La clasificación en biomedicina es una rama importante a la que no siempre se dedica el esfuerzo que merece. Concretamente, cuando se trata de enfermedades, una correcta taxonomía debe facilitar el rápido diagnóstico y posterior tratamiento.
El cáncer no es una excepción, pero la definición de los distintos subtipos se ha complicado en las últimas décadas con el aluvión de nuevos datos experimentales y enfoques para tratarlo.
¿Cómo se clasifica en Biología y Medicina?
Uno de los mayores esfuerzos de clasificación en Biología lo realizó Carlos Linneo. Este biólogo sueco emprendió en el siglo XVIII el monumental proyecto de nombrar en latín al sinfín de organismos vivos conocidos por entonces. Linneo asignaba una secuencia de nombres a cada organismo, cuya configuración contribuía a agrupar aquellos que eran afines. Por ejemplo, el lobo es Canis lupus, mientras que el perro está clasificado como Canis lupus familiaris.
Tan bien hizo su trabajo Linneo, que esta clasificación sigue vigente hoy en día, sin que muchos de nosotros entendamos latín. Aunque vemos que no es inmune a las modas imperantes cuando una disciplina necesita poner nombre a nuevos objetos o fenómenos.
¿Y cómo se clasificó por primera vez el cáncer? La enfermedad ya se conocía desde el antiguo Egipto, pero vivió su propia revolución en la primera mitad del siglo XX tras descubrirse la radiación y comprobarse que esta ayudaba a eliminar los tumores. Durante esa época, todo giraba en Medicina alrededor de tejidos y órganos. Por eso, lo natural era que los tipos de cáncer se denominaran de acuerdo al tejido u órgano en el que surgían: cáncer de páncreas, de pulmón, etc. Y, como en el caso de la clasificación de Linneo, así ha continuado hasta nuestros días.
Sin embargo, otras disciplinas más modernas, como la Inmunología, tuvieron su momento “clasificador” cuando la Biología estaba centrada en lo que pasaba dentro de las células y no en el lugar que estas ocupaban en el cuerpo. Es decir, se hablaba en términos de moléculas.
En el caso de las células inmunes, se utilizaron moléculas de su superficie que permiten diferenciar unas células de otras. Y como existen tantas moléculas distintas, los inmunólogos no se complicaron la vida y les asignaron un código de letras y números del tipo “CDx”, donde “x” es un número (CD1, CD2, CD3…). Así, las células se denominan en base a cuántas de estas moléculas expresan (+) o no (-) en su superficie (por ejemplo, la célula CD1⁺CD2⁺CD3⁻).
A raíz de este tipo de clasificación, sólo comprendían el lenguaje inmunológico los especialistas, y resultaba complejo para investigadores de otras disciplinas (no digamos para el ciudadano de a pie). Precisamente de esto se queja el divulgador Philip Dettmer en su reciente libro Inmune. Esta obra, muy aclamada, explica a un nivel accesible el funcionamiento del sistema inmunitario, pero a la vez se hace eco de la dificultad de un lego al tratar con la terminología inmunológica.
Llega la etapa molecular del cáncer
Volvamos al caso del cáncer. Los tiempos cambian, y no siempre lo que era válido hace 50 años lo es ahora. Y la investigación del cáncer ha avanzado a pasos de gigante en las últimas décadas, con lo que cada vez más especialistas apuntan que ha llegado el momento de replantearse la clasificación de esta enfermedad.
De ello se hace eco un reciente comentario publicado en la revista Nature por un grupo de investigadores franceses. Los autores argumentan que durante muchos años el cáncer se trataba (bien por cirugía, radiación o quimioterapia) según el órgano en el que se había originado; de ahí viene su “taxonomía”. Sin embargo, al descubrirse los mecanismos moleculares que gobiernan la enfermedad, han surgido marcadores moleculares que pueden ser objeto de terapia. Además, estos marcadores puede ser comunes a varios tipos de cáncer.
¿Y qué problema surge? Pues uno bastante serio. Los ensayos clínicos actualmente se basan en la clasificación anatómica del cáncer. Sin embargo, ahora se está viendo que algunos pacientes con cierto tipo de cáncer podrían responder potencialmente a un tratamiento que se ha testado en otro tipo. Lo peor es que no pueden recibirlo hasta que el fármaco ha sido probado en ensayos clínicos para su modalidad concreta. Y como los ensayos clínicos suelen alargarse en el tiempo, mueren muchos pacientes que podrían haber sido tratados.
Por eso, los autores de este reciente artículo reclaman que se cambie urgentemente la clasificación del cáncer, para pasar a basarla en moléculas y no en órganos.
Pero ¿hay tanta prisa?
Este no es un debate nuevo. Otros investigadores ya habían llamado la atención anteriormente sobre la necesidad de complementar la clasificación de los tipos de cáncer integrando los nuevos datos sobre marcadores moleculares que surgen.
De hecho, en 2018 se publicó en la revista Cell el resultado de un extenso estudio que integraba la procedencia anatómica del tumor con los marcadores moleculares de sus células, proponiendo un tipo de clasificación que incluye ambos aspectos. Como resultado, surgió el diseño de ensayos clínicos tipo “paraguas” en los que, dentro de una misma procedencia anatómica del tumor, se integran las distintas mutaciones que contienen sus células, para poder afinar el tipo de tratamiento.
Otra razón para no abandonar el componente anatómico en la clasificación es que la naturaleza de la enfermedad está estrechamente ligada al órgano en el que se origina.
Todo cáncer surge debido a que una célula que ya no debería dividirse (es decir, que está “diferenciada”) comienza a reproducirse de forma descontrolada. Podemos considerar la diferenciación celular como un proceso por el cual las células van pasando por etapas (de menos a más diferenciadas). Durante su curso, pierden progresivamente la capacidad de dividirse y se parecen cada vez más a las células que componen el órgano maduro.
Pues bien, en la mayoría de las ocasiones, los tumores los forman células ya diferenciadas que “retroceden” en ese proceso y adquieren de nuevo la capacidad de multiplicarse. Es lo que se llama “desdiferenciación”. Pero no suelen retroceder hasta la “casilla de salida” (es decir, hasta la célula completamente pluripotente, como la que origina un organismo completo), sino que se quedan a medio camino. Por ejemplo, una célula de cáncer de mama es distinta a otra de cáncer de páncreas, aunque compartan marcadores moleculares y potencialmente puedan responder a tratamientos similares.
Debido a esa diferencia intrínseca, tampoco está garantizado que vayan a responder exactamente igual al tratamiento. Este tipo de importante información se perdería si el cáncer pasara a clasificarse exclusivamente en base a criterios moleculares.
Además, existe el problema de la “opacidad” de la disciplina cuando se clasifica en base a moléculas, como hemos visto para el caso de la Inmunología. Si se toma una medida tan extrema como abandonar la notación anatómica para sustituirla por la molecular, el área del cáncer podría hacerse ininteligible para los no expertos. Un campo en el que ni los mismos pacientes serían capaces de comprender qué tipo de cáncer tienen sin realizar un curso de biología molecular.
Sería un disciplina menos atractiva para investigadores de otras ramas del saber y difícil de explicar a posibles inversores. ¿Y todo para acelerar los ensayos clínicos? ¿No sería mejor flexibilizar la estructuración de dichos ensayos clínicos, permitiendo acelerar el proceso para un tipo de cáncer cuando un tratamiento ya ha mostrado ser seguro para otro?
Como siempre, el tiempo y el debate se encargarán de dar respuesta a estas cuestiones. Pero la historia nos enseña que no es buena idea dejarse llevar alegremente por las modas pasajeras.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.