En medio de la crisis de 2001, mientras vivía en una clínica abandonada sin dinero para comer, Nicolás García Mayor, diseñador industrial bahiense, ideó un refugio instantáneo para víctimas de catástrofes naturales y refugiados y se convirtió en uno de los Diez Jóvenes Sobresalientes del Mundo. En ese momento tenía 23 años, y esta es su historia.
“Hoy voy a recibir a mi próximo invitado con mucho orgullo”. Es noviembre de 2016. Es Buenos Aires. Susana Giménez se levanta del escritorio acomodándose la cadenita que adorna, a modo de cinto, el vestido de leopardo en el que está enfundada. Se contonea hasta su afamado living.
“Él está sentadito ahí, es amoroso. Se trata de Nicolás García Mayor. Él es una de las personas que nos devuelve la esperanza de un futuro mejor”—completa la diva al sentarse en el sofá.
Es mayo de 2017. Es Washington. Sulema Salazar, conductora de Telemundo 44, una estación que ofrece noticias para la comunidad de habla hispana, interpela a su colega: “Hoy Valeria Barriga nos presenta un reportaje especial titulado ‘El refugio de los sueños’. Pero Valeria, ¿quién está detrás del refugio de los sueños?”. “Pues fìjate que en este caso es un argentino. Su nombre es Nicolás García Mayor, él ahora reside aquí en la capital y ha tenido reconocimientos a nivel internacional por su trabajo humanitario. Y fìjate que ahora nos presenta una idea que podría ser la solución para un problema mundial que nos concierne a todos —responde Barriga y da pie al video de su reportaje con el diseñador.
Presentaciones idénticas se repitieron en la pantalla de la CNN; en la de TN. En el país del norte y en el del sur.
En todas García Mayor (40) agradece —modesto— los elogios de los periodistas impresionados, recibe los aplausos e intenta salir del lugar sacro en el que queda encallado. Dice cosas como: “Mi objetivo es resolver un problema social”. “Fui a una universidad pública y quiero dejar algo a mi país que me permitió estudiar gratuitamente”.“Las cosas no son imposibles, no hay que bajar los brazos”. “Agradezco, por todo, a dios”. El reportero de la CNN se quiebra. El lugar sacro, crece.
En el mundo hay 70 millones de refugiados y desplazados. Personas que huyeron de su tierra para salvarse. De la violencia. De las persecuciones. Del hambre.
En el mundo hay robots con inteligencia artificial. Automóviles recargables. Impresoras 3D. Embriones fabricados sin óvulo ni espermatozoide. Pero cuando una catástrofe natural sacude el suelo no hay frazadas suficientes.
Con voluntad animal y tenacidad de acero, el diseñador industrial Nicolás García Mayor pone su trabajo al servicio de una meta: equilibrar las prioridades.
“La mía es la historia de un pibe común”, dijo en una de sus tantas notas a la prensa.
De mirada azul, prolijidad soberbia —traje gris oscuro, camisa negra brillante, pañuelo de bolsillo rojo — Nicolás García Mayor se acerca con sonrisa perfecta y aire de empresario. Es octubre de 2017, estamos en el Centro Cultural de la Ciencia donde se desarrolla el Mercado de Industrias Creativas de Argentina en el que en minutos liderará un conversatorio y brindará una masterclass titulada “Diseño centrado en las personas, el Diseño Urgente”. Ahora apura un café y le abre un agujero a su horario comprimido para conversar.
—Disculpá que te haya mandado la información por mail pero tengo poco tiempo. Yo tengo otra forma de relacionarme con la gente —dice en tono de disculpa sincera y deja expuesta la calidez provinciana bajo el barniz de la presencia almidonada y la ropa formal. Como si en su acento sencillo, despreocupado, se trasluciera todo su ser: el pibe común que nació en Bahía Blanca, hermano del medio de una familia de pasar modesto. Padre colectivero, madre costurera.
El pibe común con curiosidad feroz que disfrutaba de desarmar cosas para ver cómo funcionaban y destripaba caracoles para saber qué tenían dentro. El que a los 12 años quería ser DJ, no tenía dinero para equipos e inventó una mezcladora de sonidos, luces y efectos con la cual musicalizó fiestas del colegio y casamientos. El que deseaba ser el primer universitario de la familia. Y no soltó su meta. Nunca.
Cuando terminó la secundaria Nicolás se mudó a la capital bonaerense para estudiar Diseño Industrial en la Universidad Nacional de La Plata. Para pagar el alquiler hacía las tareas de mantenimiento del edificio en el que vivía y preparaba hamburguesas en el buffet de la facultad. Pero en medio de la crisis de 2001 los amigos con los que compartía departamento se fueron. Eran días imposibles. Días sin dinero ni lugar para vivir. Fue entonces que empezó a diseñar gratis para el dueño de una prepaga a cambio de que lo dejara quedarse en una clínica que tenía abandonada. Un sitio enorme y sucio, sin luz ni agua caliente, que el bahiense no solo acondicionó sino que convirtió en un comedor comunitario para casi 200 personas.
