«Lo hermoso de aprender algo», escribió alguna vez el gran guitarrista de blues B.B. King, «es que nadie puede quitártelo». King nació y creció en la pobreza, y entendía el valor de la educación como fuerza de cambio. Ojalá los líderes políticos que responden a la pandemia de la COVID-19 tengan al menos una pizca de su claridad.
La COVID-19 está mutando en emergencia educativa mundial: millones de niños, especialmente los más pobres y las niñas pequeñas, enfrentan la pérdida de las oportunidades de aprendizaje que podrían transformar sus vidas.
Debido a que la educación está tan fuertemente vinculada con la prosperidad, la creación de empleos y una mejor salud en el futuro, un revés a esta escala afectaría el desarrollo de los países y reforzaría desigualdades que ya son extremas. Sin embargo, esta emergencia aún no está plasmada en la agenda de respuesta a la pandemia.
Los confinamientos dejaron a más de mil millones de niños sin ir a la escuela. Según las estimaciones, para 500 millones eso implica que no recibirán educación alguna. Una encuesta de Save the Children en la India detectó que la educación de dos tercios de los niños se detuvo completamente durante los confinamientos. El peligro es ahora que la pérdida de clases, la mayor pobreza infantil y los profundos recortes presupuestarios creen una tormenta perfecta que llevaría a retrocesos educativos sin precedentes.
Esta es una emergencia que se suma a la crisis preexistente. Incluso antes de la pandemia, 258 millones de niños no asistían a la escuela y los avances hacia la educación universal se habían estancado. Ahora, tan solo por el aumento de la pobreza infantil es posible que diez millones de niños no regresen al escuela.
Muchos de ellos corren el riesgo de verse obligados al trabajo o al casamiento infantil (en el caso de las adolescentes). Mientras tanto, los ya desastrosos niveles de aprendizaje prepandemia —que dejaron a la mitad de los niños en países en vías de desarrollo sin la posibilidad de leer una oración simple al salir de la escuela primaria— empeorarán.
Una investigación innovadora sobre el impacto del terremoto de 2005 en Cachemira, Pakistán, ha detectado el riesgo para el aprendizaje: las escuelas estuvieron cerradas durante tres meses y cuando reabrieron la asistencia se recuperó rápidamente, pero cuatro años más tarde, los niños de entre 3 y 15 años que vivían más cerca de la falla geológica habían perdido el equivalente a un año y medio de aprendizaje.
Imaginar ese resultado escala mundial nos da una idea de lo que está en juego. La educación empodera a la gente, reduce la pobreza y mejora la salud, y el capital humano que genera moldea el destino de los países. La pérdida de educación erosionará ese capital y llevará a que los Objetivos de Desarrollo Sostenible 2030 sean, de hecho, inalcanzables.
Los gobiernos debieran invertir ahora para evitar ese desenlace. Desafortunadamente, los presupuestos educativos están siendo vaciados por la recesión y la reasignación del gasto público —y de la asistencia internacional— hacia la atención sanitaria y la recuperación económica. En consecuencia, los gobiernos en los países con ingresos bajos y medios podrían llegar a destinar a la educación 77 000 millones de dólares menos de lo planeado durante los próximos 18 meses.
¿Qué se puede hacer para evitar el desastre? En su nueva campaña global llamada Save Our Education, Save the Children fijó una agenda con tres partes para la recuperación.
La primera prioridad es mantener activo el aprendizaje durante los confinamientos. Los gobiernos deberán hacer todo lo posible para llegar a los niños a través de la radio, la televisión y las iniciativas de aprendizaje a distancia. Algunos países como Etiopía, Uganda y Burkina Faso han desarrollado ambiciosos programas nacionales de aprendizaje remoto. Esos y otros países necesitan más apoyo de los donantes para implementarlos a escala.
En segundo lugar, la pandemia nos da la oportunidad para atacar la crisis de aprendizaje en términos más amplios. Son demasiados los niños que asisten a niveles incorrectos debido a la aplicación rígida de planes de estudio mal diseñados.
Se debe llevar a cabo una evaluación del aprendizaje de cada uno de los niños que regresan a la escuela para identificar a quienes necesitan apoyo. Los programas educativos de compensación —como los que implementan organizaciones como BRAC y Pratham— pueden entonces evitar que esos niños se retrasen aún más, reduciendo así el riesgo de futuras deserciones.
En tercer lugar, un mayor financiamiento internacional es fundamental. La mayoría de los países más pobres del mundo, especialmente en África, ingresaron a la crisis económica con un margen de maniobra fiscal limitado. Sus opciones se están reduciendo aún más debido a la recesión y la intensificación de los problemas de deuda externa.
Los gobiernos de los países ricos respondieron a la crisis de la COVID-19 rompiendo sus reglas de política fiscal y monetaria, y suscribiendo ambiciosos planes nacionales de recuperación. Debieran ser igualmente audaces para apoyar la educación en los países en desarrollo.
El apalancamiento más eficaz de los balances de los bancos multilaterales de desarrollo es un punto de partida obvio. La Comisión de Educación propuso establecer un Mecanismo Financiero Internacional para la Educación (International Finance Facility for Education) que proporcione garantías crediticias y permita el Banco Mundial y otras instituciones endeudarse a bajo costo en los mercados internacionales y luego prestar esos fondos a los países en desarrollo. Cada dólar que se garantice mediante este esquema podría generar el cuádruple de financiamiento para la educación. Este enfoque, que incluiría evaluaciones rigurosas de sostenibilidad de la deuda de los países beneficiarios, podría movilizar recursos a una escala acorde a la crisis. Tanto el Banco Mundial como los donantes para el desarrollo debieran apoyarlo.
Hay que reconocer que el Banco está concentrando los recursos ya asignados a la Asociación Internacional de Fomento (AIF), su división de créditos preferenciales, en los primeros desembolsos, pero una crisis sin precedentes como esta requiere más que eso. El Banco debiera establecer un presupuesto adicional para la AIF de al menos 35 000 millones de dólares y aumentar su apoyo a la educación.
El alivio de la deuda es otra posible fuente de financiamiento. La Iniciativa de Suspensión del Servicio de la Deuda del G20 para los miembros de la AIF (los 73 países más pobres del mundo) es un pequeño paso en la dirección adecuada. Desafortunadamente, los acreedores privados y chinos, que representan más de la mitad de los pagos por servicio de la deuda de esos países (unos 25 000 millones de dólares este año) han mostrado escaso interés por participar. En consecuencia, países como Camerún, Etiopía y Ghana están gastando actualmente dos o tres veces más en el servicio de la deuda que en educación primaria.
Los países están, de hecho, cubriendo sus pagos de deuda en el corto plazo con la erosión del capital humano a largo plazo. Permitir que los reclamos de los acreedores privados roben a los niños su derecho a la educación es moralmente indefendible y económicamente ruinoso. Por eso Save the Children propuso un mecanismo a través del cual se pueden convertir las obligaciones de la deuda en inversiones en los niños.
Podemos medir el impacto sobre la salud de la COVID-19 en los adultos a través de las tasas de contagio y las muertes, y evaluar sus efectos económicos en términos de las pérdidas del PIB y los aumentos del desempleo y la deuda pública. La emergencia educativa es menos visible para los responsables de las políticas, pero dejará a millones de los niños más pobres del mundo con las cicatrices que implica la pérdida de oportunidades por el resto de sus vidas. Podemos, y debemos, proteger su futuro.
Kevin Watkins es el director ejecutivo de Save the Children UK.
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