El éxito de la democracia estilo occidental después de la Segunda Guerra Mundial estaba basado en los contratos sociales nacionales: los ciudadanos pagaban impuestos y el estado ofrecía las condiciones para un progreso económico estable, junto con empleos seguros, una red de seguridad social y políticas redistributivas que achicaban la brecha de ingresos entre los propietarios y los trabajadores. Si bien el grado de redistribución y la disponibilidad de empleos seguros variaba entre los países, la gran mayoría de los ciudadanos aceptaban el acuerdo.
Sin embargo, en las últimas décadas, la globalización ha erosionado el contrato social de posguerra al debilitar el estado-nación. El mayor comercio global y los mayores flujos financieros han contribuido a la prosperidad, pero también han creado perdedores. La desigualdad de ingresos se ha ampliado en muchos países, y la concentración de riqueza en el extremo superior de la pirámide ya no parece tolerable. Es más, la crisis financiera global de 2008 hizo mella en la confianza pública en un progreso económico estable.
Los gobiernos democráticos hoy enfrentan dos desafíos principales al intentar revivir los contratos sociales de sus países. Deben garantizar una red de seguridad fuerte y eficiente adaptando las políticas sociales y del mercado laboral al nuevo mundo del trabajo. Y deben tomar medidas concretas a favor de ofrecer bienes públicos globales –como enfrentar el cambio climático- garantizando un apoyo doméstico para la cooperación internacional.
No será tarea fácil. La disrupción económica, junto con los temores relacionados con la migración y los refugiados, han ayudado a llevar a populistas neo-nacionalistas al poder en varios países. El desprecio del presidente norteamericano, Donald Trump, por las reglas globales y las instituciones multilaterales, por caso, agrava otras dificultades de los gobiernos nacionales para hacer progresos en cuestiones económicas y de seguridad.
Si bien el desempleo por lo general ha disminuido, las nuevas tecnologías y la mayor competencia de China han dado lugar a un sentimiento fuerte de inseguridad en las economías avanzadas. Es verdad, la economía digital brinda una gran promesa. Pero también es disruptiva y está cambiando la naturaleza del trabajo –haciendo que los empleos sean menos seguros y aumentando la necesidad de un aprendizaje continuo-. Esto también es válido para los países emergentes.
La principal prioridad de los gobiernos, por ende, debe ser la de actualizar sus políticas sociales y del mercado laboral para reflejar estos cambios digitales. En particular, los beneficios sociales deben volverse plenamente transferibles y deben ser “propiedad” de los trabajadores, en lugar de estar asociados a un empleo específico.
Algunos defienden la idea de renovar el contrato social a través del ingreso básico universal (IBU) pagado por el estado a cada ciudadano adulto. Los defensores, por lo general, no especifican claramente el tamaño del IBU que tienen en mente y qué es lo que exactamente debería reemplazar, pero los programas que implican ofrecérselo a todos los ciudadanos, inclusive a los que tienen una posición acomodada, son simplemente inasequibles. En Estados Unidos, por ejemplo, un IBU de 1.000 dólares por mes demandaría todo el presupuesto federal.
Una mejor opción sería un impuesto negativo generoso sobre la renta, o un “ingreso básico garantizado”. A diferencia del IBU, un IBG podría ser más asequible y le daría a la gente por debajo de un cierto nivel de ingresos un incentivo para trabajar, a la vez que tendría un efecto redistributivo.
Por otra parte, los empleados podrían tener cuentas digitales individuales en las que ganaran puntos con el tiempo para gastar en capacitación y una mayor educación. Un plan de estas características ya existe en Francia, y podría extenderse para incluir seguro de desempleo, licencia personal y hasta beneficios de retiro. El grupo de expertos francés Terra Nova, por ejemplo, contempla un sistema de puntos integral que les permitiría a los ciudadanos elegir un paquete de beneficios sociales apropiados para sus circunstancias individuales.
Un sistema como éste exigiría salvaguardas para proteger la privacidad individual e impedir que se utilice información personal para fines políticos. Y si bien la elección individual es un atractivo clave de este tipo de sistema, alguna protección contra la imprudencia también es deseable. Pero con estas salvedades, un sistema de puntos con beneficios totalmente transferibles encajaría en el nuevo mundo del trabajo –y podría convertirse en un pilar de un contrato social renovado.
La segunda prioridad para las sociedades es incluir elementos en los contratos sociales renovados que faciliten la provisión de bienes públicos globales e impidan políticas “proteccionistas”, que producen beneficios domésticos en el corto plazo al afectar a los demás e invitan a las represalias. Si bien la mayoría de las políticas tienen efectos principalmente domésticos, la globalización ha alcanzado un estado en el que esos desenlaces se pueden lograr sólo a través de la cooperación internacional.
Estos bienes públicos globales pueden ser del tipo del “eslabón más débil”: el incumplimiento por parte de un país, o de un puñado de países, podría minar los esfuerzos globales para abordar un problema que nos afecta a todos. Los ejemplos incluyen prepararse para las epidemias, impedir la proliferación nuclear y evitar una carrera hacia el abismo en materia de tasas de impuestos nacionales. Otros bienes públicos son “aditivos”. La protección climática efectiva, por ejemplo, depende de la suma de los esfuerzos de todos los países para reducir las emisiones de dióxido de carbono.
Ofrecer bienes públicos globales es un desafío enorme, porque por supuesto no puede haber un contrato social entre ciudadanos y una autoridad global no existente. Pero la provisión adecuada de bienes públicos globales requiere que los gobiernos nacionales sean responsables por el alcance y el éxito de su cooperación internacional para ofrecer esos bienes.
Estamos presenciando los inicios de una relación de este tipo entre lo doméstico y lo global con la protección climática. En la reciente elección del Parlamento Europeo, millones de ciudadanos votaron por partidos verdes que han hecho de la lucha contra el calentamiento global su principal prioridad. Líderes como el presidente francés, Emmanuel Macron, se han comprometido nacionalmente a cooperar a nivel internacional para abordar el cambio climático. Esto sugiere que la cooperación para ofrecer un bien público global puede volverse parte de un contrato social nacional.
La dificultad de crear un nuevo contrato social basado en estos dos pilares no debería subestimarse. Los contribuyentes pueden protestar por el costo de ofrecer políticas sociales integrales y flexibles para la era digital. Y esperar que los ciudadanos exijan que sus gobiernos cooperen más a nivel internacional puede sonar ingenuo, dado el aparente crecimiento de neo-nacionalismo.
Sin embargo, un contrato social renovado que responda a la nueva naturaleza del trabajo y la globalización es esencial para reducir la inseguridad y la furia generalizada de hoy, y para garantizar el futuro de la democracia. En ese sentido, el respaldo de los votantes jóvenes en todo el mundo de programas políticos que incorporen ambos pilares ofrece un fuerte motivo de esperanza.
Kemal Derviş, ex ministro de Asuntos Económicos de Turquía y ex administrador del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), es miembro sénior de la Brookings Institution. Caroline Conroy es analista investigadora senior en la Brookings Institution.
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