tipo, y lentamente se replican en Latinoamérica (en Argentina se hacen 10). Y hay registro de que funcionan. La Universidad de Washington hizo una encuesta a hermanos adultos que asistieron a dichos talleres. Más del 90% dijeron que estos incidieron de forma positiva en sus sentimientos hacia sus hermanos. Además, 2 de cada 3 encuestados señalaron que les brindaron estrategias de manejo, 3 de cada 4 informaron que los talleres incidieron en sus vidas de adultos y el 94% de quienes hicieron los talleres los recomiendan.
Entre los más chicos, algo que suele ocurrir es la desinformación acerca del diagnóstico de sus hermanos. “En los talleres no damos información. Pero luego, en las reuniones con los padres de los más chicos, alertamos sobre el desconocimiento e insistimos en la necesidad de que se explique la situación a sus hijos”, destaca Iara.
Lecciones de vida
En los talleres hay de todo. “Algunos le tienen mucha bronca a sus hermanos”, confiesa Iara. Pero, sin aspiraciones de romantizar la discapacidad ni la situación, hay que destacar otro costado de la relación entre hermanos con y sin discapacidad.
“Es hermoso escuchar lo que aprenden de sus hermanos con discapacidad. Muchas veces agradecen la mirada del mundo y de los demás que esta situación les brindó. Muchas veces comentan cómo el hecho de tener a su hermano con discapacidad les enseñó valorar las cosas más simples de la vida, ver al mundo y a las personas con ojos más profundos”, dicen Olivera y Girard. Y, aunque aclaran que es difícil generalizar, notan “una gran sensibilidad y una gran capacidad resiliente” en este grupo.
Muchas veces, esta experiencia marca la profesión. Mariana, por ejemplo, eligió ser terapista ocupacional. “Trabajo con chicos con discapacidad y soy muy feliz”.
También Morena, que hoy estudia Medicina, encontró su vocación en los hospitales donde su hermano estuvo internado. “Lean me enseñó a ser más independiente, más resolutiva, mucho más sensible, más consciente de mis privilegios y a involucrarme con quienes no los tengan”.
Francisco (26) con autismo, es el “gran ejemplo”, de su hermana María (22): “Nos enseña que uno puede hacer las cosas que se propone y quiere sin importar los límites, situaciones o condiciones que tenga”.
Eugenia también aprendió de Juan Pablo “De paciencia, de empatía. Al crecer con una persona con discapacidad intentás escuchar más a aquel con quien vivís. Es una de las cosas más nobles que te pueden pasar como ser humano”.