En una vieja sala de radiología como habitación, usando los cuartos más fríos como heladera y colgado a la luz eléctrica de un local vecino cursó sus dos últimos años de carrera y diseñó, con restos de basura y lo que encontró a su alcance, su tesis de grado: un refugio instantáneo para víctimas de desastres naturales y migrantes que podía ayudar a millones de personas. Una casa desplegable de polipropileno, aluminio y poliéster que se arma en once minutos y se convierte en una pequeña vivienda equipada con los enseres necesarios para acoger a diez personas. Plegado es un cuadrado de 80 centímetros. Lo bautizó Carlos Maximiliano, como su hermano menor. Entonces no lo sabía —no tenía cómo—, el mundo lo conocería como C-Max System.
Nicolás se graduó con diez. Su hermano mayor, Sebastián, vivía en España y en los días que no tenía para comer había soñado con unirse a él, tener su propio estudio en Barcelona y trabajar para Renault. Se fue con 20 euros en el bolsillo. Un mes después era empleado de la titánica fábrica francesa de automóviles y comenzaba a levantar su emprendimiento. Trabajó en Europa y Emiratos Árabes. Tuvo el mismo traductor que Maradona en Dubái. Diseñó espacios y objetos de lujo para Jaguar, Volvo, BMW, Audi, Coca Cola, Google, Facebook. Fue multipremiado a nivel mundial. A los 23 años tenía una casa frente al Mediterráneo. Pero decidió volver a su principio.
En Bahía Blanca abrió Ar estudio, una empresa de diseño exitosa. “Pero cuando tuve todo me di cuenta de que no tenía nada”, dice.
Había pasado más de una década de la creación del refugio cuando, en 2013, el proyecto fue escogido por la Cancillería argentina para participar del Foro Internacional para el Desarrollo de la Ayuda Humanitaria, en Washington. Y su vida dio un vuelco. El C-Max System —como lo presentó— dejó pasmados a los representantes del mundo y le pidieron que lo presentara en la Asamblea General de la ONU, ese mismo año.
—Fue histórico. Nunca habían llevado a esa instancia a un emprendedor de Argentina, que además no hablaba inglés. Nada —subraya.
“Inglés: very difficult” —bromeó con Susana recordando la frase que consagró Carlos Tevez—. “Me falta jugar bien al fútbol, ese es el problema”.
No fue necesario.
Semanas antes de dejar atónitos a los gobernantes del planeta en Nueva York “sin saber decir ni hola” en la lengua universal, el Papa lo invitó al Vaticano. Su proyecto también lo había deslumbrado. En 2014, a sus 35, Nicolás fue nombrado por Naciones Unidas como uno de los Diez Jóvenes Sobresalientes del Mundo por su contribución a la niñez, la paz mundial y los derechos humanos. Dos años después el Gobierno de Barack Obama le otorgó la residencia permanente como Brilliant Talent por su labor en el campo de la innovación humanitaria.
Decidido a apostar todo por lo que se convirtió en el proyecto de su vida cerró su empresa, vendió sus cosas, besó a su familia y se mudó a Washington.
—“Hay que quemar las naves”, dije. “Es ahora o nunca”. Sentí realmente que todas las cosas que me habían pasado no eran para decir: ‘Mirá lo que hice’, si no que me guiaban: ‘Mirá, estas puertas se están abriendo para que ayudes a la gente’.
En 2016, a dos cuadras de la Casa Blanca, abrió las primeras oficinas de Cmax System Inc., desde donde trabaja para fabricar los refugios a escala mundial. Su objetivo es conseguir que cuesten lo mismo que una carpa. También creó Cmax Foundation, una fundación destinada a atender las necesidades de aquellos lugares que fueron afectadas por catástrofes naturales.
—Queremos hacer una tarea más amplia, no solamente proveer refugios sino reconstruir un puente, armar una escuela, hacer obras a largo plazo. Sembrar en el camino otra visión.
Aunque extraña a la familia y el flan con dulce de leche, dice que está feliz con la vida que eligió. Y en eso tiene que ver la fe.
—Soy bastante cristiano, entonces llevo esa alegría de haber cambiado cosas materiales por situaciones que estoy vivenciando y quedan marcadas en mi pasaporte, en los viajes que hago y en la gente que conozco. Eso para mí es lo más importante. Cada cosa que hago trato de agradecerla, más allá de que sea duro: recorro campos de refugiados, veo niños con heridas de bomba que no me puedo sacar de la cabeza. Chicos que quedaron solos en el mundo. Miles de personas buscando a sus familias. Cuando vivís esas situaciones, decís: “Cómo puede haber gente que se pelea por cosas estúpidas. No entienden la realidad del sufrimiento”. Yo lo veo, me duele y trato de convertirlo en algo bueno, trato de ser feliz con cada cosa, las más simples.
En 2007, su hermano Sebastián murió de cáncer. Nicolás se juró que con lo que le quedara de vida haría algo “que valiera la pena”.
—En una de las notas que me pasaste decís que “para hacer las cosas bien, la única ruta es la larga”.
—Sí, olvidate. No conozco otra. No sé si es porque soy un desastre buscando rutas —ríe.
Con los años Nicolás se dio cuenta de que desarmaba caracoles para ver cómo funcionaba la “casa móvil” que llevaban, en la que se refugiaban. Quizás la ruta comenzó ahí. En su principio.